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– ¿Qué tal va el negocio, hermano?

– No tan bien como el tuyo, Alí. Y además mis empleadas no tienen tan buen aspecto como las tuyas.

Jaime había disfrutado de dos citas con Tex, como pago de Alí Aziz por los servicios de farmacia prestados. Alí le dijo:

– Tex te echa de menos. ¿Cuándo vendrás de nuevo a verla, Jaime?

El hombre suspiró y dijo:

– La próxima vez tendré que doblar la dosis de Viagra. Una píldora no es suficiente cuando estoy con esa chica.

Alí forzó una carcajada que sonó más nerviosa de lo que le habría gustado, y dijo:

– Tú me dices cuándo, hermano. Ella está allí disponible para ti.

– A mi edad es agradable saberlo -dijo Jaime.

Cuando Jaime completó el pedido, Alí le pagó y le dijo:

– Jaime, tengo un problema terrible, y voy a necesitar tu ayuda.

– Para eso estoy aquí -dijo Jaime.

– Necesito una cápsula de veneno. De cincuenta miligramos.

– ¿Para qué? -preguntó el farmacéutico, perplejo.

– Tengo que matar a un perro. Tengo que ponerle veneno en la comida.

– ¿Qué perro?

– El vecino ruso que tengo en Mount Olympus es muy rico. Es un gánster muy malvado, y tiene un gran perro de cincuenta kilos. El perro es un asesino. La semana pasada casi mata a mi Nicky. ¡A mi hijo! El ama de llaves se lo llevó dentro de la casa justo a tiempo. Más tarde fui a ver al ruso, pero me mandó al diablo.

– ¿Llamaste a Control de Animales? ¿O a la policía?

– No, ese ruso me da miedo. Es un hombre muy peligroso. Todos los vecinos le tienen miedo, a él y a su perro. Nos reunimos todos, y acordamos que deberíamos envenenar a su perro. La próxima vez que el perro salga, lo envenenaremos. El ruso nunca debe saber quién lo hizo.

– No sé, Alí… -dijo Jaime-. No es una buena idea.

– ¿Has leído algo sobre esos sicarios rusos que secuestran y matan gente en la ciudad de Los Ángeles? Está relacionado con ellos. Ese hombre es peligroso. Ahora su casa está en venta, pronto se mudará, si Dios quiere. Todos le tememos, pero ahora mismo nos asusta más su perro. Por favor, ayúdanos.

– Pero eso es un delito.

– Todo es delito en esta maldita ciudad -dijo Alí.

– Sí, pero esto es diferente. Mis drogas son para ayudar, no para matar.

– Fue idea de uno de mis vecinos. Le metemos la cápsula en una albóndiga y listo. No me importa qué clase de veneno sea.

– ¿Y por qué me has dicho que tiene que ser de cincuenta miligramos?

– Mi vecino piensa que se necesitan cincuenta miligramos de esa cosa que le ponen a los pesticidas para matar a un perro tan grande. Y que lo haga rápido, para que no sufra. No queremos ser crueles.

– Creo que tu vecino puede estar refiriéndose a la estricnina -dijo el farmacéutico-. Cuando yo trabajaba en un rancho, en México, solíamos poner esos cebos a los coyotes pero los matábamos con menos de cincuenta miligramos de estricnina. Mucho menos.

– El perro del ruso es dos veces más grande que un coyote, quizá tres -dijo Alí.

– No sé, no estoy seguro… -dijo Jaime Salgando.

Alí estaba preparado para su reacción. Colocó cinco billetes de cien dólares encima del mostrador y dijo:

– Por favor, hermano, hazlo por mí. ¿Te acuerdas de Goldie? ¿La bailarina rubia, como de la altura de Tex? Te organizaré una cita con Tex y Goldie. Las dos a la vez. Nunca lo olvidarás. ¡Vas a necesitar muchísimo Viagra!

Alí sintió que le temblaba la perilla, pero trató de mantener su taimada sonrisa mientras Jaime Salgando meditaba el asunto. Entonces el farmacéutico dijo:

– Tengo que pedirle lo que necesitas a un proveedor que conozco. Te lo llevaré al club el jueves por la tarde, a las ocho en punto.

– Eso está bien, hermano -dijo Alí-. Pero por favor, asegúrate: una cápsula pequeña, que podamos meter en una albóndiga. He visto que ese ruso muchas veces le da con la mano pequeñas albóndigas rusas.

– Le diré a mi amigo lo que se necesita para el cebo -dijo el farmacéutico.

– ¿Cuándo quieres tu triángulo amoroso, hermano?

– El sábado por la tarde -dijo el farmacéutico. Y luego añadió-: Nadie debe enterarse de esto nunca, Alí.

– No -dijo Alí-. Nadie debe saberlo nunca, ¡o ese ruso me matará! Y gracias, hermano, gracias. ¡Has salvado la vida de mi hijo!

– El jueves te llevaré tu pedido -dijo Jaime-. A la Sala Leopardo.

Simulando una despedida despreocupada, Alí dijo:

– ¡Sí, mi hermano! ¡Y Tex llevará puesto su sombrero y sus botas de vaquero para ti el sábado por la noche, te lo prometo!

Cuando Alí se subió al coche rompió la bolsa de papel y se tranquilizó al ver que las pastillas para dormir de Goldie eran idénticas a la cápsula turquesa y magenta que llevaba en el bolsillo. Le había costado casi doscientos dólares asegurarse de que el fabricante de las pastillas de Margot no había cambiado el color ni el tamaño de la cápsula en los últimos meses. Era probable que tuviese que colocar algunas cápsulas de más en el frasco, para que las cosas no sucedieran tan rápido. Quería que ella muriese sólo cuando él estuviera listo, y no antes.

De vuelta desde la calle Alvarado hasta Hollywood, Alí comenzó a inquietarse con respecto a Jaime Salgando. Pero cuanto más cerca estaba de Hollywood, más le parecía que sus miedos eran irracionales. Si su mujer iba a morir al cabo de tres meses, ¿por qué la muerte no iba a ser considerada un suicidio a causa de su romance con ese nuevo novio suyo, quienquiera que fuese? O, si había sospechas de homicidio, ¿por qué no iba a ser el nuevo novio el objeto de la investigación? Quién sabe qué intrigas podrían haber estado tramando él y Margot. La policía podía conjeturar que ella había amenazado con abandonarlo, y que él se estaba vengando. El blanco de la investigación policial iba a ser el cerdo de su novio, no él.

Incluso el escenario que más le asustaba parecía desmoronarse cuando lo miraba con valor y racionalidad: el temor de que a Jaime Salgando pudiera darle un terrible ataque de mala conciencia cristiana e informase a la policía de que, en un día caluroso de verano, él había suministrado a Alí Aziz cincuenta miligramos de veneno, supuestamente para matar a un perro. Pero ése era el miedo más tonto de todos. Si Jaime hacía una cosa así, ¿qué sucedería con su licencia, con su negocio, con su vida entera? Jaime había aceptado dinero de Alí durante años, y le había dispensado drogas para las bailarinas de la Sala Leopardo de manera ilegal. Jaime, el padre y abuelo cariñoso, se había acostado con varias de esas bailarinas a quienes suministraba medicamentos de manera ilegal. ¿Y cómo iba a poder probar que le había dado a Alí cincuenta miligramos de veneno? No, Jaime Salgando había cometido demasiados delitos detrás del mostrador de su farmacia. Era la menor de las preocupaciones de Alí Aziz.

Su mayor preocupación era ganar la custodia legal de Nicky una vez que Margot fuera hallada muerta. Alí sabía que su familia, esa gente insignificante de Bartow, California, iba a pelear por la custodia para tener controlado a su nieto, el heredero de la fortuna de Margot. O más bien, de la mitad de la fortuna de Alí, las riquezas que la muy perra le había robado por medio de todas sus artimañas. Y a decir verdad, él les habría permitido quedarse con cada una de las cosas que ella le había robado, con todo lo que poseía, si renunciaran a entablar una batalla legal por la custodia de Nicky. Lo único que Alí Aziz quería era a su hijo.

Cuando Alí entró en la Sala Leopardo aquella tarde se dirigió a su despacho y cerró la puerta con llave. Se sentó a su mesa, encendió la lamparilla, se secó las manos en la camisa y se bebió un trago de Jack Daniels para serenarse. Le pareció absolutamente asombroso que, a pesar de sus temores, la idea de que pronto tendría la cápsula mortífera le hiciera sentirse tan poderoso. Tendría el poder de la vida y la muerte. Con el inesperado regalo de los medicamentos que iba a brindarles a sus bailarinas, se sentía con derecho a que le hicieran mamadas especiales sin ninguna queja. Decidió llamar a una de las chicas a su despacho. Esta vez no iba a necesitar Viagra. Hoy no.