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El sargento Treakle miró su reloj un par de veces y cuando Gert dejó a la niña en la habitación y regresó a la cocina, preguntó:

– ¿Quién es el padre?

‹-No lo sé -dijo Gert-. Tendrán que hablar con ella los detectives de delitos sexuales.

– ¿Se ha tomado todo ese tiempo y no lo sabe? -dijo el sargento Treakle.

Con la voz fría como una navaja, Gert dijo:

– La niña dice que no sabe cómo ocurrió.

El sargento Treakle soltó una fuerte carcajada y dijo:

– ¿Que no lo sabe?

Conociendo su postura religiosa, Gert von Braun dijo:

– Dígame, sargento Treakle, si el nombre de la niña fuese María y al bebé que lleva dentro lo fueran a llamar Jesús, ¿usted se burlaría? Después de todo, María tampoco supo qué diablos ocurrió. ¿O sí?

Las mandíbulas del sargento se abrieron y cerraron un par de veces pero no alcanzó a decir nada. Comenzó a decirle algo a Dan Applewhite, pero tampoco pudo terminar la frase. Al final abandonó el apartamento y se apresuró hacia su coche para escribir una nota negativa en su informe policial.

Cuando regresaron al coche y se marcharon, Dan Applewhite echó una buena mirada a Gert von Braun. Él era mucho mayor que ella y sabía que su propio aspecto no era gran cosa. Y además parecía incapaz de conservar una esposa durante mucho tiempo, independientemente de cuánto dinero gastara en ella. Pero estaba empezando a tener sentimientos que no había experimentado desde hacía bastante tiempo. A pesar de su tamaño y de su temible reputación, Gert von Braun estaba comenzando a parecerle muy atractiva.

– ¿Qué te parece si paramos en Starbucks, Gert? -dijo impulsivamente. Y luego agregó algo que siempre había parecido interesar a otras compañeras-: Me encantaría comprar un café con leche y unas pastas.

Gert se encogió de hombros.

– No estoy para tomarme una mariconada de café -dijo-, pero no me importaría ir por una hamburguesa.

¡Aquello hizo estremecer las fibras de su corazón! Con una amplia sonrisa, Dan dijo:

– ¡Vale! ¡Marchando una hamburguesa!

– Con cebolla salteada y patatas con queso -agregó Gert.

Esa noche regresó al cajero automático, pero esta vez a uno diferente, que estaba en Hollywood Boulevard. Leonard Stilwell había trabajado con esmero para colocar bien la cinta con el pegamento. No podía quedarse sentado en su habitación esperando a que llegara el miércoles para hacer el trabajo de Alí. Del adelanto que le había dado no le quedaba ni un centavo: parte se lo había fumado y el resto lo había perdido con los malditos Dodgers, después de haber sido tan estúpido como para hacer una apuesta basándose en una publicación deportiva que el noventa por ciento de las veces le había hecho perder.

A pesar de que al principio albergó ciertas dudas y algún temor por la cantidad de policía que había visto en los alrededores del Kodak Center, la zona ofrecía la atracción irresistible de todos esos estúpidos turistas, así que después de estudiar cuidadosamente la situación decidió que había un cajero que no era tan peligroso como los otros porque estaba ubicado en una esquina oscura y le proporcionaba una salida fácil hacia la calle residencial donde iba a aparcar su viejo Honda, que estaba a varias calles de allí. Ahora estaba observando ese cajero automático y a varios asiáticos que iban con cámaras colgadas de sus cuellos, ya casi lastimados por el peso. No le iban a servir para nada a menos que hablaran el suficiente inglés como para poder aceptar su «ayuda».

El turista que finalmente se detuvo ante el cajero era exactamente el que Leonard quería. El hombre tenía por lo menos setenta años, y su mujer debía de tener la misma edad. Llevaba una bolsa de una de las tiendas de souvenirs que estaba en el bulevar, y la mujer otra similar. Vestían pantalones cortos y zapatillas deportivas, y sus gorras tenían prendidas por todas partes insignias del tour de la Universal Studios, de Disneylandia y de Knott's Berry Farm. La camiseta recién comprada de ella llevaba estampado a la espalda «Películas para mí». Sólo con verlos se imaginó llenándose los pulmones de humo celestial.

El hombre introdujo la tarjeta en la ranura, pero no pasó nada. Marcó su número secreto y miró a su mujer. Luego miró alrededor como si estuviera buscando ayuda, justo en el momento en que un hombre más joven, con el pelo del color de una calabaza madura, un montón de pecas y una sonrisa amigable se acercaba al cajero con su propia tarjeta en la mano.

– ¿Ya ha acabado de hacer su transacción, señor? -preguntó Leonard.

– Hay algo que no va bien en la máquina -dijo el turista-. Mi tarjeta se ha quedado dentro, y el maldito cajero no funciona.

– Vaya -dijo Leonard, tan melosamente como pudo-. A mí también me ha ocurrido antes. ¿Le importa si pruebo?

– Sírvase, joven -dijo el turista-. Le aseguro que no quisiera tener que llamar a mi banco y cancelar la tarjeta. No ahora, que acabamos de llegar a Hollywood.

– No se preocupe -dijo Leonard-. Vamos a ver.

Se adelantó, colocó los dedos en las teclas de «borrar» y «cancelar» y dijo:

– Una vez me explicaron el truco, es así: usted introduce su clave secreta al mismo tiempo que mantiene presionado «cancelar» y «continuar». Eso debería hacer que la tarjeta saliera. ¿Quiere intentarlo?

– Claro -dijo el turista-. Vamos a ver… ¿Cuáles son las dos teclas que tengo que mantener presionadas?

– Éstas, pero déjeme que le ayude -dijo Leonard-. Yo presionaré las dos teclas, y usted solamente introduzca su código secreto.

– Yo presionaré las dos teclas -dijo una voz profunda detrás de Leonard.

Se dio la vuelta y vio a un hombre que tendría su misma edad, un tipo alto y musculoso que lo miraba directo a los ojos. La nuez de Adán de Leonard se movió de arriba abajo.

– Éste es mi hijo -dijo el turista-. El cajero no va bien, Wendell. Este señor está ayudándonos.

– Es muy amable de su parte -dijo Wendell, pero no dejó de mirar fijamente a los ojos azules y acuosos de Leonard ni un instante.

– Vamos, introduzca su clave -dijo Leonard, pero no se atrevió a mirar el teclado. De hecho, exageró el gesto de mirar hacia otra parte.

– Nada -dijo el turista-. No se ha movido ni una maldita cosa.

– Bueno, supongo que tendrá que cancelarla -dijo Leonard-. Pero había que intentarlo. Lamento no haber podido ayudarle.

Cuando se estaba yendo, oyó que la mujer decía:

– ¿Ves, Wendell? Hay mucha gente buena y muy amable en Hollywood.

Leonard sintió ganas de llorar cuando ya había caminado varias calles en dirección a su coche. Necesitaba crack con tanta urgencia que no podía pensar en nada más. Ni siquiera tenía hambre, aunque llevaba dos días sin probar una comida como Dios manda. Además había un coche de policía aparcado detrás del suyo con las luces encendidas, ¡y dos policías que estaban poniéndole una jodida multa!

– ¿Es éste su coche? -le preguntó Flotsam cuando Leonard se acercó con las llaves en la mano.

– Sí, ¿sucede algo malo? -dijo Leonard.

– ¿Algo malo? -dijo Jetsam-. ¿Por qué no mira dónde ha aparcado?

Leonard caminó hacia el frente del coche y vio que había aparcado en medio de la estrecha entrada de pavimento de una vieja casa de dos plantas que estaba encajada entre dos edificios nuevos. No había visto la entrada cuando aparcó, ni siquiera después de haber estado dando vueltas durante veinte minutos buscando un sitio donde estacionar en el que no fueran a ponerle una maldita multa como ésa.

– ¡Vamos, hombre! -dijo Leonard-. Ahora estoy sin trabajo. Pero incluso si tuviese algo de dinero no iba a dejarles mi coche a esos imbéciles espaldas mojadas del aparcamiento. Seguro que lo estrellarían en marcha atrás directamente contra la riñonera del primer turista idiota que acortara camino por el aparcamiento, ¿y luego qué?