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– ¿De la familia de él o de usted? -preguntó Vianello con suavidad.

– Es la misma familia -respondió Fontana con un deje de aspereza.

Vianello se inclinó hacia adelante y sonrió en dirección a Fontana.

– Claro, claro. Yo me refería a si hablaban de su lado de la familia o del lado de él.

– De los dos.

– ¿Le hablaba de su madre? -preguntó Brunetti, a quien extrañaba que hubieran estado tanto rato hablando de una familia tan pequeña.

– Raramente -dijo Fontana. Sus ojos iban del uno al otro, mirando siempre al que preguntaba y no desviaba la mirada al responder, como si se lo hubieran enseñado de niño y no supiera comportarse de otro modo.

– ¿Le hablaba de sí mismo? -preguntó Brunetti, esforzándose por mantener la voz suave, firme e impregnada de un cordial interés.

Fontana miró a Brunetti un rato, como buscando la celada o la artimaña que estaba esperando.

– A veces -respondió finalmente.

A este paso, pensó Brunetti, aún estarían aquí a la llegada de las primeras nieves, y Fontana seguiría mirándolos, ora al uno, ora al otro.

– ¿Eran íntimos?

– ¿íntimos?

– En el sentido de amistad -explicó Brunetti con infinita paciencia-. ¿Hablaban libremente de todo?

En un principio, Fontana lo miró fijamente, como desconcertado por la posibilidad de que entre dos hombres pudiera existir semejante relación; pero, después de reflexionar, dijo en voz más baja:

– Sí.

– ¿Él hablaba con usted de su vida privada? -preguntó Brunetti imitando la voz del sacerdote que había oído su primera confesión, décadas atrás. Creyó observar que Fontana se relajaba mínimamente y dijo-: Signor Fontana, nosotros queremos descubrir quién ha hecho esto. -Fontana asintió varias veces y Brunetti insistió-: ¿Le hablaba de su vida?

Fontana miró de Brunetti a Vianello y otra vez a Brunetti, después se miró las rodillas.

– Sí -dijo con una voz apenas audible.

– ¿Por eso ha venido a vernos, signor Fontana? -preguntó Brunetti, pensando que ojalá se le hubiera ocurrido antes hacer esta pregunta.

Sin levantar la mirada, Fontana dijo:

– Sí.

Brunetti ignoraba qué parte de la vida de Fontana, la personal o la profesional, podía haber sido la causa de su muerte, pero no había en su voz ni asomo de esta incertidumbre al decir:

– Bien. Creo que ahí puede estar la causa de su muerte.

Esto bastó para animar a Fontana a desviar la atención de sus rodillas. Miró a Brunetti, que quedó impresionado por la tristeza que vio en sus ojos. Fontana asintió y dijo:

– Eso pienso también yo.

– Así pues, ¿podría hablarnos de él, signore? -preguntó Brunetti señalando a Vianello con un movimiento de la cabeza, para incluirlo en la petición.

– Era un hombre bueno -empezó Fontana, y Brunetti se sorprendió al oírle decir las mismas palabras que había utilizado la signora Zinka-. Mi tío era un hombre bueno y así educó a Araldo. -Si a Brunetti le llamó la atención que Fontana no mencionara a la madre de su primo, no lo manifestó.

– De niños estábamos muy unidos, después quizá no tanto, pero supongo que es normal. -Lo dijo en tono afirmativo, pero Brunetti lo percibió como una pregunta, y asintió. Fontana aspiró y prosiguió-: Yo me casé y tuve hijos. Y las cosas cambiaron. -Brunetti sonrió al oír esto, pero no miró a Vianello-. Eso hizo que tuviera menos tiempo para Araldo.

– ¿Pero seguían viéndose?

– Oh, desde luego. Él era el padrino de mis dos hijos, y se lo tomaba muy en serio. -Fontana calló, volvió la cabeza hacia la ventana y miró el tejado de la Casa di Cura del otro lado del canal.

A Brunetti le parecía que, después de mencionar a sus hijos, Fontana se sentía más seguro de sí. Por lo menos, tenía la voz más firme. No hizo nada por reclamar su atención, pero aprovechó la oportunidad para intercambiar una mirada con Vianello. Ambos se mantuvieron a la expectativa y, al cabo de un rato, Fontana dijo:

– Era homosexual. Araldo.

Brunetti asintió, con lo que daba a entender tanto que le había oído como que la policía ya lo sabía.

Fontana sacó un pañuelo del bolsillo. Se lo pasó por la cara y lo guardó.

– Me lo dijo hace años, tal vez quince, o más.

– ¿A usted le sorprendió? -preguntó Brunetti.

– Creo que no -dijo Fontana. Distraídamente, se miró el regazo y pellizcó la raya del pantalón moviendo los dedos arriba y abajo, pero el gesto no supuso diferencia alguna, con la humedad que había en la habitación, y en toda la ciudad-. No; no me sorprendió.

No del todo -matizó-. Hacía años que lo sospechaba. Pero no me importaba.

– ¿Y a sus padres, les importaba, cree usted? -preguntó Vianello-. ¿Les sorprendió?

– Cuando me lo dijo, su padre ya había muerto.

– ¿Y a su madre? -preguntó el inspector.

– No lo sé -dijo Fontana-. Ella es mucho más lista de lo que aparenta. Quizá lo sabía. O lo sospechaba.

– ¿Cree que le habría disgustado?

Fontana se encogió de hombros, fue a hablar, se contuvo y luego dijo con rapidez:

– Mientras nadie lo supiera y él pagara el alquiler, no le habría preocupado.

– No es corriente decir eso de una madre.

– Ella no es una madre corriente -dijo Fontana lanzándole una mirada penetrante.

Después de esto, se hizo un silencio. Por interesante que pudiera ser una conversación acerca de la ¡ignora Fontana, Brunetti no creía que les fuera de mucha utilidad. Había que volver a la muerte de Fontana, y preguntó:

– ¿Le hablaba su primo de su vida privada?

– ¿Se refiere al sexo?

– Sí.

Fontana volvió a intentar marcar la raya del pantalón, pero la humedad volvió a ganar.

– Él me dijo… -empezó y carraspeó varias veces-… me dijo una vez que me envidiaba -y calló.

– ¿Le envidiaba qué, signar Fontana?

– Que yo amara a mi esposa -desvió la mirada después de decirlo.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Brunetti.

Nuevamente, Fontana carraspeó, tosió varias veces, y dijo, sin mirarle:

– Porque…, eso me dijo, porque él nunca había hecho el amor con una persona a la que amara de verdad.

25

Brunetti volvió a mover la cabeza afirmativamente, para indicar que esto no era nuevo para él. Con su voz más afable, dijo:

– Eso debía de hacerle la vida muy difícil.

Fontana se encogió de hombros casi imperceptiblemente y dijo:

– En cierto modo. Aunque no del todo.

– Lo siento, pero no comprendo -dijo Brunetti, aunque, pensando en la madre de Fontana, quizá sí comprendía.

– De ese modo, él podía separar sus afectos de su vida sexual. Él me quería a mí, quería a su madre y quería a su amigo Renato, pero nosotros… ¿Cómo le diría…? Nosotros estábamos descartados. -Calló un momento, como para meditar sobre lo que acababa de oírse decir y prosiguió-: Bien, supongo que también Renato estaba descartado. Yo creo que Araldo no soportaba que en su vida hubiera confusión, y de este modo la evitaba. O eso le parecía a él. No sé cómo explicarlo pero para mí tiene sentido. Conociéndolo, quiero decir. Cómo es. Era.

– Hace poco, signore, usted ha dicho que cree que ello pudiera tener que ver con su muerte -dijo Brunetti-. ¿Podría ser más explícito?

Fontana juntó las manos en el regazo con afectación y dijo, dirigiéndose a Brunetti:

– Manteniendo la separación, él se consideraba libre…, no sé si ésta es la palabra…, libre para practicar el sexo anónimo. Cuando éramos jóvenes eso estaba dentro délo normal, imagino. Luego yo, en fin, yo cambié. Pero Araldo, no.

Cuando el silencio empezaba a prolongarse, Brunetti preguntó: