Brunetti esperó un momento y preguntó:
– ¿Y entonces, dottoressa!
– Entonces me ha empujado y se ha puesto a chillar. -Al oírse decirlo, rectificó rápidamente-: No es que me empujara, más bien me ha agarrado de los brazos y me ha apartado. Pero sin hacerme daño.
– ¿Y después, signora?-Ha tomado uno de los cutters que usamos para abrir las cajas y se ha puesto a agitarlo diciendo que saliéramos. Que saliéramos todos. Cuando he tratado de hablarle, ha levantado el cutter.
– ¿La ha amenazado, dottoressa?
– No, no -dijo la mujer en tonos que se entristecían gradualmente-. Lo sostenía sobre la muñeca y decía que se la cortaría si no nos íbamos. -Aspiró profundamente, dos veces-. Todos hemos salido al pasillo. Yo he llamado a Seguridad y alguien ha bajado a avisar al portiere. Después nos han dicho que ustedes venían y nos hemos quedado todos aquí. -Él creía que la mujer ya había terminado, pero entonces añadió-: He llamado al dottor Rizzardi a su casa. Ella siempre había trabajado muy bien con él.
– ¿Va a venir?
– Sí.
Brunetti miró a Vianello, y dijo a las cinco personas que se quedaran donde estaban. Los dos policías entraron en el pasillo y la puerta se cerró tras ellos, con suavidad, atrapándolos en un ambiente sofocante y viscoso. Del laboratorio salía un sonido leve, como el zumbido de una máquina que hubiera quedado en marcha en una sala lejana.
– ¿Esperamos a Rizzardi? -preguntó Vianello.
Brunetti señaló a la puerta del laboratorio, blanca y lisa, con un ojo de buey.
– Antes quiero echar un vistazo, ver qué hace.
Avanzaron por el pasillo sigilosamente, pero, a medida que se acercaban a la puerta del laboratorio, el zumbido iba acentuándose y ya ahogaba el ruido de sus pasos. Brunetti se aproximó lentamente al cristal, consciente de que desde dentro podría verse cualquier movimiento brusco. Un paso, otro, y ya podía ver claramente el interior de la sala.
Vio el ordenado despliegue del material de un laboratorio: formaciones de tubos de ensayo en sus soportes de madera, oscuras jarras de farmacia alineadas contra la pared, balanzas y ordenadores en cada puesto de trabajo, libros y libretas a la izquierda de los ordenadores. Una mesa situada en el centro de la sala estaba vacía y, en el suelo, alrededor de ella, cual restos de un naufragio, se veía una pantalla de ordenador, cristales rotos y papeles en pequeños charcos de sangre.
Brunetti buscó con la mirada el origen del sonido. Una mujer con bata blanca estaba frente a una pila honda, de espaldas a él. El ruido procedía de un chorro de agua que caía sobre algo que ella sostenía, entre una nube de vapor. Brunetti pensó en sus hijos, la Policía del Agua, y en cómo condenarían aquel derroche de agua y de la energía necesaria para su distribución.
Él señaló hacia la derecha y se hizo a un lado, para que Vianello ocupara su puesto. Aunque el ruido del agua permitía hablar en tono normal, Vianello preguntó en un susurro:
– ¿Por qué se lava las manos?
Lo mismo que los nobles romanos, pensó Brunetti apartando a Vianello y empujando la puerta. Al pasar junto a una de las mesas, levantó un teléfono y arrancó el cable. Cuando llegaba junto a la mujer, ella se desplomó sobre el borde de la pila y él vio el agua teñida de rojo, o más bien de rosa, que giraba en torno al desagüe.
Brunetti la sujetó y la tendió en el suelo y, con el cable del teléfono, le hizo un torniquete en el brazo derecho. Vianello estaba de rodillas a su lado con otro trozo de cable que usó para atarle el izquierdo.
La mujer estaba pálida, tenía una melena hasta los hombros, más gris que castaña, y no llevaba maquillaje, aunque no mucho habría podido hacer el maquillaje por unas facciones tan poco agraciadas y un cutis tan áspero.
– Pide ayuda -dijo Brunetti, y Vianello desapareció. Examinó las muñecas de la mujer: los cortes eran profundos, pero no verticales sino horizontales, lo que dejaba cierto margen para la esperanza. Los torniquetes habían detenido la hemorragia, pero había sangre en el suelo.
Ella abrió los ojos. Tenía las pestañas y las cejas ralas y los ojos de un castaño turbio.
– Yo no quería hacerlo -dijo. El ruido del agua ahogaba sus palabras.
Brunetti asintió, como si la entendiera.
– Todos hacemos cosas que lamentamos, signorina.
– Pero él me lo pedía -prosiguió ella, y cerró los ojos durante mucho rato, tanto que Brunetti temió que hubiera muerto. Pero entonces los abrió y dijo-: Y yo temía que… que me dejara si no lo hacía.
– No piense ahora en eso, signorina. Descanse. Pronto vendrá alguien. -¿Por qué tardaban tanto, si estaban en un hospital?
Brunetti oyó pasos, levantó la cabeza y vio a Rizzardi. El médico se arrodilló al otro lado de la mujer. Lanzó un suspiro que era casi un gemido al verla allí.
– Elvira, ¿qué has hecho? -Brunetti observó que la tuteaba. Su tono era el de un padre que está decepcionado por la conducta de su hijo.
– Dottore -dijo ella. Abrió los ojos y sonrió-. Yo no quería causar problemas.
Rizzardi se inclinó y puso una mano sobre la de ella.
– Tú nunca has causado problemas, Elvira. Al contrario. Si yo aún confío en este laboratorio es porque tú estás aquí.
Ella cerró los ojos y por el borde exterior de los párpados escaparon unas lágrimas que impulsaron a Rizzardi a decir:
– No llores, Elvira. No pasará nada. Te pondrás bien.
– Él me dejará -dijo ella, sin abrir los ojos, mientras las lágrimas se le metían en los oídos.
– No; cuando sepa lo que has hecho, él querrá ayudarte -dijo Rizzardi, y miró a Brunetti, como preguntando si decía las frases adecuadas.
– Ahora no podrá utilizar los resultados del laboratorio -dijo ella-. La gente ya no creerá que los ayuda. -Cerró los ojos un momento y luego miró a Rizzardi-. Pero es verdad, dottore, es verdad que los ayuda. -Sonrió y durante un instante su cara se transformó y casi parecía bonita-. A mí me ayudó.
Brunetti oyó un estrépito a su espalda, levantó la cabeza y vio a tres auxiliares con bata verde detrás de una camilla que se había encallado en la puerta. La hacían chocar contra el marco hasta que uno se situó al otro lado y los guió. Dos de ellos se acercaron rápidamente a la mujer que estaba en el suelo, apartando con la presión de sus cuerpos a los hombres que estaban arrodillados junto a ella.
Brunetti y Rizzardi se levantaron. Exasperado por el ruido del agua, Brunetti dio dos pasos hacia la pila y cerró el grifo. Vianello, que había venido con los auxiliares, se quedó al lado de Rizzardi. El tercer auxiliar acercó la camilla. Accionó una palanca y la camilla descendió hasta casi el nivel del suelo, luego se situó al lado de sus compañeros y, entre los tres, pusieron en ella a la mujer. Otro movimiento de la palanca elevó lentamente la camilla hasta la altura del pecho. El primer auxiliar tomó un tubo conectado a un frasco de líquido transparente que colgaba sobre la camilla e insertó la aguja en una vena del brazo de la mujer.
Rizzardi se adelantó y rodeó con los dedos la muñeca de la mujer, para tomarle el pulso o, quizá, para transmitirle consuelo.
– Llévenla a Urgencias -dijo.
Uno de los auxiliares fue a decir algo, pero el primero, que parecía estar al mando, dijo: