Brunetti observó que el deteriorado expositor de metacrilato que, desde tiempo inmemorial, contenía los pasteles y los brioches, había sido sustituido por una vitrina de cristal de tres cuerpos. Lo tranquilizó observar que el contenido no había variado: Sergio podía no ser muy aseado, pero entendía de pastas y entendía de tramezzini.
– ¿Se han hecho reformas? -preguntó a Bambola a modo de saludo.
La respuesta fue el destello de una dentadura, resplandor secundario que fulguró de pronto bajo los haces de luz de su turbante.
– Sí, comisario -dijo Bambola-. Sergio tiene gripe de verano y me ha pedido que yo me encargue mientras está enfermo. -Pasó por el mostrador un paño tan blanco que parecía una prolongación del turbante y preguntó qué deseaban tomar.
– Dos cafés, por favor -dijo Brunetti.
El senegalés se volvió hacia la cafetera. Inconscientemente, Brunetti se dispuso a oír los familiares cencerreos y golpes que acompañaban la técnica de Sergio cuando hacía girar la empuñadura del recipiente que contenía los posos del café, lo vaciaba y accionaba la palanca del dosificador para llenarlo de nuevo. Los ruidos llegaron, pero amortiguados, y al mirar a la máquina el comisario vio que la madera que Sergio golpeaba con la cazoleta metálica desde hacía décadas estaba cubierta con una rejilla de goma que reducía el ruido. La marca de la cafetera, Gaggia, estaba libre de la mugre y las manchas de café que la oscurecían desde el primer día en que Brunetti entró en el bar.
– ¿Sergio reconocerá su café cuando vuelva? -preguntó Vianello al barman.
– Yo lo espero, ispettore. Espero que le guste.
– ¿Y esa vitrina? -preguntó Vianello señalando con la barbilla la vitrina de las pastas.
– La encontró un amigo -explicó Bambola, dando al cristal un afectuoso toque con el paño-. Hasta los mantiene calientes.
Brunetti y Vianello no se miraron, pero el largo silencio con el que recibieron la explicación del senegalés surtió el mismo efecto.
– La compró, ispettore -dijo Bambola en un tono de voz más grave, recalcando la segunda palabra-. Tengo factura.
– Pues te hizo un gran favor -dijo Vianello con una sonrisa-. Está mucho mejor que la caja de plexiglás con la raja en un costado.
– Sergio pensaba que la gente no veía la raja -dijo Bambola, recuperando su voz habitual.
– ¡Ja! -dijo Vianello-. Pues ésta te convida a comer. -Uniendo la acción a la palabra, el inspector abrió la vitrina y extrajo del estante superior un brioche relleno de crema, no sin antes proveerse de una servilleta de papel. Al morder, se espolvoreó de azúcar glas el mentón y la pechera de la camisa-. Los bollos no los cambies, Bambola -dijo, relamiéndose el bigote de azúcar.
El barman puso los dos cafés en el mostrador, colocando un platillo de cerámica junto al de Vianello.
– Nada de platos de cartón -observó el inspector-. Así me gusta. -Dejó el medio brioche en el platillo.
– No tiene sentido, ispettore -dijo Bambola-. No es ecológico gastar tanto papel para un plato que se usa una vez y se tira.
– Y se recicla -apuntó Brunetti.
Bambola desestimó la sugerencia encogiéndose de hombros, respuesta a la que Brunetti ya se había acostumbrado. Al igual que el resto de ciudadanos, él ignoraba qué se hacía con los residuos que tan meticulosamente separaban. Sólo cabía esperar que fueran bien aprovechados.
– ¿Eso te interesa? -preguntó Vianello. Y, para evitar cualquier confusión, puntualizó-: ¿El reciclaje?
– Sí -respondió Bambola.
– ¿Por qué? -preguntó Vianello.
Pero, antes de que el barman pudiera responder, entraron dos hombres que se quedaron en el extremo opuesto de la barra y pidieron café y agua mineral.
Cuando los recién llegados estuvieron servidos y Bambola volvió para retirar las tazas y platos de los policías, Vianello insistió en la pregunta.
– ¿Te interesa porque, al no usar platos de papel, Sergio ahorra dinero?
Bambola puso los servicios en el fregadero. Los aclaró rápidamente y los introdujo en el lavaplatos.
– Yo soy ingeniero, ispettore -dijo finalmente-. Es interés profesional. El estudio de ciclos de consumo y producción.
Vianello asintió.
– Ya me figuraba que tenías estudios, pero no sabía cómo preguntar. -Esperó un momento, para ver cómo Bambola se tomaba estas palabras y preguntó-: ¿Qué especialidad?
– Hidráulica. Plantas de purificación de agua. Esas cosas.
– Ya -dijo Vianello. Sacó unas monedas del bolsillo y puso el importe exacto en el mostrador.
– Si hablas con Sergio -dijo Brunetti yendo hacia la puerta-, dale recuerdos y que se mejore.
– Lo haré, comisario -dijo Bambola, y fue hacia los otros dos clientes.
Brunetti esperaba que Vianello volviera a hablar de su tía; pero, al parecer, el impulso se había quedado en la questura y, como Brunetti tampoco deseaba proseguir la conversación, el tema quedó aparcado.
En la puerta del bar los dos hombres se detuvieron involuntariamente al recibir el trallazo del sol. Brunetti sabía que la questura estaba a menos de dos minutos, pero con aquel calor, que parecía haber aumentado mientras ellos estaban en el bar, era como si se hallara a media ciudad de distancia. El sol calcinaba la ribera del canal. Había turistas sentados bajo los parasoles de la trattoria del otro lado del puente. Brunetti los observó un momento, acechando movimiento. ¿Podría ser que el calor los hubiera secado y estuvieran huecos, como caparazones de langosta? Pero en aquel momento un camarero llevó un vaso alto de un líquido oscuro a una de las mesas, y el cliente volvió la cabeza lentamente, para verlo llegar.
Los dos hombres empezaron a andar. Las masas de agua, eso lo sabía Brunetti, debían refrescar el ambiente, pero la lisa superficie verde oscuro del canal parecía redoblar el calor al reflejar la luz. En vez de frescor sólo exhalaba humedad.
– No tenía ni idea de que fuera ingeniero -dijo Vianello.
– Tampoco yo.
– Ingeniero hidráulico, para más señas -añadió Vianello con franca admiración. La puerta de la questura estaba a pocos pasos. El guardia se había refugiado en el interior. Era comprensible.
Brunetti se enjugó la cara con la manga de la camisa, admirándose de la estupidez que le había hecho ponerse camisa de manga larga con semejante día.
– ¿Cuánto tiempo lleva aquí? -preguntó Brunetti, yendo hacia la escalera.
– No estoy seguro. Tres o cuatro años. Supongo que sin papeles durante mucho tiempo. Siempre desaparecía cuando yo venía de uniforme. -Vianello sonrió al recordarlo-. Es curioso, un individuo tan alto, y era visto y no visto como si se hubiera evaporado.
– Es lo que voy a hacer yo -dijo Brunetti cuando llegaban al primer piso.
– ¿Hacer qué?
– Evaporarme.
– Esperemos que él no -dijo Vianello.
– ¿Quién? ¿Bambola?
– Sí. Sergio no puede trabajar tantas horas. Y reconoce que el bar tiene mucho mejor aspecto. En un solo día.
– Es que su mujer ha estado enferma -dijo Brunetti-. Tuvo suerte de encontrarlo.
– Trabajo duro, llevar un bar -dijo Vianello-. Todo el día ahí metido, sin saber los problemas que vasa tener con la gente, y obligado a ser cortés con todo el mundo.
– Poco más o menos, lo mismo que aquí -dijo Brunetti.