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Jetsam asintió y añadió:

– Hermano, es jodido encapricharse de esas zorritas de Mount Olympus que piensan que su mierda debería ser dorada y colgar de una cadena de oro.

– Sí -insistió Flotsam-, creen que sus zurullos deberían ser de bronce y mantenerlos en una caja de trofeos, tío.

– Ven a Malibú, hermano -dijo Jetsam-. Quizá también tengas una visión y encuentres tu auténtico yo.

Nate se puso en pie, asintió y dijo:

– Estoy contento de haber venido aquí hoy. Todo este tiempo he estado comprando billetes de lotería y acechando a cazatalentos, y la respuesta estaba ante mis propios ojos. No he sido capaz de verla hasta que vosotros, babosas marinas, me abristeis los ojos. Todo pasa por el surf. ¡Es la materia de la que están hechos los sueños!

Para Ronnie Sinclair no había mejor momento del día en Hollywood que el atardecer. Cuando el sol poniente se expandía a través de la bruma baja veraniega tintaba la polución de un color burdeos chillón. Después, una luz púrpura se proyectaba sobre los bulevares anunciando a todos: «Este lugar es incomparable. ¡Aquí, incluso los gases tóxicos son bonitos!».

Ronnie examinó superficialmente la calle para ver si había signos del campamento de los vagabundos y después condujo de regreso hacia Hollywood Boulevard. Bix Rumstead contestó a su móvil y la expresión de su cara la asustó.

Bix enrojeció y susurró al teléfono:

– Estoy trabajando. No puedo hablar. Te llamo luego.

Cerró el teléfono de un golpe y dijo:

– Mi hermano Pete. Está en apuros. Siempre me está pidiendo pasta, para no devolverla nunca.

– Sí, mi hermana solía ser así hasta que su marido la hizo rica -dijo Ronnie, mirando a Bix que sonreía, pero no con esos inmensos ojos grises que ella amaba, así que comprendió que volvía a mentir. No era su hermano Pete el que estaba al otro lado del teléfono.

– Igual debería unirme a vosotros la próxima vez que vayáis a Sunset Boulevard a una de vuestras cenas mexicanas -dijo Bix abruptamente-. Sin mi familia creo que debería salir y relacionarme un poco. Es un poco triste hablar con un perro, yunque sea uno tan listo como Annie.

– Apuesto a que es más lista que la mayoría de las personas que tratamos cada día -dijo Ronnie-. Esta noche no habrá cena mexicana, pero si no estás ocupado estaría encantada de ir allí contigo.

Nunca había detectado una vibración sexual que saliese de Bix Rumstead hacia ella y no la detectó ahora, cuando él dijo:

– Igual voy. ¿Quedamos justo después de acabar el turno de vigilancia?

– Por mí, perfecto -dijo ella-. Y como poli soltera y casi próspera sin nadie con quien gastar mi dinero salvo dos peces de colores, estaré encantada.

Entonces sonó otra llamada en el móvil de Ronnie. Descolgó y dijo:

– Oficial Sinclair.

– Soy Nate -le dijo Hollywood Nate-. ¿Puedo hablar con Bix?

– Seguro -dijo ella, pasándole a Bix el teléfono-. Es Nate.

– ¿A qué debo el placer? -dijo Bix.

Entonces su sonrisa se evaporó. Su rostro se oscureció de nuevo. Frunció los labios y dijo:

– Sí, conozco a la persona que vive en esa dirección. Yo… te veré en Hollywood Sur y lo hablamos allí. En una hora, ¿vale?

Esta vez al colgar sintió que le debía una explicación a su compañera, así que le dijo a Ronnie:

– Un asunto de Hollywood Nate. Una persona de Mount Olympus con la que he hablado antes podría ser víctima de un robo. Un tipo con tropecientos robos a sus espaldas tenía su dirección en el coche. Es mierda, estoy seguro. No es nada.

El aspecto meditabundo de su cara decía que era algo irrelevante para Bix Rumstead. Pero Ronnie Sinclair supo que estaba mintiéndole de nuevo.

Alí Aziz no pudo probar bocado en todo el día. Revisó mentalmente su plan una docena de veces y no podía parar de sudar. Incluso utilizó la ducha del camerino de las bailarinas, se bañó con agua hirviendo, dejando que el agua caliente cayera sobre su cúpula calva hasta que se volvió rosa. Se fue al armario de su despacho y se puso una camisa de seda limpia. Se afeitó, se acicaló con colonia, se dejó caer en el sofá de cuero e intentó echar una siesta, pero no pudo.

No quería comida ni whisky ni mujeres. Sólo quería que acabase ese tormento. Quería que Margot se fuese para siempre. Quería recuperar a su hijo Nicky y llevárselo de esta terrible ciudad y de este país sin dios algún día. Aquí no había respeto ni amor ni verdad. Todo era una mentira.

Jaime Salgando apareció media hora antes en la Sala Leopardo. Cuando entró en el despacho de Alí dijo:

– Por una vez en la vida el tráfico era fluido.

Alí echó una mirada de aprobación al traje cruzado de Jaime, a su camisa blanca almidonada con puños lisos y gemelos dorados, a su lazo azul cielo con un nudo perfecto, y luego dijo:

– Así es como viste un caballero. En mi país y en el tuyo, los hombres muestran respeto. En este país, no hay respeto.

– Gracias -respondió Jaime y se sentó nervioso en la silla de su cliente, deseoso de acabar con la transacción.

– Las chicas llegarán a las ocho en punto tal como pediste -dijo Alí.

– Sí, sí -dijo Jaime-, así podemos arreglar nuestro negocio. Tengo un amigo íntimo en una farmacia de compuestos que me ayuda con estos encargos inusuales.

– ¿Qué quiere decir «de compuestos»?

– Mezclan un montón de drogas y medicamentos para prescripciones especiales. Este empleado es del mismo pueblo de México donde yo solía pasar los veranos. Ha podido ayudarme pero me costó seiscientos dólares.

Alí lo miró, intentando mantener la sonrisa en su cara. Sabía que Jaime le estaba mintiendo, pero no podía evitarlo. Todo el mundo le mentía. Por forzar a Jaime a venir esta noche en lugar del sábado iba a pagar un precio. Alí cogió el rollo con los billetes de su pinza de oro y contó seis billetes antes de colocarlos sobre la mesa.

– Por supuesto, hermano -dijo Alí-. Siempre debemos pagar por los buenos servicios. Es el estilo americano.

Jaime Salgando recogió los billetes, los puso en su bolsillo y acto seguido extrajo un pequeño sobre donde podía leerse el nombre de su farmacia. Lo abrió y cayeron dos cápsulas verdes sobre la mesa, luego volvió a guardarse el sobre en el bolsillo.

Alí casi tuvo una crisis de pánico.

– ¿Dos? -dijo-. ¿Necesito dos cápsulas para matar al perro?

– No, sólo necesitas una para matar fácilmente a un perro de cincuenta kilos. La otra es sólo por si el perro no la muerde bien o por si algo va mal. Entonces puedes probarlo de nuevo.

El alivio de Alí era palpable.

– Eres un hombre listo, hermano -dijo-. Muy listo. Sí, es bueno tener un… ¿cómo se dice?, ¿desfuerzo?

– Refuerzo.

– Sí, ahora tenemos refuerzos. Muy bien. Muy bien.

– Me gustaría tomar una copa mientras espero a las chicas.

– Sí, sí -dijo Alí-. Lo que desees. ¿Quieres champán? Tengo buen champán para clientes especiales.

– Quiero que me lleves una botella de ese buen champán al motel -dijo Jaime con el tono de un hombre de negocios-. Mejor, que sean dos. Y una cubitera. Y tres vasos, claro. Pero ahora me gustaría tomar un vasito de tequila. El Patrón Silver que sirves a tus clientes especiales.

– Es tuyo, hermano -dijo Alí, pero ahora forzó una sonrisa que se convirtió en una mueca y provocó que emergieran arrugas alrededor de su boca. Alí empezaba a sentir tanto asco por Jaime Salgando como por los otros ladrones con los que se veía obligado a hacer negocios. Casi tanto asco como el que sentía por Leonard Stilwell.

Cuando el farmacéutico acabó su vasito de tequila se escuchó un golpecito en la puerta y Tex entró con Goldie.

– Jaime, granuja! -dijo Tex arrastrando las sílabas-. Estoy encantada de que pudieras venir esta noche.