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En la última llamada que atendieron juntos, Ronnie y Bix se hallaban en la cocina de un chalé de estuco blanco de ochenta años y techos de teja española, escuchando las quejas de una inmigrante salvadoreña entrada en años cuyos hijos no iban a visitarla desde hacía tres meses. Su inglés era lo suficientemente bueno como para que llegaran a entender que el vecino de al lado le estaba haciendo la vida imposible con sus frecuentes subastas en el garaje, las cuales atraían gentuza que arrojaba basura en su propiedad y orinaba en la entrada de su casa a plena luz del día.

Cuando la mujer hizo una pausa para ir a atender el teléfono, que estaba en su habitación, Bix se sirvió un vaso de agua. En la esquina divisó un ratón atrapado en una trampa de pegamento. El ratón, que había quedado firmemente cogido por la barriga y las patas, miró hacia arriba con una mirada que era a la vez temerosa y triste, como si la criaturilla supiese que no tenía esperanza.

Ronnie oyó que Bix le decía al ratón:

– Lo siento, amigo. Te ayudaría si pudiese, pero ni siquiera puedo ayudarme a mí mismo.

Cuando la mujer salvadoreña regresó a la cocina, cogió la trampa y ahogó al roedor en un cubo de agua que guardaba en el pórtico de atrás. Luego continuó recitándoles las muchas quejas que tenía de sus vecinos.

Tras acabar aquella visita, Bix dijo:

– Volvamos a la oficina y consigamos otro coche. Creo que deberíamos separarnos y ocuparnos de todas las denuncias que podamos durante lo que queda del día. Tenemos mucho trabajo atrasado.

Ronnie estuvo de acuerdo, pero no pudo evitar preguntarse qué había querido decir realmente Bix cuando le había dicho aquello al sentenciado ratón.

En los últimos años, la calle Alvarado, de la División Rampart, se había convertido en algo parecido a una calle comercial de Tijuana. La mayoría de las tiendas y establecimientos comerciales exhibían las mercancías desparramadas sobre el pavimento, y las aceras estaban atestadas de peatones hispanoparlantes durante la mayor parte de la mañana y hasta bien avanzada la tarde. Los espectáculos, los sonidos y olores que allí había provenían del otro lado de la línea imaginaria que marca la frontera sur de Estados Unidos.

Había una farmacia muy particular en ese vecindario, a la que Alí Aziz acudía a menudo desde el n de septiembre, cuando tuvo que dejar de hacer sus, viajes a Tijuana.

Antes de la catástrofe había descubierto que valía la pena hacer un viaje cruzando la frontera internacional para conseguir todas las drogas con receta que sus bailarinas necesitaban: productos dietéticos, tranquilizantes y estimulantes. Pero tras el 11-S se hartó de que lo enviaran a la segunda zona de inspección cada vez que regresaba, y de que lo sometieran a interrogatorios y pesquisas en cuanto respondía a la pregunta acerca de su origen.

La última vez, unos agentes de aduana estadounidenses le confiscaron los medicamentos que había comprado en Tijuana. Enseguida dudaron de la autenticidad de las recetas, hechas in situ por médicos de Tijuana que trabajaban en convivencia con las farmacias de la zona. Después de aquello, Alí habló con sus empleados mexicanos y lo enviaron a la farmacia de la calle Alvarado. El dueño se llamaba Jaime Salgando, y le vendía cualquier cosa sin necesidad de receta, aunque por el triple de lo que le hubiese cobrado una farmacia legal. Para obtener las prescripciones, todo su cuerpo de bailarinas hubiera tenido que visitar a médicos muy caros, y Alí no quería pagarlos, especialmente porque ellos nunca iban a recetar la gran cantidad de drogas que las bailarinas pedían.

Hasta entonces, Jaime Salgando nunca había rechazado a Alí, pero aquel día se pondría a prueba la lealtad del farmacéutico y su propia codicia. Alí sólo llevaba consigo una cápsula que había robado del botiquín de su antigua casa en Mount Olympus. La había robado el día que sacó su ropa y sus objetos personales bajo el humillante escrutinio de un guardia de seguridad que Margot había contratado para controlar que se llevase únicamente lo que habían acordado por medio de sus respectivos abogados.

En un momento en que el guardia no lo miraba, Alí había cogido del frasco de somníferos de Margot una cápsula de color magenta y turquesa de cincuenta miligramos. Eso sucedió poco después de que leyera un artículo en un periódico árabe sobre un rico egipcio que había sido arrestado por intentar envenenar a su hermano mayor alterando su medicación para dormir. Aquel medicamento era el único que Margot usaba para su insomnio ocasional, y se lo había recetado su doctor de Los Ángeles Oeste. Alí sabía que ella nunca había tomado más de una cápsula en cada toma, a lo sumo una o dos veces por semana y casi siempre por las noches, cuando decía estar estresada. El frasco contenía treinta cápsulas, y ella lo reemplazaba más o menos cada cuatro meses.

Estaba muy asustado cuando abrió el armario de los medicamentos y cogió la cápsula para guardarla en su bolsillo. Pero tener aquella cápsula todos esos meses había fortalecido su confianza y mitigado su rabia y su frustración con respeto al sistema de justicia americano y a las mujeres americanas, que sabían cómo manejar a su antojo ese sistema. Tener aquella cápsula lo hacía sentir menos impotente mientras la caótica maquinaria legal lo humillaba. La cápsula le recordaba que tenía el poder de acabar con todo aquello si las cosas se volvían intolerables, si ella le hacía temer por la seguridad de su hijo.

Cuando Alí entró en la farmacia había unos doce latinos. La joven de la caja registradora del frente le dijo algo en español y sonrió. Alí no comprendió, pero sonrió también y señaló al farmacéutico que estaba en el fondo de la tienda.

Se alegró de ver que sólo había dos clientes esperando para pedir sus medicamentos. Se sentó en una silla rodeada de estantes repletos de frascos de vitaminas y hierbas, y esperó. Cuando la segunda mujer pagó sus medicamentos, él se adelantó hacia el mostrador y sonrió a Jaime Salgando, un mexicano de sesenta años, medio calvo, con los párpados caídos, un delgado bigote grisáceo y un aire de total seguridad.

Con un ligero acento español, el farmacéutico le dijo, sonriendo:

– ¡Alí! ¿Dónde has estado escondiéndote?

– Hola, hermano Jaime -contestó Alí con una falsa sonrisa.

Se estrecharon la mano y Jaime dijo:

– ¿Cual es el problema? ¿Necesitas más Viagra para seguirles el tranquillo a todas esas bellas empleadas que se pelean para llevarte a la cama?

– Ojalá -dijo Alí, manteniendo la sonrisa.

– Creo que tengo todo lo que puedes necesitar -dijo Jaime Salgando-. ¿Cómo puedo ayudarte, amigo mío?

Alí le pasó una lista de los medicamentos habituales: píldoras de dieta para Tex y ansiolíticos para Jasmine. Pero como Margot siempre conseguía sus medicinas en una farmacia cercana al consultorio de su doctor particular, el farmacéutico no sabía lo que ella necesitaba, así que Alí pidió un somnífero específico de cincuenta miligramos, supuestamente para Goldie.

Cuando Alí le dio la lista a Jaime, el farmacéutico dijo:

– ¿Goldie ha cambiado de medicación?

Alí se encogió de hombros y respondió:

– No me he fijado. ¿Tienes eso?

– Sí -dijo el farmacéutico-. ¿Y tú cómo lo llevas, Alí? ¿Estás bien de salud?

– Muy bien -dijo Alí.

Mientras el farmacéutico buscaba los medicamentos, Alí dijo: