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– ¿No se quemaba a las brujas por esas cosas? -preguntó Vianello.

Aunque Brunetti había leído largos pasajes de Malleus Maleficarum, aún no se explicaba por qué se quemaba, sobre todo, a las ancianas. Quizá porque muchos hombres son estúpidos y sádicos y las ancianas son débiles e indefensas. Se encogió de hombros en lugar de responder.

Vianello se volvió hacia la ventana y la luz. Brunetti comprendió que no debía insistir en el tema. El ispettore diría lo que tuviera que decir cuando llegara el momento. Brunetti dejó que contemplara la luz y aprovechó la pausa para examinar a su amigo. Vianello nunca había soportado bien el calor, pero este verano parecía más afectado que nunca. El pelo, empapado en sudor, parecía clarearle más de lo que Brunetti recordaba. Y tenía la cara abotargada, sobre todo, alrededor de los ojos. Vianello puso fin a su contemplación y preguntó:

– ¿Piensas realmente que las ancianas creen más en esas cosas?

Brunetti reflexionó antes de responder:

– No lo sé. ¿Quieres decir más que el resto de nosotros?

Vianello asintió y de nuevo se volvió hacia la ventana, como para animar a las cortinas a avivar el movimiento.

– Por lo que me has contado de ella todos estos años, no parece de esa clase de personas -dijo Brunetti finalmente.

– No lo es -dijo Vianello-. Y eso hace que el caso sea tan extraño. Ella siempre ha sido el cerebro de la familia. Mi tío Franco es un buenazo y ha sido siempre muy trabajador, pero a él nunca se le habría ocurrido poner un negocio por su cuenta. Ni, si me apuras, habría tenido capacidad para sacarlo adelante. Pero ella sí, y llevó la contabilidad hasta que su marido se retiró y regresaron a Venecia.

– No parece la clase de persona que empieza el día averiguando qué novedades hay en la casa de Acuario -observó Brunetti.

– Es eso lo que no entiendo -dijo Vianello levantando las manos en ademán de desconcierto-. Si es o no es de esa clase. Quizá eso sea una especie de rito particular que siguen algunas personas. No sé, como no salir de casa sin mirar la temperatura o enterarte de qué famosos cumplen años el mismo día que tú. Personas de las que nunca lo dirías. Parecen completamente normales y un día te enteras de que no se van de vacaciones si el horóscopo no les dice que pueden viajar sin peligro. -Vianello se encogió de hombros y repitió-: No sé.

Cuando comprendió que el inspector no tenía nada que añadir, Brunetti dijo:

– Aún no sé por qué me lo preguntas, Lorenzo.

– Ni yo estoy seguro de saberlo -reconoció Vianello con una gran sonrisa-. Procuro ir a verla por lo menos una vez a la semana y en mis últimas visitas he visto que tenía revistas de ésas por toda la casa. Y bien a la vista. Tu Horóscopo, La Sabiduría de los Pueblos Antiguos. Esas cosas.

– ¿Le hablaste de ellas?

Vianello movió la cabeza negativamente.

– No me atreví. -Miró a Brunetti y añadió-: Me pareció que podía molestarse si preguntaba.

– ¿Por qué lo dices?

– No sé por qué. -Vianello sacó el pañuelo y se lo pasó por la frente-. Ella me vio mirarlas, bueno, se dio cuenta de que las había visto. Y no dijo nada. No dijo, por ejemplo, que uno de sus chicos las había dejado allí, o que las había olvidado una amiga que había ido a verla. No; nada. Me refiero a que lo normal sería haber dicho algo. Porque es como si hubiera tenido en su casa revistas de caza y pesca o…, qué sé yo, de motos. Pero ella, como si no existieran. Y esto es lo que me preocupa. -Miró fijamente a Brunetti y preguntó-: ¿Tú no dirías algo?

– ¿Decir algo a ella?

– Sí. Imagina que es tu tía.

– Quizá. O quizá no -dijo Brunetti, y luego preguntó-: ¿Y tu tío? ¿No podrías preguntarle a él?

– Supongo que sí, pero el zio Franco reacciona como la mayoría de los de su generación, que todo lo toman a broma, te dan palmadas en la espalda y te invitan a un trago. Es el mejor de los hombres pero no presta mucha atención a nada.

– ¿Ni a su mujer?

Vianello tardó en responder.

– Probablemente. -Hizo otra pausa y añadió-: Por lo menos, no lo demuestra. Yo diría que los hombres de su generación no se ocupaban mucho de la familia.

Brunetti movió la cabeza en un gesto de asentimiento y tristeza. No; ellos no prestaban mucha atención a la mujer ni a los hijos, sólo a los amigos y colegas. A menudo había pensado en esta diferencia de… No sabía muy bien de qué. ¿De mentalidad? Quizá no fuera más que cuestión de cultura: él conocía a muchos hombres que aún pensaban que mostrar sensibilidad era signo de debilidad.

No recordaba cuándo fue la primera vez que se le ocurrió preguntarse si su padre amaba a su madre, o los amaba a él y a su hermano. Brunetti siempre había dado por descontado que sí: es lo que piensan los niños. Pero las manifestaciones de cariño eran escasas: días de completo silencio, ocasionales estallidos de cólera y sólo de tarde en tarde algún que otro momento afectuoso, en el que el padre les decía lo mucho que los quería.

Sin duda, el padre de Brunetti no era ese hombre al que uno le cuenta sus secretos o le hace confidencias. Era un hombre de su tiempo, un hombre de su clase, y de su cultura. ¿Era sólo cuestión de carácter? Trató de recordar qué hacían los padres de sus amigos, pero nada le venía a la memoria.

– ¿Crees que nosotros queremos más a nuestros hijos? -preguntó a Vianello.

– ¿Más que quién? ¿Y quién es «nosotros»? -replicó el inspector.

– Los hombres. Nuestra generación. ¿Más que nuestros padres?

Vianello volvió a inclinarse hacia adelante, para despegar la camisa del respaldo de la silla.

– No lo sé. De verdad que no. -Giró el tronco, dio varios tirones a la camisa y se pasó el pañuelo por el cogote-. Quizá lo único que hayamos hecho es adquirir nuevos convencionalismos. O quizá se espere que nos comportemos de otra manera. -Echó el cuerpo hacia atrás-. No sé.

– ¿Por qué me lo cuentas? -preguntó Brunetti-. Me refiero a lo de tu tía.

– Será porque quería saber cómo sonaba, y si, oyéndome decirlo en voz alta, descubría si debía preocuparme.

– Lorenzo, yo no me preocuparía mientras no quiera leerte la palma de la mano -dijo Brunetti tratando de despejar el ambiente.

Vianello lo miró, compungido.

– Quizá no tarde mucho -dijo, en un vano intento de bromear-. ¿Te parece que se puede tomar café con este calor?

– ¿Por qué no?

2

Detrás de la barra del bar de Ponte dei Greci, estaba Bambola, el ayudante senegalés contratado por Sergio el año anterior. Brunetti y Vianello estaban acostumbrados a ver allí a Sergio, robusto y bronco, el hombre que, en el transcurso de los años, sin duda había oído -y callado- suficientes secretos de la policía como para mantener en activo a un chantajista durante décadas. El personal de la questura estaba tan habituado a Sergio que éste había alcanzado un estado cercano a la invisibilidad.

No podía decirse lo mismo de Bambola, con su chilaba color beige y su turbante blanco. Alto y delgado, muy erguido detrás del mostrador, con la cara resplandeciente de salud, y la luz de las ventanas que daban al canal, reflejada en su turbante, hacía pensar en un faro. Bambola se negaba a ponerse delantal y, ello no obstante, su chilaba estaba siempre inmaculada.

Cuando los dos policías entraron en el bar, a Brunetti le llamó la atención la luminosidad del local, y levantó la mirada para ver si Bambola había encendido las luces, lo que no era necesario en un día tan radiante.

Pero eran las ventanas: no sólo estaban más limpias de lo que él las había visto nunca sino también libres de las pegatinas y carteles publicitarios de helados, refrescos y cervezas, que habían sido despegados y raspados, innovación que permitía el paso del doble de luz. Además, el alféizar había sido despejado de las revistas y diarios atrasados y de los menús moteados por las moscas que llevaban años ocupándolo y estaba cubierto de extremo a extremo por un paño blanco, con un jarrón azul oscuro que contenía unas flores secas color de rosa.