– ¿Qué le pasará?
– ¿A él? Nada, probablemente. Se irá a otro sitio, embaucará a otra infeliz y seguirá timando a ingenuos.
– ¿Como la tía de Vianello?
– Supongo. Nunca falta la gente que se deja engañar.
Abandonando a la tía de Vianello y otros crédulos a su suerte, Paola preguntó:
– ¿Y los Fulgoni?
Brunetti resopló ligeramente y tomó un sorbito de schnapps.
– Ella dice que, cuando bajó, encontró a Fontana en el suelo y se quitó el jersey para tratar de contener la hemorragia. Que entonces su marido salió del trastero y ella comprendió lo que había entre ellos y lo que había sucedido. Dice que subió corriendo a su casa pero no se decidió a llamar a la policía.
– ¿Y lo de que había oído las campanadas de la iglesia? ¿Por qué había de decir eso como no fuera para dar la impresión de que Fontana había sido asesinado más tarde?
– Según ella, fue idea de su marido que me dijera eso, para que pareciera que Fontana había sido asesinado después de que ellos subieran a su apartamento. Si no estaba el cadáver cuando ellos volvieron, y ya era más de medianoche, sería indudable que lo habían matado cuando ellos ya estaban en casa.
– Entonces, ¿por qué te habló del jersey?
Brunetti había reflexionado sobre ello durante el largo viaje en tren desde Venecia.
– Vete a saber. Quizá pensó que alguien podía haber visto a su marido y creyó conveniente decir a la policía que había salido. Así nos creeríamos el resto de la historia.
– ¿Crees que trataba de protegerlo?
– Quizás al principio -dijo Brunetti.
– ¿Entonces por qué mintió diciendo que el jersey era de él?
Brunetti se encogió de hombros.
– ¿Efecto sorpresa? Quizá, instintivamente, pretendía distanciarse del crimen o hacer recaer en él las sospechas. O quizá sea que miente mal.
– ¿Cómo acabará esto?
Brunetti se inclinó, dejó la copa vacía en la mesa y se arrellanó en el sofá.
– Hasta que uno de los dos confiese, no conseguiremos nada.
– ¿Y si ninguno confiesa?
– El caso se prolongará indefinidamente y los abogados los desplumarán-explicó Brunetti.
– ¿No hay pruebas suficientes para condenar a uno u otro? -preguntó ella con una voz en la que se confundían la extrañeza y la irritación.
Brunetti, quizá para evitar quedarse dormido, se levantó y se acercó al fuego, pero sólo para sentir su calor. Qué sensación tan extraña, y tan deliciosa, producía arrimar las piernas a la lumbre. Miró por la ventana orientada al norte y señaló una pendiente blanca que relucía bajo la luna. No podía calcular la distancia, debía de estar lejos pero parecía muy próxima.
– ¿Es el Ortler? -preguntó.
– Sí.
Se apartó de la chimenea y volvió sobre la pregunta de ella.
– Hay pruebas suficientes para condenar a uno y otro, pero el verdadero problema es que también hay pruebas suficientes para condenarlos a los dos. -Pensó con repugnancia en el espectáculo que montarían los medios: sangre y muerte y sexo ilícito entre jaulas de pájaros. Todo y más de lo que un público ávido de morbo podía devorar-. Aunque no es probable.
– ¿Tú le crees a él? -preguntó Paola.
Brunetti tardó en responder.
– Me gustaría creerle. -Y, tras una pausa aún más larga, añadió-: O eso me temo.
Paola esperó hasta asegurarse de que él había terminado y dijo:
– Vamos a la cama.
Brunetti, despierto en la cama, contemplaba el lejano Ortler que refulgía en su soledad.
– Mi talismán -dijo abrazándose a su mujer, y se durmió.
Donna Leon