Capítulo 13
Al día siguiente, dos cuervos que patrullaban en Hollywood Sur estaban preocupados por Bix Rumstead, pero ninguno estaba al corriente de la preocupación del otro. Ronnie quería saber si Bix había flaqueado y había bebido durante las horas de servicio la noche anterior, y Nate quería saber qué diablos estaba haciendo Bix Rumstead en Mount Olympus, en la casa de Margot Aziz. Pero ninguno se atrevía a preguntárselo.
Esa mañana, Ronnie y Bix tenían que hacer varios seguimientos: al dueño de un solàrium, al propietario de un salón de aromaterapia, a un acupunturista y a un quiropráctico. Todas las quejas provenían de vecinos de la zona y de pequeños empresarios, y la mayoría eran a causa de los coches mal aparcados y de los ruidos nocturnos. Al dueño del solàrium se le acusó de prostitución, porque había demasiados hombres que entraban y salían durante todo el día. Tanto el solàrium como el salón de aromaterapia habían sido cerrados en el pasado por policías de la unidad Antivicio que se habían hecho pasar por clientes, pero se decía que ahora los dos negocios habían cambiado de dueño.
Mientras Ronnie y Bix se preparaban para salir a la calle, su sargento se había enzarzado en una peculiar discusión con la oficial Rita Kravitz. Debatían sobre si enviar o no un agente al Centro de Celebridades de la Iglesia de la Cienciología para que recogiera un generoso donativo que les habían ofrecido para la colecta de las Olimpíadas Especiales. Rita le dio al sargento un par de malas excusas para justificar por qué ella estaba demasiado ocupada para ocuparse de ese trabajo, y sugirió que enviara a uno de los muchachos.
– Pero podrías toparte con John Travolta o con Tom Cruise allí -dijo el sargento-. ¿Eso no haría que el día te valiera la pena?
La oficial Rita Kravitz se enderezó sus gafas nuevas y ultramodernas y, haciendo un mohín con la boca, dijo:
– También podría pasar que esos robots me hicieran prisionera y me lavaran el cerebro hasta convertirme en una muñequita sonriente con los ojos brillantes. Y si crees que eso no puede suceder, pregúntale a Katie Holmes.
El otro cuervo que pensaba en Bix se estaba tomando un capuchino y una rosquilla de media mañana en su mesa favorita del Farmer's Market, mientras escuchaba a un ex director y a tres ex guionistas que, desde su mesa habitual, despotricaban por la discriminación por edad que había destruido sus carrera y había extendido la mediocridad en el gremio artístico de Hollywood.
– La última reunión que tuve fue con un productor que tenía veintiocho años -dijo un ex guionista.
– Lo único que les interesa es conservar sus trabajos -dijo otro.
– Preferirían tener un fracaso del que pudieran culpar a otro que correr un riesgo por sí mismos que podría ser un éxito -dijo un tercero.
– Cada vez que rechazan un trabajo mío dicen que no es suficientemente «transgresor», sea lo que sea lo que eso signifique; o que no está «dentro de su área de actuación», sea lo que sea lo que eso signifique -dijo el primero.
El ex director dijo:
– En el fondo, tienen pánico de la gente de nuestra edad porque piensan que es posible que sepamos algo sobre cómo hacer películas que ellos no saben. ¡Y tienen razón!
A este último comentario siguió un coro de expresiones de aprobación.
Nate no estaba disfrutando de las lamentaciones del mundo del espectáculo. Solamente podía pensar en Margot Aziz, en lo hermosa que estaba la primera vez que la vio, allí mismo, y en que el día anterior no lo había llamado como había prometido. Se imaginaba que Bix Rumstead podía tener algo que ver. Ensayó mentalmente varias maneras de averiguar la verdad hablando con Bix. Aunque primero tenía que conseguir quedarse a solas con él, lejos de Ronnie Sinclair.
Acabó su capuchino y comenzó sus rondas. Tenía que hacer tres llamadas a tres inquilinos en relación a las quejas por ruidos molestos. Empezaba a pensar que esa mierda de la «calidad de vida» era más tediosa y aburrida de lo que nunca se hubiera imaginado. Pero al menos le quedaba la aventura de la noche anterior, la del sargento Treakle y el gallo, para levantarle el ánimo. Le habría encantado compartir la historia con alguien, pero hasta el momento no se había topado con nadie de la comisaría Hollywood que no la conociera al detalle.
Después de nueve horas de su turno de diez horas y media, Ronnie y Bix estaban exhaustos. Lo único que habían conseguido hasta entonces era advertir a los propietarios de los salones de la necesidad de controlar a sus trabajadores para asegurarse de que las empleadas no estuvieran haciendo negocios sucios cuando el jefe no estaba cerca. Por supuesto sabían que a la mayoría de las empleadas las contrataban precisamente porque estaban más que deseosas de ofrecer servicios especiales a clientes bien dispuestos.
El último solàrium que tenían que visitar estaba en Sunset Boulevard, cerca de Western Avenue, y se llamaba Bronceado Milagroso. Era más grande que los otros, y parecía atender a una clientela exclusivamente masculina. Las empleadas eran jóvenes exuberantes que iban en pantalones cortos, con camisetas de la empresa y zapatillas deportivas. Cuando los uniformados entraron en la recepción, dos clientes que esperaban en el sofá dejaron sus revistas y se fueron rápidamente.
– Por favor, esperen aquí, oficiales. Voy a avisar a la gerente -dijo la recepcionista.
– Será mejor que miremos bien aquí -dijo Ronnie-. Esos tíos se han marchado más rápido de lo que se rajan mis medias.
Bix asintió. Había hablado muy poco durante todo el día, y sus ojos no estaban tan brillantes ni claros como era habitual. Ronnie había intentado dirigir la conversación hacia la noche anterior, cuando Bix le había pedido que firmara por él antes de salir, pero cada vez que lo hacía él cambiaba de tema.
La gerente era tan alta como Bix. Tenía el pelo rubio ceniza, y le caía sobre el pecho dividido en dos coletas. Estaba hinchada de implantes y tenía las mejillas cargadas de colorete, lo que le daba el aspecto de una de esas estereotipadas granjeras de las películas pornográficas que exhibían en las tiendas para adultos de Hollywood Boulevard. Iba vestida con una falda blanca de vinilo, una blusa de manga larga de algodón color rosa y zapatos blancos de plataforma.
– Soy Madeline, ¿en qué puedo ayudarles? -dijo con una sonrisa llena de dientes que parecían de un blanco imposible en contraste con su lápiz de labios carmesí.
Ronnie estaba demasiado cansada y era un día demasiado caluroso para las sutilezas. Dijo:
– Estamos recibiendo gran cantidad de quejas de sus vecinos, que sospechan que aquí se están desarrollando actividades ilegales, durante el día y las primeras horas de la noche. También hemos oído que sus clientes hacen ruidos molestos por la noche, y que aparcan en lugares prohibidos.
– Ah, eso -dijo Madeline-. Hemos cambiado al gerente. Eso era antes de que llegara yo, hace dos meses. Una de las chicas estaba trabajando por su cuenta y aquí nadie lo sabía. Los policías de Antivicio la arrestaron hace tiempo. En la División de Apoyo a la Investigación están al corriente del caso.
– Hemos recibido quejas más recientemente, hace menos de dos meses -dijo Bix.
– Apuesto a que son de esas personas mayores asiáticas que tienen la sastrería dos puertas más allá, ¿no es así?
– No podemos comentar quiénes son los denunciantes -dijo Ronnie.
– No, por supuesto que no -dijo Madeline-, pero ellos siempre se están quejando de algo. Pueden preguntar a cualquiera de las personas que tiene un negocio por aquí.
– Cuando entramos aquí dos de sus clientes casi nos atropellan para salir por esa puerta -dijo Ronnie.