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El yonqui era un tipo blanco, varios años más joven que Leonard, pero en mucho peor estado. Tenía grandes orejas, los ojos demasiado juntos y las mejillas hundidas, cubiertas de granos supurantes. Le quedaban sólo unos pocos dientes, que enseñó a Leonard con una sonrisa. Ambos reconocieron la desesperación del otro, y eso bastó. No hizo falta que se dijeran los nombres.

– Necesito alguien que conduzca -le dijo el yonqui a Leonard-. Te he visto bajarte de ese Honda. ¿Estás dispuesto a hacer un trabajo?

– Para lo que sea, tío -dijo Leonard.

El yonqui siguió a Leonard en dirección al coche, que estaba aparcado enfrente de una tienda de rosquillas en el mismo centro comercial. Cuando se subieron al coche, el yonqui se levantó la camiseta y enseñó un revólver de calibre pequeño que llevaba en el cinturón.

– ¡Quieto ahí! -dijo Leonard-. No me gustan nada las armas.

– No es de verdad -dijo el yonqui, y se colocó la pistola en la sien y apretó el gatillo, que hizo un clic. Sonrió y dijo-: Es una pistola de ésas para dar la señal de salida. Y no está cargada.

– Creo que es mejor que salgas de mi coche -dijo Leonard.

– ¡No te me asustes, hombre! -respondió el yonqui-. Sólo tienes que dejarme en una calle. Eso es todo. Conduce hasta que vea lo que estoy buscando y déjame allí. Ni siquiera tienes que recogerme otra vez en la escena del crimen.

– En la escena del… -Leonard puso los ojos en blanco y dijo-: ¿Por qué no llamas un taxi?

– Es posible que tengamos que andar un poco hasta que lo veamos. Y si algo va mal podríamos tener que seguirlo un rato. No puedo tener un taxista como testigo.

– ¿Un testigo de qué? ¿Acaso vas a cargarte a un tipo con una puta pistola de juguete?

– No, hombre. Voy a robarle su camión. Y luego me encontraré contigo en el camión y te daré dos billetes de cien. Ni siquiera estarás allí cuando me lo lleve.

– Déjame ver si te sigo. ¿Estás diciéndome que voy a conseguir una mierda de calderilla por un robo de coche?

– Tío, no voy a robar un camión de seguridad.

– ¿Y qué vas a robar?

– Un camión de helados.

– No queda un puto ser humano cuerdo en todo Hollywood -dijo Leonard, mientras se aferraba con fuerza al volante.

– Mira, este paleto que conduce el camión trae su paga en efectivo cada semana, para dársela a otro paleto que le prestó el dinero para comprarse el camión.

– ¿Y cuánto efectivo trae?

– De eso me ocupo yo.

– Te daré tres billetes de cien.

– Fuera.

– Tres cincuenta, y ni un centavo más.

– Tres cincuenta -dijo Leonard-. ¿Qué arriesgo? ¿Cinco años en la trena por un poco de chatarra?

– Ya es tarde, tío -dijo el yonqui, abriendo la puerta.

– Me va bien -dijo Leonard rápidamente-. Es una mala época.

– Vale -dijo el yonqui con una sonrisita llena de huecos-. Tú no asumes ningún riesgo. Lo he planeado muy bien. Tú simplemente me dejas cerca del tío que vende helados. La pasta está en la caja de metal que guarda bajo el asiento de la camioneta. Asusto al tío para que salga, salto a su camioneta y conduzco tal vez unas seis manzanas hasta un lugar seguro donde vas a esperarme. Salto a tu coche, y me traes de vuelta aquí, al cibercafé.

– Colega, quiero mis trescientos cincuenta sea lo que sea que saques de él.

– De acuerdo -dijo el yonqui.

– Entonces, ¿cuándo lo hacemos?

– Dentro de una hora -dijo el yonqui-. Entretanto, ¿podrías comprarme una barrita de Baby Ruth? Tengo tanta ansiedad que me podría comer un bocadillo de espinas de pescado si lo bañaran en chocolate.

Leonard contempló por un momento el cartel de «Se necesita personal» en la ventana de la cafetería. Quería decirle a esta rata que se consiguiera un puto trabajo. Quería, pero no podía. Con trescientos cincuenta dólares podría conseguirse suficiente cristal para pasar la marea hasta que el puto árabe lo llamase para el robo doméstico.

Miró al yonqui y sacó un billete de dólar del bolsillo.

– Ve allí y cómprate un donut de chocolate. Diles que lo cubran de azúcar. Te dará para un par de horas.

El robo lo iban a perpetrar en una calle residencial de Hollywood Este, uno de los pequeños vecindarios donde un vendedor ambulante podía conseguir algunos dólares. Rogelio Móntez era el conductor de la pequeña furgoneta blanca que iba emitiendo melodías infantiles por un gran altavoz exterior atado al techo, mientras pasaba por las calles. Era un inmigrante del Yucatán y éste era el mejor trabajo que había tenido en su vida.

Rita Kravitz, el cuervo que supervisaba las quejas de calidad de vida en ese vecindario, se había puesto en contacto con la central para que la ayudasen con este vendedor de helados. Rita Kravitz puso a la patrulla al corriente de una denunciante crónica que vivía en la calle, una mujer que tenía nueve nietos en edad escolar y veía pedófilos por todas partes.

– El supuesto sospechoso -les dijo Rita Kravitz- conduce hasta que anochece una furgoneta publicitaria. Tal vez hasta las siete. Multad por algo al tipo y aseguraos de que no conduce su furgoneta con Míster Rábano expuesto. La anciana ya ha acusado de exhibicionismo al cartero, al del parquímetro y a un candidato presidencial. Aunque seguramente está en lo cierto con lo del candidato presidencial.

Gert von Braun dijo:

– Vale, pero deberías llamar a Dateline para esta clase de cosas. Ellos son los que tienen las cámaras ocultas y un montón de tiempo para trincar a estos tipos.

Gert von Braun y Dan Applewhite habían sido integrados en el mismo equipo de nuevo porque Dan lo había pedido ahora que Gil Ponce acababa de terminar el período de prueba. Gert le dijo al sargento que no le importaba en absoluto trabajar con Dan, y el asombrado sargento les confesó más tarde a sus amigos supervisores que era cierto que en este mundo hay gente para todo.

Fueron directos al barrio, encontraron al vendedor y lo hicieron parar con la excusa de que sólo le funcionaba un piloto de freno. En lugar de multarle, cogieron sus datos del permiso de conducir.

Hablaba muy poco inglés y parecía contrariado por lo de la luz de freno, y agradecido por no tener que ir a declarar. Parecía tan asustado y pobre que Dan Appelwhite insistió en pagar por las barras de helado que el tipo quería darles. Luego los polis se quedaron aparcados en el bordillo mientras le veían marcharse con sus alegres melodías, que atraían a niños latinos desde sus casas, con monedas y billetes de dólar en sus puños, todos parloteando felizmente en spanglish.

Gert y Dan permanecieron sentados, lamiendo sus helados y hablando. Cada vez se sentían más cómodos el uno con el otro, y había empezado a establecerse entre ellos el auténtico vínculo de los compañeros de patrulla. Por supuesto, nunca habían oído hablar de Leonard Stilwell, y nada sabían de cómo su vida iba a cruzarse con las vidas de los cuervos. Era bastante placentero comer helado en un día de verano, tan cálido y seco, cuando los rayos crepusculares del sol lanzan un aura mágica sobre la tierra donde todo es posible, sin un solo jirón de nubarrones sobre el cielo de Sunset Boulevard.

Leonard Stilwell sabía que estaba cometiendo un pésimo error cuando llevaba al yonqui hacia las calles residenciales de Hollywood Este, donde se suponía que trabajaba el conductor del camión de los helados. En primer lugar, el yonqui seguía jugando con la pistola de fogueo, manoseándola, poniéndosela bajo la camiseta, en el cinturón, y jugando a desenfundar rápido.