Mientras masticaba, preguntó, señalando a la pantalla con el bocadillo:
– ¿Tiene algún favorito, Riverre?
El agente se quitó la chaqueta, fue hasta su mesa para colgar la prenda del respaldo de la silla y luego volvió junto a Brunetti.
– Bueno, yo no diría favorita, pero está esa mujer…, me parece que en Turín…, que habla de los niños y de los problemas que pueden tener. O que los padres pueden tener con ellos.
– Con los chicos de hoy en día, toda ayuda es poca -afirmó Brunetti con seriedad.
– Es lo que digo yo, señor. Mi mujer la ha llamado varias veces a propósito de Gianpaolo.
– Ya debe de tener por lo menos doce años, ¿no? -calculó Brunetti.
– Catorce. Recién cumplidos. Ya no es un niño, y no podemos tratarlo como si lo fuera.
– ¿Eso dice la mujer de Turín? -preguntó Brunetti dando el último bocado al tramezzino y sacando una de las botellas de agua. Con gas. Bien. La destapó y la ofreció a Riverre, pero el agente rehusó con un movimiento de la cabeza.
– No, señor. Eso lo dice mi madre.
– ¿Y la mujer de Turín? ¿Qué dice ella?
– Da unos cursillos. Diez lecciones que mi mujer y yo podemos tomar juntos.
– ¿En Turín? -preguntó Brunetti sin poder disimular la sorpresa.
– Oh, no, señor -dijo Riverre con una risita-. Mi mujer y yo vamos con los tiempos modernos. Estamos conectados a la red. No tendríamos más que inscribirnos para que nuestro ordenador entrase en la clase. Así seguiríamos las lecciones y haríamos los ejercicios. Todo, cuestionarios, pruebas y lecciones te lo mandan a tu dirección de correo electrónico, tú lo devuelves y ellos te envían las calificaciones y los comentarios.
– Comprendo -dijo Brunetti tomando un sorbo de agua-. Está muy bien pensado.
Riverre no pudo menos que sonreír al comentario de Brunetti.
– Lo malo, comisario, es que no vamos a poder inscribirnos ahora mismo, porque tenemos el gasto de las vacaciones. La semana próxima nos vamos a Elba, de camping, pero aun así, tres personas, es dinero.
– Ah -dijo Brunetti con escaso interés-. ¿Cuánto cuesta el cursillo?
– Trescientos euros -contestó Riverre, y miró a su superior, para ver su reacción al precio. Cuando el comisario alzó las cejas por toda respuesta, Riverre explicó-: Están las pruebas y los ejercicios, ¿comprende?
– Hmm. -Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y sacó de la bolsa el otro bocadillo-. Barato no es.
– No, señor -convino Riverre moviendo la cabeza con resignación-. Pero es nuestro único hijo, y deseamos lo mejor para él. Es natural, ¿no le parece?
– Sí; me parece natural -dijo Brunetti dando un mordisco-. Es buen chico, ¿verdad?
Riverre sonrió, frunció el entrecejo un momento, cavilando, y volvió a sonreír.
– Creo que sí, señor. Y va bien en la escuela. No causa problemas.
– En tal caso, quizá ese cursillo pueda esperar. -Terminó el segundo bocadillo, sintió haber pedido a Riverre sólo dos y se bebió el agua. Miró en derredor y preguntó-: ¿Dónde pongo la botella?
– Ahí, al lado de la puerta. En el cubo azul.
Brunetti se acercó a los cubos de plástico, puso la botella en el azul, y la bolsa y las servilletas en el amarillo.
– Veo aquí la mano de la signorina Elettra -comentó.
Riverre se rió.
– Cuando nos habló de ese sistema, creí que tendría que usar la fuerza, pero ya nos hemos acostumbrado. -Y, como si expresara una idea que había estado madurando durante algún tiempo, añadió-: Realmente, es una pena que ella no esté al mando, ¿no le parece, comisario?
– ¿Al mando de la questura? ¿De todo esto?
– Sí, señor. No me diga que nunca lo ha pensado.
Brunetti abrió la segunda botella de agua y tomó varios tragos.
– Mi hija tiene una compañera de clase iraní, una niña encantadora -dijo, desconcertando a Riverre, que esperaba otra respuesta-. Siempre que quiere decir que algo le gusta usa esta expresión: «Muy mucho, mucho.»-No sé si le sigo, comisario -dijo Riverre, y en su cara se leía la duda que expresaban estas palabras.
– Es todo lo que se me ocurre decir en respuesta a su idea de que la signorina Elettra estuviera al mando: «Muy mucho, mucho.» -Enroscó el tapón a la botella, dio las gracias a Riverre por el almuerzo y fue a ver a la signorina Elettra para pedirle que modificara el plan de servicios diseñado por Scarpa.
7
Durante varios días pareció que un poder cósmico había escuchado el deseo de Brunetti de que se estableciera un pacto con las fuerzas del desorden, porque el delito pareció tomarse un asueto en Venecia. Los trileros rumanos de los puentes se habrían ido a casa de vacaciones o habrían trasladado la empresa a las playas. El número de robos con escalo disminuyó. Los mendigos, en respuesta a una ordenanza municipal que prohibía la mendicidad so pena de fuertes sanciones, desaparecieron, por lo menos, durante un día o dos antes de volver al trabajo. Los carteristas siguieron actuando, desde luego: ellos sólo podían permitirse unas vacaciones en noviembre y en febrero, los meses de vacío turístico. Si bien el calor suele inducir a la violencia, este verano no era así. Sería que, a partir de cierto grado de calor y humedad, resultaba excesivo el esfuerzo que se requiere para golpear o estrangular.
Sea cual fuere la causa, Brunetti se alegraba de la calma. Dedicó parte del tiempo libre a visitar páginas que ofrecían ayuda espiritual o ultraterrena a los afligidos. Él, tan adicto a los historiadores griegos y romanos, no encontraba extraño el deseo de consultar a oráculos o indagar en los mensajes de los dioses. Ya fuera el hígado de un pollo recién muerto o las formas dibujadas en el aire por una bandada de pájaros, las señales estaban ahí para quienes supieran interpretarlas. Lo único que se necesitaba era una persona que se creyera la interpretación, y asunto concluido. Cumas o Lourdes, Diana de Éfeso o la Virgen de Fátima: los labios de la estatua se movían y de ellos salía la verdad.
Las mujeres de la familia de Brunetti rezaban el rosario, y de niño al volver de la escuela el viernes por la tarde, las encontraba arrodilladas en el suelo de la sala, recitando sus conjuros. Aquella práctica, y la fe que la inspiraba, le parecían -y ahora, dos generaciones después, seguían pareciéndoselo-, una parte normal y comprensible de la vida humana. Por ello, trasladar la confianza en el poder benéfico de la Madonna al poder de una persona para establecer contacto con el espíritu de los difuntos parecía, por lo menos a los ojos de Brunetti, un paso muy pequeño por el camino de la fe.
Como él nunca había intervenido en un caso que implicara manipulación de la fe -si tal era la causa de la extraña conducta de la tía de Vianello-, Brunetti no estaba seguro de la existencia de leyes al respecto. Italia es un país confesional; por lo tanto, la ley tiende a adoptar una actitud tolerante hacia la Iglesia y la conducta de sus funcionarios. Las acusaciones de usura, connivencia con la Mafia, abusos a menores, fraude y extorsión solían desaparecer, como ahuyentados por el equivalente judicial del hisopo y el incensario.
Ahora bien, las actividades reflejadas en estas páginas hacían la competencia a la religión del Estado, por lo que la ley podía contemplarlas con menos tolerancia.
Y si las promesas que se hacían en las iglesias eran tan válidas como las de las páginas web, ¿dónde estaba la verdad? El teléfono interrumpió sus especulaciones.
Contento de la interrupción, Brunetti contestó con su apellido.
– Soy yo, Guido -dijo Vianello-. Acaba de llamarme Loredano. El director del banco le ha avisado de que tiene allí a mi tía. Ha retirado tres mil euros. Él le ha pedido que suba un momento a su despacho, a firmar unos papeles.