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El turno de diez horas de servicio de Ronnie y Bix Rumstead -sin contar la media hora para comer estipulada en el código 7- iba a terminar a las ocho en punto de esa tarde. Pero cuando Ronnie firmó su salida, Bix aún no había regresado. Ella lo había llamado al móvil dos veces, pero no había podido dar con él. Estaba tan preocupada que estaba a punto de decírselo al sargento antes de marcharse a una reunión con el Comité de Pintadas. Entonces sonó su móvil.

– Soy yo -dijo Bix cuando ella respondió.

– Estaba empezando a preocuparme -dijo ella.

– Lo siento -dijo él-. Me lié.

A Ronnie le pareció detectar algo raro en su modo de hablar, pero esperaba equivocarse.

– ¿Vienes para aquí? -replicó.

– Firma por mí la salida, ¿quieres? Regresaré más tarde para devolver el coche.

Ahora estaba segura.

– ¿Por qué no voy dónde estás tú? -dijo ella-. Podríamos comer algo.

– No, voy a ir por una hamburguesa con un policía que conozco de cuando trabajaba en Hollywood Norte. Sólo firma mi salida. Volveré pronto.

Y ahí acabó la conversación. Si se hubiera tratado de otro, y no de Bix, Ronnie no habría accedido, siendo nueva como era en la Oficina de Relaciones con la Comunidad. Pensó en hablar del tema con alguno de los otros cuervos, pero no lo hizo. Bix le caía tan bien como cualquier otro policía que hubiera conocido en la comisaría Hollywood. Esa tarde, cuando firmó su salida y la de Bix, estaba muy nerviosa y más que preocupada. Sabía que iba a pasar una noche inquieta, pensando en la posibilidad de que Bix tuviera un accidente con el coche del LAPD por conducir «bajo ciertos efectos».

Esa tarde hubo un incidente al sudeste de Hollywood que involucró a más de cincuenta hombres filipinos y mexicanos. Se habían reunido en un almacén que cerraba sus puertas a las seis de la tarde, pero uno de los empleados, en connivencia con los demás hombres que trabajaban en el almacén, había dejado abierta la puerta trasera. Una de las alas de almacenamiento había sido acordonada, y los trabajadores tatuados que llevaban camisetas de la empresa y que tenían pinta de maltratadores, bebían cerveza y tequila mientras se reunían alrededor de un foso de pelea hecho de madera laminada, que habían clavado allí de manera provisional para que hiciera las veces de escenario del grotesco espectáculo que estaba a punto de empezar.

Llegaron varios camiones, y muy pronto el depósito se llenó de jaulas de metal que fueron apiladas contra la pared. Cada una de las doce cajas contenía un gallo de pelea, y las aves chillaban aterrorizadas por la conmoción. Desde un equipo de sonido portátil resonaban canciones mexicanas, y las voces de los bebedores gritaban apuestas en español, tagalo y spanglish antes de preparar a las aves para las sangrientas peleas a muerte, que estaban programadas para las ocho y media.

Todo podría haberse desarrollado como estaba previsto de no ser por un joven operador de montacargas mexicano llamado Raúl, que cometió el error de decirle a su mujer que esa tarde iba a estar ocupado y que llegaría tarde a casa. Carolina, una chica americano-mexicana nacida y criada al este de Los Ángeles, le preguntó:

– ¿Ocupado en qué?

– No puedo decírtelo -dijo él.

– ¿Cómo que no puedes decírmelo?

– Lo he jurado, es un secreto.

– Será mejor que rompas tu juramento, tío -dijo ella-. Quiero saber adónde vas.

Siempre sucedía lo mismo. El operador había deseado mil veces haberse casado con una auténtica mexicana. Aquellas chicas mestizas que parecían cocos, con un blanco lechoso dentro, no eran más que gringas latosas con nombres hispanos.

– Les he hecho una promesa a mis amigos -dijo él.

– Creo que vas a visitar a tu antigua amante -dijo ella-. Esa puta de Rosa, la de las grandes chichis. Bien, pues ya puedes olvidarlo.

El hombre se sentó en una silla de la cocina, bajó la cabeza y se rindió, como hacía siempre, y le dijo la verdad:

– Hemos organizado una pelea de gallos en el almacén.

– ¿Una pelea de gallos? -dijo Carolina-. ¿Quieres decir que los bichos van a matarse los unos a los otros? ¿Esa clase de pelea de gallos?

– Sí -dijo él-. Pero yo sólo voy a apostar veinte dólares. Nada más.

– Tú no vas a apostar un carajo -dijo ella-. Porque no vas a ir a ninguna pelea de gallos. En este estado va contra la ley, por si no lo sabes.

– ¡Van a ir todos mis amigos, Carolina! -rogó él.

– Si sales por esa puerta, llamaré a la policía y les contaré lo de la pelea -dijo ella-. ¡Es algo cruel y asqueroso!

El marido entró en el dormitorio y dio un portazo. Diez minutos más tarde, mientras todavía estaba allí haciendo pucheros, su mujer cogió el teléfono y, sin hacer ruido, llamó a la policía.

Una hora antes de que empezase la pelea de las ocho y media, el asistente del jefe de la guardia de la comisaría Hollywood había organizado a la carrera una redada sorpresa. Se asignaron tres unidades de patrulla de la segunda división y dos de la quinta, acompañadas por los dos equipos de policías de Antivicio, que estuvieron disponibles a pesar del escaso tiempo que tuvieron para reaccionar. Una pareja de empleados de Control de Animales iban a ser enviados junto con los agentes del LAPD treinta minutos después de comenzada la redada, para que confiscaran los gallos de pelea. Todos esperaban empapelar a los organizadores del evento. Según el código vigente los delitos de crueldad con animales estaban penalizados con una multa de veinte mil dólares y/o un año en la prisión del condado.

Los agentes encargados de la Guardia 5 eran Cat Song y Gil Ponce, junto con Dan Applewhite y Gert von Braun. La mayoría de los policías creían que iba a ser una misión interesante. No había habido muchas redadas en peleas de gallos organizadas por allí, en pleno corazón de la ciudad, y ninguno de ellos había visto nunca un ave de pelea.

De camino al aparcamiento del punto de reunión policial, desde donde irían hasta el aparcamiento del almacén, Gert von Braun le hizo una sorprendente confesión a Dan Applewhite.

– Las aves para mí son como serpientes con alas. Sólo pensar en esos gallos me da impresión.

Dan «Día del Juicio Final» estaba perplejo. Creía que Gert von Braun no le tenía miedo a nada. ¡En ese momento dejó de parecerle una enorme e intimidatoria mujer policía siempre enfadada, y le pareció tan sólo una chica dulce y vulnerable!

Fue muy tierno cuando le dijo:

– No te preocupes, Gert. Si algo va mal con esas aves asesinas, yo cuidaré de ti. Un verano, cuando yo era niño y vivía en Chino, California, trabajé en una granja de gallinas seleccionando huevos. Un vaquero de gallinas, eso es lo que soy. Tú quédate detrás de mí y ocúpate de los mexicanos y los filipinos borrachos, yo me encargaré del resto.

– Oh, sí -dijo ella-, ya puedo verte allí con tu aerosol de pimienta y diciéndole a un gallo loco con patas como cuchillas: «¡Vamos, cerebro de pájaro, ven aquí!». Seguro que sí, mi héroe.

Cuando llegaron al punto de reunión los policías apagaron sus sirenas y se bajaron para hablar. Fue entonces cuando se enteraron del horrible giro que habían dado los acontecimientos: el sargento que tenía que dirigir la redada no estaba disponible, de manera que había sido reemplazado por un sargento de patrulla de la guardia nocturna.

– ¡Labios de Pollo Treakle! -gimió Cat Song, cuando oyó la noticia.

– Una elección apropiada, considerando la naturaleza del evento -comentó el joven Gil Ponce.

– Va a encontrar la manera de joderlo todo -dijo Gert von Braun-. Si es que un gallo de pelea puede llegar a estar más jodido de lo que ya está.

– Y que lo digas -corroboró Dan «Día del Juicio Final»-. ¡Treakle al mando! Me dan ganas de tener un repentino ataque de dolor de espalda.