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– ¿Él se lo dijo así?

Fontana se encogió de hombros y ladeó la cabeza al mismo tiempo.

– Más o menos.

– Perdón -dijo Brunetti-, no sé si le he entendido bien. -Probablemente, le había entendido, pero quería oír la explicación de Fontana.

– Él me decía cosas, contestaba preguntas, hacía insinuaciones -dijo Fontana, que de repente se levantó, pero era sólo para despegar el pantalón de la parte de atrás de los muslos; agitó las piernas para que la tela recuperara la caída y volvió a sentarse-. Yo sé lo que él quería decir, aunque no lo dijera.

– ¿Le dijo dónde? -preguntó Brunetti.

– Aquí y allá. En casas particulares.

– ¿No en la de él?

Fontana miró a Brunetti con severidad.

– ¿Usted ha visto a su madre? -preguntó.

– Desde luego -dijo Brunetti mirando a la mesa y, después, a Fontana.

A modo de disculpa por la brusquedad de su última frase, Fontana dijo:

– Un día en que fui a visitarles, el interfono estaba averiado y tuve que llamar a Araldo por mi telefonino para que bajara a abrirme. Cuando cruzábamos el patio, él se paró, agitó los brazos y dijo algo así como que aquello era su nido de amor.

– ¿Y usted qué dijo? -intervino Vianello.

Fontana apretó los labios y se los pellizcó con la mano derecha.

– Me sentí incómodo, hice como si no le hubiera oído. -Transcurrió un momento-. No sabía qué decir. De niños éramos uña y carne, pero no comprendí por qué tenía que decirme eso.

– Quizá también él se sintió violento -sugirió Brunetti y añadió, tratando de concretar-: ¿Nunca mencionó a alguien en particular, ni hizo un comentario que le permitiera identificar a alguno de sus… -se interrumpió, buscando la palabra: «amantes» no parecía apropiada, habida cuenta de lo que había dicho Fontana-… compañeros?

Fontana movió la cabeza negativamente.

– No. Nada. Araldo lo habría considerado poco ético. -Se quedó esperando a que ellos preguntaran y, en vista de que no era así, explicó-: Él no tenía inconveniente en hablar de su vida privada, pero nunca dijo nada de nadie: ni nombres, ni siquiera la edad. Nada.

– ¿Sólo que tenían que ser personas a las que él no quisiera? -preguntó Vianello con voz triste.

Fontana asintió.

A partir de aquí, la información que dio Fontana fue rutinaria: su primo nunca le presentó a nadie que no fuera un condiscípulo o un compañero de trabajo, ni le habló de nadie con especial afecto, a excepción de Renato Penzo, del que siempre dijo que era un buen amigo. Invariablemente iba de vacaciones con su madre y una vez dijo, bromeando, que eso era más trabajo que ir a trabajar.

Desde hacía varios meses, parecía nervioso y preocupado y, cuando Giorgio lo comentó, su primo le contó que tenía problemas en el trabajo y problemas en casa, pero no dio más explicaciones.

– Muchas de las personas con las que he hablado me han dicho que era un hombre bueno -dijo Brunetti-. También usted ha usado ese término. ¿Podría decirme qué quiere decir con eso?

En la cara de Fontana se pintó un gesto de confusión.

– Todo el mundo sabe lo que eso significa. -Miró a Vianello, buscando confirmación, pero el inspector guardó silencio.

Finalmente, Brunetti se permitió decir:

– Mucha gente no lo tendría por bueno, sabiendo que era homosexual.

– Qué absurdo -espetó Fontana-. Insisto, era un hombre bueno. Desde hace un año, ha estado recogiendo ropa para esa mujer…, esa criada…, ¿cómo se llama?

– ¿Zinka? -sugirió Brunetti.

– Sí. Recogía ropa para su familia y la enviaba a Rumania. Y sé que su amigo Penzo está tratando de conseguirle un permesso de soggiorno. Y con su madre tenía más paciencia que un santo. Habría hecho cualquier cosa para contentarla. Y era la honradez en persona. -Entonces, algo le vino a la memoria-: Ah, lo había olvidado. Hará unos dos meses me dijo que estaba pensando en mudarse, pero no quería ni imaginar el disgusto que se llevaría su madre.

– ¿Le dijo por qué?

Fontana movió la cabeza negativamente.

– Dijo cosas que no entendí. Sobre el trabajo y que no estaba bien que ellos vivieran en ese palazzo. Pero no dio más explicaciones.

– ¿Cree usted que se hubiera mudado? -preguntó Brunetti.

Fontana apretó los párpados y los labios, al tiempo que alzaba las cejas. Cuando abrió los ojos, su mirada se cruzó con la de Brunetti.

– Si con ello disgustaba a su madre… -y su voz se apagó.

– ¿De verdad cree usted que ese apartamento es tan importante para ella? -preguntó Brunetti sin ocultar la sorpresa.

– ¿Usted ha hablado con mi tía?

– Sí.

– ¿Ha visto sus mejillas sonrosadas y sus ricitos?

– Sí.

Fontana se inclinó hacia adelante con tanta brusquedad que Vianello se hizo a un lado instintivamente.

– Mi tía es una arpía -dijo Fontana con una vehemencia que asombró a Brunetti y dejó a Vianello con la boca abierta-. Si no consigue lo que quiere, otros deben sufrir las consecuencias, y ella quiere ese apartamento. Como no ha querido nada en su vida.

Durante unos momentos, nadie supo qué decir, hasta que Brunetti preguntó:

– ¿Y eso habría bastado para impedir a su primo hacer lo que deseaba?

– No lo sé, pero ahora, al pensarlo, creo que ésa podía ser la causa de que estuviera tan nervioso las últimas veces que hablé con él.

– ¿Su primo nunca mencionó a una tal jueza Coltellini? -preguntó Brunetti de pronto.

Fontana no pudo disimular la sorpresa.

– Sí. Me hablaba de ella hacía años, es decir, unos dos años. Él la admiraba y ella lo trataba con mucha consideración. Parecía apreciar su trabajo. -Fontana hizo una pausa y añadió-: De vez en cuando, Araldo se prendaba de alguna que otra mujer; especialmente, mujeres del trabajo que tuvieran más poder o más responsabilidad que él.

– ¿Y qué pasaba?

– Oh, siempre se cansaba. O se desengañaba, porque hacían algo que a él no le parecía bien y caían del pedestal.

– ¿Ocurrió eso con la jueza Coltellini? -Al hacer esta pregunta, Brunetti advirtió cómo había cambiado este hombre desde su entrada en el despacho y cómo había cambiado también su propia actitud y la de Vianello hacia él. Habían desaparecido la mansedumbre y la timidez. En lugar de la inseguridad del principio, Brunetti veía ahora inteligencia y sensibilidad. El nerviosismo de antes podía atribuirse, pues, al temor que el trato con las fuerzas del orden inspira en el ciudadano corriente.

Brunetti sintonizó con la respuesta de Fontana a media frase.

– … hizo que cambiaran las cosas. Cuando dejó de hablarme de ella, y noté el cambio por lo mucho que la ensalzaba antes, le pregunté y me dijo que se había equivocado con ella. Y eso fue todo. No quiso decir más.

– ¿Ha visto a su tía desde que él murió?

Fontana movió la cabeza negativamente. Estuvo un rato callado, hasta que dijo:

– Mañana es el entierro. Allí la veré y espero que sea la última vez. Nunca más. -Brunetti y Vianello esperaban-. Ella le destrozó la vida. Él debió irse a vivir con Renato en cuanto tuvo ocasión.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Brunetti, y vio que Fontana tenía los ojos todavía más tristes.

– Ya no importa, ¿verdad? Pudo irse y debió irse, pero no se fue, y ahora ha muerto.

Fontana se levantó, extendió la mano por encima de la mesa y estrechó la de Brunetti y después la de Vianello. No dijo más, fue hacia la puerta y salió del despacho.

26

El silencio se prolongó unos minutos después de que Fontana se fuera; ni Brunetti ni Vianello se decidían a romperlo. Al fin, Brunetti se levantó de detrás de la mesa y se acercó a la ventana, pero no encontró un soplo de aire que aliviara el bochorno del día ni el peso de las palabras de Fontana.