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– Tal vez ellos tengan algún problema con la ley -dijo Madeline.

– ¿Le importa si echamos un vistazo a su negocio? -dijo Ronnie-. Tal vez quiera probar sus servicios alguna vez, sobre todo uno de esos bronceados tan especiales.

Madeline no pareció contenta con la idea, pero dijo:

– Por supuesto. Síganme.

Los policías fueron detrás de Madeline y entraron por un largo pasillo con cinco puertas a cada lado, todas cerradas. Ella les condujo hasta otro pasillo que cruzaba el primero y luego giró a la derecha, hacia un gran salón con azulejos que parecía hecho para las duchas.

– Esto es para el bronceado sin sol -dijo Madeline-. De hecho, una de nuestras empleadas se está preparando para entrar ahora mismo. Esta noche tiene una cita importante, y quiere estar espléndida. -Se volvió hacia Bix y dijo-: Si hace el favor de darse la vuelta, oficial, estoy segura de que a Zelda no le importará mostrarnos cómo funciona.

Bix dio unos pasos hacia el corredor y se colocó de cara a la pared.

– Zelda, cariño, puedes salir -dijo Madeline, tocando en una de las puertas cerradas.

La curvilínea rubia platino estaba envuelta en una toalla. Una gorra de baño le cubría el cabello completamente, y llegaba unas zapatillas que sólo le tapaban las puntas de los dedos y las plantas de los pies. Abrió mucho los ojos cuando vio allí a Ronnie, de pie junto a la jefa. Se apresuró hacia el salón de bronceado sin sol, se quitó la toalla, dejando ver sus propios implantes, y la colgó en un colgador que había junto a la puerta.

– Zelda tiene loción en las palmas, en las uñas de los pies y en las de las manos -explicó Madeline-. No queremos que el líquido bronceador se cuele por entre las uñas, ni en las palmas, ni en la planta de los pies. Eso se vería totalmente antinatural.

Zelda se colocó frente a una serie de grifos que había en mitad de la pared y apretó un botón. El líquido bronceador la roció dejándola envuelta en una especie de vapor. Presionó una vez más el botón, se dio la vuelta y se roció por la espalda. Cuando terminó, goteaba un líquido viscoso color beige, y comenzó a darse golpecitos para secarse.

– Podríamos ofrecerle un descuento para policías, oficial -le dijo Madeline a Ronnie-, si alguna vez quisiera visitar nuestras instalaciones.

Bix se reunió con ellas cuando Zelda regresó a su vestuario, y continuaron su recorrido por el establecimiento, deteniéndose en una de las habitaciones pequeñas que tenían camas solares.

– Parece claustrofóbico -dijo Bix-. Como meterse en un ataúd y cerrar la tapa.

– Para nada -dijo Madeline-. Damos gafas oscuras pequeñas para cubrir los ojos y sólo se está allí unos ocho minutos, en el nivel de potencia de bronceado que uno elija. Es mucho más placentero que cocerse al sol del caluroso verano.

– Quizá me gustaría más este tipo de bronceado que el del rociador. Se aprovecha mejor el dinero.

Mientras ella y Madeline conversaban sobre diferentes tipos de bronceado, Bix continuó avanzando por el pasillo e intentó sutilmente abrir algunas puertas, pero estaban cerradas con llave. Del otro lado de la tercera puerta oyó a una mujer que gemía. El gemido era fuerte e inconfundible.

Madeline se dio cuenta de que el policía estaba oyendo algo, así que se acercó rápidamente y dijo:

– No podemos molestar a los clientes, oficial. Por favor, sígame y le enseñaré…

– Allí dentro hay alguien gimiendo -dijo Bix-. Una mujer.

– Tal vez se ha quedado dormida y está soñando -dijo Madeline-. De veras, debo…

– ¿Y eso no es peligroso? -dijo Ronnie, intercambiando miradas con Bix-. ¿Que alguien se quede dormido bajo esas lámparas de bronceado?

– Se apagan automáticamente -dijo Madeline, y ahora tenía a Ronnie cogida por el brazo e intentaba hacerla avanzar por el pasillo.

Entonces oyeron a un hombre que, desde esa misma habitación, exclamaba:

– ¡Házmelo, nena!

– ¿Tiene la llave? -dijo Bix.

– Yo… yo… iré a buscarla -dijo Madeline, apresurándose hacia la recepción.

Ronnie le guiñó un ojo a Bix y tocó suavemente a la puerta, diciendo:

– ¡Hey! ¡La policía está aquí! ¡Separaos e iros a habitaciones distintas, deprisa!

Al cabo de unos segundos la puerta se abrió y un hombre regordete que estaba desnudo salió corriendo llevando su ropa en las manos. Vio a los uniformados y dijo:

– ¡Ay, Jesús! -Y dejó caer la ropa, con el pene erecto apuntando directamente hacia Ronnie.

Dentro de la habitación, una empleada de dieciocho años que llevaba perforadas las cejas, la nariz y un labio, y vestía únicamente una camiseta de Bronceado Milagroso, intentaba subirse los pantalones cortos, que tenía atascados en la cadera.

– Sólo intentaba decirle que se había acabado su tiempo de bronceado -se excusó-. ¡De veras!

Mientras Bix pedía una unidad de apoyo por la radio, Ronnie señaló el pene del hombre y le dijo:

– Espero que se haya puesto suficiente líquido bronceador en esa cosa, señor.

Al ver que los policías no iban a creerle, la chica dijo:

– Cuando entré para despertarlo, estaba acostado allí, ¡jugando con su cosa! ¡Yo no tuve nada que ver! ¡De veras!

– ¡Hey! Putita mentirosa… -dijo el hombre, con la erección ya en decadencia.

Al final había sido un día especial para el equipo de cuervos, que rara vez llegaban a hacer un arresto criminal. Tras interrogar al cliente y a la joven empleada, ambos implicaron claramente a la gerente del salón como propietaria de un local de prostitución y así quedó consignado en el informe preceptivo. Llevarían a Madeline a la comisaría Hollywood para que la interrogase el sargento y le abriesen un expediente por proxenetismo.

Cuando llegó la unidad de transporte resultó ser la de los policías surfistas. Jetsam se había lanzado hacia allí cuando se dio cuenta por la transmisión de quién era el cuervo que necesitaba la unidad de apoyo.

Mientras Jetsam intentaba ligar con Ronnie, Flotsam observó la licencia de conducir de Madeline y dijo:

– ¡Hostia! ¡Madeline es varón! Se llama Martin Lester Dilford.

La gerente estaba sentada en silencio, no había admitido nada, y Jetsam le quitó las esposas diciéndole:

– Bueno, supongo que yo le haré el cacheo, puesto que es un tío.

– No, no lo harás -dijo Madeline-. Ya no soy un hombre. No vais a meterme en una celda de hombres. Y tú no vas a ponerme las manos encima.

– ¿Eres un T? -dijo Flotsam.

– Transexual, si me hace el favor -dijo Madeline-. Todavía no he tenido tiempo de cambiar mi nombre legal.

– ¿Preoperado o posoperado? -preguntó Ronnie.

– Posoperado -dijo Madeline-. Hace como tres meses, y si quiere puedo quitarme la ropa y demostrárselo.

– Entonces supongo que seré yo quien haga el cacheo -dijo Ronnie-. Relájese, Madeline.

La desesperada situación de Leonard Stilwell había empeorado considerablemente. Estaba fracasando en todos sus intentos por ganarse unos dólares, y Alí Aziz aún no le había llamado para hacer el trabajo en Mount Olympus. Incluso había ido con el coche hasta Laurel Canyon una tarde, y había girado correctamente en dirección al barrio de Mount Olympus, cuyo cartel publicitario proclamaba que tenía plantados más cipreses italianos que cualquier otro lugar del mundo. Leonard condujo por esas calles y el sitio le pareció bastante imponente. Había letreros de empresas de seguridad por todas partes, y vio algunas casas que tenían guardias de seguridad parados en la entrada. Aquello no lo animó.

Leonard había quedado limitado a robar tiendas baratas, pero incluso birlar mercancías pequeñas había dejado de ser fácil. Fue en el cibercafé donde Leonard fue arrastrado hacia una humillante conspiración para cometer el delito más patético que podía imaginar.

Había más de cien ordenadores en el cibercafé, y muchos de los chacales y mangantes que conocía -la mayoría de ellos adictos a la metanfetamina- utilizaban los ordenadores para vender cosas robadas y trapichear con cristal u otras drogas. Leonard tenía un reproductor de CD barato, provisto de auriculares, que había robado él mismo, pero casi lo cogen cuando pasó con él por el detector de la salida. Ninguno de los buscadores de basura que había en el aparcamiento del cibercafé le daría siquiera una triste piedra a cambio del reproductor. Uno que era cocainómano llegó a reírse de él. Estaba a punto de renunciar cuando un yonqui que ya había visto antes pero del que no sabía el nombre, le hizo una seña con la cabeza.