Выбрать главу

Y para empeorar las cosas, el sargento Treakle alumbró a los policías con el rayo de su nueva minilinterna hasta que divisó a sus agentes de la Guardia 5. Luego se acercó a Dan Applewhite, y dijo:

– Entraré contigo y con Von Braun.

– Sargento, ¿no prefiere ir en su propio coche, por si necesitamos tiendas extras para transportar prisioneros? -dijo Gert.

– No, Von Braun -dijo él secamente-. Quiero que me deje a cincuenta metros del aparcamiento para poder hacer un reconocimiento rápido antes de que dé la orden de ataque desde mi Rover.

El sargento Treakle estaba especialmente nervioso. Se untaba obsesivamente la boca con crema para los labios, pero cuando lo hacía se daba la vuelta, como si estuviese esnifando coca.

– ¿Para qué necesita humedecerse los labios? ¡Si no tiene! -le susurró Dan Applewhite a Gert.

Un policía latino, con barba, una camiseta de trabajo de Ace Hardware y unos vaqueros con las rodillas agujereadas, dijo:

– ¿No sería mejor que el reconocimiento lo hiciera yo, sargento? Su uniforme es un tanto evidente.

– Gracias por el dato -dijo Treakle con frialdad-. Me las arreglaré.

– Está bien -dijo el policía-, pero espero que esta maniobra no se eche a perder. -Miró a los demás policías, que permanecían en silencio, y dijo-: ¡O quedaremos como unas gallinas! ¡Gallinas!

Los demás se rieron a carcajadas, y el sargento Treakle anotó mentalmente que no debía olvidarse de averiguar el nombre de aquel policía tan listillo. Miró su reloj y dijo:

– Applewhite y Von Braun, ¡al ataque!

– ¿Al ataque? -dijo el policía de Antivicio, cuando Treakle se fue-. ¡Dios mío, ese ratón de pelea cree que está en el vuelo 93 de United Airlines!

Otra unidad de la guardia nocturna, que no había sido asignada para la redada, estaba por casualidad cerca de la zona en aquel momento, y había escuchado las comunicaciones por radio. Conducía Jetsam, y Flotsam, que había tenido una mañana agotadora en Malibú y tenía un hombro lesionado, iba de acompañante. Estaba relatándole todo el asunto a su compañero.

– Tío, estaba entrando en una ola buenísima cuando me caí -le dijo.

– ¿Derrapaste por completo dentro del túnel? -preguntó Jetsam.

– Giré en redondo, tío. La nariz quedó vertical y yo horizontal, y la tabla cortó la correa y salió catapultada por los aires. Y estoy hablando de mi submarino. Verás, esta mañana había sacado mi vieja tabla larga, y ¡ahí estaba yo esperando que me cayeran encima tres metros de cristal, como una bala de cañón!

– Mierda, ¿por qué siempre hay buenas olas cada vez que tengo que ir al dentista o algo así? -dijo Jetsam.

– Lo peor es que tragué como dos litros de espuma, y cuando estoy allí tosiendo y escupiendo, ¿qué pasa? Que llega una tía buenísima con un bikini blanco y me dice: «¿Estás bien?». La miro y veo a la tía más increíble que he visto nunca en Malibú. ¿Recuerdas a esa chica que vimos en ese fiestón de medianoche el mes pasado? ¿La que saltaba por encima de la fogata sin nada arriba, con una botella de tequila en cada mano? ¿Te acuerdas?

– ¿Estás diciéndome que la tía que viste estaba tan buena como ésa?

– De lujo, tío. Primera categoría.

– ¿Le pediste el teléfono?

– Tío, apenas podía respirar. Estaba todo jodido, ahogándome. Y luego sentí como que los gofres de IHop se me venían a la garganta.

– ¡Ay, no! -dijo Jetsam-. ¿Vomitaste?

– Lo lancé todo -dijo Flotsam, moviendo la cabeza-. Un asco.

– ¡No me cuentes más! -gritó Jetsam, pero quería seguir escuchando.

– Tío, le vomité todo encima. Gritó, salió corriendo para lavarse aquella porquería, y no volví a verla. Estaba taaaaan deprimido.

– Colega -dijo Jetsam con suavidad -, ésa es una de las historias más tristes que he oído nunca.

Cat Song y Gil Ponce eran el último equipo que estaba saliendo del aparcamiento del punto de reunión cuando llegó la unidad 6-X-46 y les hizo señales con las luces.

Jetsam acercó el coche patrulla al otro, situándolo en la dirección opuesta, y dijo:

– Ya ha empezado el juego, ¿eh?

– Sí, y tenemos que irnos ya -dijo Cat-. Treakle está al mando.

– Ay, mierda -dijo Jetsam-. Lo lamento por vosotros.

Flotsam contempló el viejo blanco y negro que estaba aparcado y dijo:

– ¿A qué supervisor le pertenece ese pedazo de mierda?

– A Labios de Pollo -dijo Cat-. Está en una misión de reconocimiento, echando un vistazo al objetivo. No podemos hablar ahora, tenemos que irnos.

– Nos vemos luego -dijo Jetsam, mientras Cat se alejaba para seguir a la caravana de unidades policiales que se disponían a abalanzarse hacia el aparcamiento del almacén.

Flotsam se masajeó el hombro herido mientras Jetsam cambiaba de la frecuencia de base a la de táctica, justo a tiempo para, oír al sargento Treakle, cuya voz sonaba muy aguda a través de las ondas de radio.

– ¡A todas las unidades, diríjanse hacia el objetivo! -dijo Treakle, escupiendo dentro de su Rover-. ¡Diríjanse todas al objetivo!

– Se emociona bastante por un montón de pollos, ¿no? -dijo Jetsam.

– Apuesto a que ese tío tiene tetas de mujer -dijo Flotsam-. Vamos por un burrito.

Mientras los policías surfistas estaban sentados dentro de su coche en Sunset Boulevard disfrutando de su comida Tex Mex, un coche de la Oficina de Relaciones con la Comunidad subía colina arriba hacia Mount Olympus y giraba en la entrada de la casa de Margot Aziz. El conductor se bajó del coche, pero no cerró la puerta. Tenía la intención de volver a subirse, pero finalmente no lo hizo. Entonces cerró la puerta sin hacer ruido, caminó hasta la puerta principal de la casa y tocó el timbre. Oyó pasos dentro, en el recibidor de suelo de mármol, y supo que ella estaba mirando por la mirilla enmarcada en bronce.

Cuando se abrió la puerta ella le lanzó los brazos al cuello y lo besó varias veces en la boca, en las mejillas y en el cuello, mientras él intentaba apartarla. Los ojos de ella se veían brillantes y húmedos bajo la luz de la luna, y tenía algunas gotitas pegadas a las pestañas. Él sintió la humedad en sus mejillas, y pudo sentir su sabor cuando ella lo besó, pero se preguntó por qué sus lágrimas no eran saladas.

– Tenía miedo de que no vinieras -dijo ella-. Tenía miedo de que no volvieras nunca. Hoy te dejé cuatro mensajes en el móvil.

– Tienes que dejar de hacer eso, Margot -dijo Bix Rumstead-. Podría ser que mi compañera descolgase alguna vez.

– ¡Pero no te he visto desde hace veintinueve días y veintinueve noches!

Lo atrajo hacia el recibidor y cerró la puerta. Quería olerle el aliento para ver si había bebido, pero él se resistió otra vez cuando ella intentó besarlo de nuevo.

– No puedo quedarme, Margot -dijo-. He venido en un coche de policía. Tengo que devolverlo a la comisaría.

– Pues hazlo y vuelve pronto -dijo ella-. Te prepararé algo de cenar.

– No puedo -dijo él-. Sólo pasé para decirte que tienes que dejar de llamarme. Vas a meterme en problemas.

– ¿Problemas, Bix? -dijo ella-. ¿Problemas? Yo soy la que tiene el problema. Estoy locamente enamorada de ti. No puedo dormir, no puedo pensar. Tú y yo tenemos algo, Bix, y no puedes echarlo por la borda. Ya casi estoy libre de Alí, falta muy poco. Y entonces seré toda tuya. ¡Yo y todo lo que tengo!

– No puedo. Yo también me estoy volviendo loco de tanto pensar en ti. Pienso en ti, en mi familia… No, no te convengo. No somos buenos el uno para el otro.

– Tú eres el mejor hombre que he conocido nunca -dijo ella, y luego se apretó contra su placa y lo estrechó con fuerza con ambos brazos.

– Tengo que irme -dijo él otra vez, pero ya no se apartaba de ella.

– He intentado ser paciente -dijo ella-. Lo único que me ha sostenido es saber que tu familia se ha ido a visitar a tus parientes políticos hace dos días. Mira, he marcado mi calendario, Bix. Tú eres lo único en lo que pienso. Soy egoísta. Te quiero aquí conmigo todas las noches mientras ellos estén fuera. Quiero tener la oportunidad de convencerte de lo bien que estamos juntos.