Выбрать главу

– Y la gente confía en que tú harás que estas cosas salgan del Tribunale.

Brusca asintió, pero lo hizo con tanta solemnidad que Brunetti no pudo menos que preguntar:

– ¿Porque tú tienes puro el corazón y limpias las manos?

Brusca se rió, y el ambiente se despejó.

– No; porque las preguntas que yo hago son tan rutinarias y tediosas que a nadie se le ocurriría no decirme la verdad.

– He ahí una técnica que me gustaría dominar -dijo Brunetti.

4

La despedida fue amistosa, aunque extraña, ya que ambos se abstuvieron de hacer alusión al hecho de que Brusca no había explicado por qué había venido a ver a Brunetti ni lo que deseaba que éste hiciera con la información que le había dado. Como Brusca había hecho hincapié en que Coltellini era una mujer ávida de dinero, era evidente que cobraba de las personas cuyos casos eran aplazados. Pero que fuera evidente no lo hacía cierto ni demostrable ante un tribunal.

Lo que Brunetti no veía claro era el motivo de la implicación de Fontana. Amor, amor, amor no parecía causa suficiente para que un «hombre de bien» se dejara corromper. Pero nunca lo parece, ¿o sí?

Al cabo de tantos años, eran ya pocas las veces en que la revelación de una nueva estratagema por la que sus conciudadanos conseguían escapar por las rendijas de la ley movían a Brunetti a la indignación. En algunos casos -aunque esto no lo habría confesado-, mal que le pesara, hasta sentía admiración por el ingenio que mostraba esa gente, especialmente cuando se trataba de eludir una ley que él consideraba injusta ode salir de una situación francamente demencial. Si se programaban los semáforos para que cambiaran con más rapidez que la estipulada por las ordenanzas de tráfico, a fin de que la policía se repartiera el dinero extra recaudado en multas con los encargados de programar los temporizadores, ¿quién sino un iluso pensaría que era un crimen sobornar a un policía? Si en el Parlamento se sentaban docenas de encausados, ¿quién podía creer en el imperio de la ley?

No se puede decir que Brunetti estuviera escandalizado por la supuesta conducta de la jueza Coltellini, pero sí estaba sorprendido, especialmente porque se trataba de una mujer. A pesar de que Brunetti se servía de estadísticas para fundar su convicción de que las mujeres delinquen menos que los hombres, en el fondo su creencia se basaba en su propia educación y experiencia. Lo que él consideraba el orden natural de las cosas -caso de que las insinuaciones de Brusca fueran ciertas- había sido subvertido por partida doble.

Manteniendo presentes las sugerencias de Brusca, Brunetti extendió los papeles sobre la mesa y los examinó de nuevo. Tomando como referencia el nombre de Coltellini, vio que la jueza era mencionada varias veces en cada una de las cuatro hojas. Su nombre aparecía junto al de seis números de casos. Abrió el cajón central de la mesa y sacó varios iluminadores. Empezando por la parte superior de la primera hoja, marcó con iluminador verde su nombre la primera vez que éste aparecía en el primer caso, y utilizó el mismo color en toda la lista para señalar las sesiones del caso que ella había presidido. Otro tanto hizo con el caso siguiente, que señaló en rosa. El tercero, en amarillo; el cuarto, en naranja; el quinto tuvo que marcarlo con lápiz; y el sexto, con bolígrafo rojo.

Los «verdes» habían comparecido sólo tres veces; la segunda comparecencia tuvo lugar en la fecha consignada en la columna de «Resultado» de la primera comparecencia, y la tercera, en la fecha señalada en la de la segunda. No obstante, todo el proceso había llevado dos años. En el caso «rosa» se habían respetado todas las fechas señaladas para cada sesión, de las que se habían celebrado seis, con intervalos de seis meses como mínimo. A Brunetti le habría gustado saber de qué trataba el caso. ¿Qué era lo que había costado tres años decidir?

La pista «amarilla» era más reveladora. La primera sesión, que había tenido lugar más de dos años antes, había acabado con un aplazamiento de seis meses. Sin explicaciones. En la segunda sesión, se fijó una nueva fecha, sin explicaciones, a cinco meses vista. En la tercera sesión, la casilla «Resultado» indicaba una nueva fecha, para seis meses después, y la frase «Faltan documentos». El siguiente aplazamiento, de otros seis meses, estaba justificado por «Enfermedad», aunque no se especificaba quién era el enfermo. En la fecha siguiente, 20 de diciembre, la sesión, al parecer, sólo tuvo por objeto señalar un nuevo aplazamiento, cuatro meses, con la explicación de «Fiestas» inscrita en la última columna. La nueva fecha, segunda quincena de abril, hizo pensar a Brunetti que había sido programada para hacerla coincidir con las vacaciones de Pascua, pero se sorprendió al ver que la jueza Coltellini había celebrado una sesión y fijado una nueva fecha -siete meses más adelante- a fin de darse tiempo para «Interrogar a nuevos testigos».

Brunetti se preguntaba qué nuevos testigos podía haber en un proceso que había estado moviéndose -aquí se reprochó haberse precipitado a usar este verbo, pues lo cierto era que había estado encallado- por los juzgados durante casi tres años. No era de extrañar que la gente temiera verse atrapada por los tentáculos del monstruo: era axiomático que lo peor que podía ocurrirle a una persona -aparte de contraer una enfermedad grave- era estar implicada en un caso judicial. Desde luego.

La jueza sorprendió a Brunetti una vez más resolviendo el caso «naranja» en menos de un año, pero tanto el «lápiz» como el «bolígrafo rojo» aún se arrastraban por los juzgados desde hacía más de dos años.

El comisario buscó en la mesa una lista de números y marcó el del telefonino de Brusca.

– ¿Sí? -contestó Brusca en tono sosegado, como si aún estuviera en el despacho de Brunetti, el mismo tono que le había oído usar por primera vez en la clase de Historia en primero de secundaria. Brunetti nunca había visto a Brusca mostrar sorpresa ante la conducta humana, por ruin que fuera, a pesar de que, trabajando en las oficinas de la administración municipal, habría estado expuesto a grandes dosis de ruindad.

– He estado mirando esos papeles más despacio -dijo Brunetti-. ¿Los has enseñado a alguien más?

– ¿Con qué objeto? -preguntó Brusca, en un tono de voz tan serio como el de Brunetti.

– Si eso es verdad, habría que pararlo -dijo Brunetti, sabiendo que la sola idea de pretender castigarlo era absurda.

– Sí; tienes razón -dijo Brusca, tratando de hacer como si estuvieran comentando la calidad de un equipo de fútbol y no la corrupción del sistema judicial. Y añadió-: Pero no lo creo posible.

– ¿Por qué me los has traído entonces? -preguntó Brunetti sin tratar de disimular el enojo.

Tardó en llegar la respuesta de Brusca, que al fin dijo:

– Pensé que a ti podría ocurrírsete qué hacer. Y confiaba en que te escandalizarías.

– Esa palabra me parece demasiado fuerte -dijo Brunetti.

– Está bien, nada de escándalo. Esperanzado, entonces. Quizá sea eso lo que admiro en ti, que aún puedas esperar que las cosas se arreglen y las Cuadras de Augias queden limpias.

– Eso, como tú bien dices, no es posible -convino Brunetti. Entonces, volviendo al motivo de la llamada y recobrando la voz de la amistad, preguntó-: Con franqueza, ¿por qué me los has dado a mí?