El sargento Treakle, que rara vez se molestaba en aprenderse los nombres de los policías, la llamó a su despacho y le dijo:
– Von Braun, va usted a recibir una reprimenda oficial por su negligencia con el arma reglamentaria.
– Me lo imaginaba -dijo Gert, preparándose para marcharse.
– Y eso no es todo -dijo Treakle; al oír esas palabras ella se detuvo en la puerta-: habrá un severo castigo si una cosa así vuelve a ocurrir.
Las sonrosadas mejillas de Gert palidecieron.
– ¿Acaso usted piensa que puede volver a ocurrir, sargento? -dijo.
– Sólo estoy dándole un consejo -dijo el joven sargento, desviando nerviosamente la mirada. La medida del cuello de Gert era más ancha que la de él, y se rumoreaba que había avergonzado a un policía en la División Central cuando éste, un poco ebrio, se atrevió a echar un pulso con ella en una fiesta de Navidad.
Ella se esforzó por mantenerse calmada y dijo:
– Gracias por el consejo.
Pero cuando se disponía a marcharse, el sargento Treakle dijo:
– Parte del problema podría ser su condición física.
Eso la paró en seco. De hecho dio un paso hacia el escritorio y dijo:
– ¿Qué sucede con mi condición física?
– Su peso -dijo él-. Así debe de ser difícil moverse con suficiente rapidez cuando ocurre algo inesperado. Como cuando su teléfono móvil se cae, y usted intenta cogerlo y accidentalmente aprieta el gatillo de su arma. Los oficiales de policía tienen que estar listos para actuar y pensar rápidamente, como si fueran atletas.
Gert fulminó con la mirada al sargento Treakle durante un momento y luego, muy suavemente, dijo:
– He aprobado todos los exámenes físicos desde que comencé este trabajo. Quedé en primer lugar en la prueba de agilidad para mujeres de la academia y competí dos veces en las Olimpíadas de la policía. Ahora tengo una pregunta para usted: ¿ha oído hablar de las leyes de igualdad de oportunidades?
– ¿La de igualdad de oportunidades en el empleo?
– Correcto sargento -dijo ella-. Todo gira en torno a la discriminación en el lugar de trabajo. Y ahora mismo le estoy haciendo un regalo olvidándome de esta conversación. Porque usted me está ofendiendo de manera muy personal.
El sargento Treakle palideció y dijo:
– Hablaremos luego. Tengo que hacer unas llamadas.
Cuando Gert von Braun se reunió con Dan Applewhite en el aparcamiento, el gesto adusto de su cara le indicó que no era el momento adecuado para hablarle de las infecciones bacterianas que afectaban a las divisiones vecinas, ni para decirle que la epidemia era inminente.
Ella condujo en silencio durante cinco minutos y cuando finalmente habló, dijo:
– ¿Has tenido algún problema personal con Treakle?
– Una vez -dijo Dan Applewhite-. Me dijo que cuando hablaba con los ciudadanos adoptaba una expresión agria y que tenía que mejorar mi actitud. Dijo que estaba seguro de que si iba con él a sus clases de estudios sobre la Biblia podría mejorar mi visión de la vida. Que él había renacido y había sido bautizado en un estanque que hay por ahí, con gente que cantaba en la orilla.
– ¿Te dijo eso?
Dan Applewhite asintió.
– Le dije que yo era unitario. Estoy seguro de que no supo lo que era.
– Yo tampoco lo sé -dijo Gert, y luego agregó-: Tuvimos un sargento como él en la comisaría central. A ese tío empezaron a ocurrirle cosas.
– ¿Qué clase de cosas?
– Especialmente a su coche. Si se olvidaba de cerrado con llave se encontraba una cuerda atada desde su puerta hasta la palanca de luces. O encontraba las esposas de plástico colgando del eje y haciendo ruido mientras conducía. O talco en la rejilla del aire acondicionado. Su uniforme se veía luego como si hubiera quedado atrapado en una ventisca.
– Ésas son cosas de niños -dijo Dan Applewhite.
– Una vez fue secuestrado un camión que llevaba unas bolsas enormes de palomitas de maíz y caramelos a una fiesta de la Cámara de Comercio, lo recuperamos y alguien llenó de palomitas de maíz el coche del sargento. Desde el suelo hasta el techo. Si mirabas a través del parabrisas, lo único que se podía ver dentro eran palomitas.
– Ésas son cosas de niños -repitió Dan Applewhite.
– Luego alguien le dio diez dólares a Skid Row, el vagabundo, para que una noche hiciera un poco de esquí sobre asfalto. El policía que lo hizo tomó prestado un viejo pedazo de chapa de uno de los refugios improvisados donde duermen los vagabundos. Le ató un extremo de la cuerda, y el otro al coche del sargento mientras comía en un restaurante barato. Al vagabundo le había prometido otros diez dólares si aguantaba esquiando durante al menos una manzana. Lo hizo, pero fue bastante grotesco. Saltaban chispas, y el desgraciado gritaba, y casi acaba todo patas arriba. La gente en la calle estaba anonadada y el teléfono del capitán sonaba sin parar al día siguiente. Asuntos Internos investigó a la guardia nocturna durante un mes, pero nunca cogieron al culpable. Lo único que decía el vagabundo era que el hombre que lo había contratado era un policía, y que para él todos los policías se veían iguales cuando estaban de uniforme. Al sargento lo penalizaron con diez días de suspensión por no vigilar su coche.
– Bueno, eso ya no es tan infantil -dijo Dan Applewhite-. Es algo mucho más maduro si logras que un cabrón como ése reciba diez días de suspensión.
Menos de media hora más tarde, el sargento Treakle decidió ocuparse personalmente de una llamada asignada a la unidad 6-X-66. Dan Applewhite gruñó cuando giró y vio que el joven supervisor se detenía frente a un edificio de apartamentos en Thai Town, ocupado en su mayoría por inmigrantes asiáticos.
– Labios de Pollo ha venido a controlarnos -le advirtió a Gert, que estaba llamando a la puerta.
Quien había hecho la llamada era una mujer tailandesa que parecía demasiado vieja para tener una hija de doce años, pero que sí la tenía. La niña estaba llorando cuando los policías llegaron y la madre estaba enfurecida. La tía de la niña, que era diez años más joven que la madre, había estado intentando calmar las cosas. Hablaba un inglés bastante bueno y le traducía a la madre.
El problema había comenzado horas antes, cuando llamaron de la clínica local para informar a la madre de que los accesos de vómito de su hija eran producto de su embarazo incipiente. La madre quería que encontraran y arrestaran al culpable.
Por supuesto, los policías separaron a la niña de la madre, Gert llevó a la niña a una pequeña habitación y hablándole suavemente, le dijo:
– Sécate las lágrimas, cariño. Y no tengas miedo.
La niña, que era toda pómulos y tenía unos labios como de bebé de juguete, había vivido en Los Ángeles desde los ocho años y su inglés era muy bueno. Dejó de sollozar el tiempo suficiente como para decirle a Gert:
– ¿Van a llevarme a un reformatorio?
– Nadie va a llevarte a ninguna parte, cielo -dijo Gert-.
Podemos solucionar todo el asunto. Pero primero tenemos que averiguar quién puso ese bebé dentro de ti.
La niña se secó los ojos y dijo:
– ¿Estoy en apuros? -y comenzó a sollozar otra vez.
– Ya, ya -dijo Gert-. No hay necesidad de hacer eso. Con nosotros no tienes ningún problema. Somos tus amigos.
Entonces sintió que había alguien detrás de ella, se dio la vuelta y vio al sargento Treakle allí de pie, observándolas.
Gert intentó en vano contener un suspiro, y luego le dijo al sargento:
– Me pregunto si le importaría dejar a las mujeres hablar en privado.
El sargento Treakle arqueó una ceja, gruñó y regresó a la cocina, donde Dan Applewhite estaba consiguiendo una lista de probables sospechosos para que los detectives hicieran un seguimiento. La niña no tenía hermanos, pero había tíos, primos y vecinos que eran candidatos posibles.