– Sí, pero… pero… -a duras penas pudo Kelsa formar una frase-: Perdone mi extrañeza -dijo- pero, ¿me puede decir para qué? Quiero decir, ¿respecto a qué asunto? -por lo que Kelsa recordaba, Nadine y el señor Hetherington eran los únicos que trataban los asuntos relacionados con Burton y Bowett.
– El testamento -explicó él-. El testamento del señor Garwood Hetherington.
– ¡Su testamento!-exclamó Kelsa, notando que Nadine levantó la vista para ver si necesitaba ayuda.
Kelsa negó con la cabeza y prestó mayor atención a lo que decía Brian Rawlings.
– Le pido disculpas por no escribirle antes; pensaba hacerlo hoy, pero ésta es mi primera mañana de trabajo, después de mis vacaciones en el extranjero y apenas me enteré del deceso del señor Hetherington.
– ¿Usted… iba a escribirme? -fue lo que concluyó Kelsa de lo que él había dicho.
– Claro que sí y, desde luego, lo haré -afirmó él-: pero tuve una llamada de la señora Edwina Hetherington esta mañana y ella insiste en que se lea hoy el contenido del testamento de su difunto esposo.
– Ah, ya… veo -dijo Kelsa lentamente, sin entender una sola palabra.
– ¡Bien! ¿Entonces estará usted ahí a las dos, señorita Stevens?
– Ah… sí -convino ella.
– Entonces, espero con interés verla ahí -murmuró él cortésmente y Kelsa colgó la bocina, mirando a Nadine, consternada.
– ¿Está todo bien? -preguntó Nadine, dispuesta a ayudar en lo que fuera.
– Era el señor Rawlings, de Burton y Bowett.
– Ah, ya regresó de sus vacaciones -comentó Nadine.
– Está de regreso y quiere que yo vaya a sus oficinas hoy a las dos -informó Kelsa y admiró la calma de Nadine, cuando ella también debía pensar que se trataba de algún asunto de la compañía.
– ¿Quiere verte a ti a las dos? -preguntó suavemente… y Kelsa le dio un resumen de la conversación que tuvieron, después de lo cual, Nadine comentó que era posible que el señor Hetherington le hubiera dejado a Kelsa algún legado.
– ¿Tú también tuviste una llamada del señor Rawlings? -fue la pregunta natural de Kelsa.
– No -repuso Nadine y cuando vio que Kelsa empezaba a preocuparse, dijo-: No te alteres por eso. He estado consciente de que, desde que tú entraste a trabajar aquí, mientras el señor Hetherington tenía en alta estima mis habilidades de secretaria, parecía tener una comunicación afectiva especial contigo. ¡No te preocupes! -continuó rápidamente-; es probable que te haya dejado un pequeño recuerdo de esa empatía que ustedes dos compartían. Tan sólo preséntate en Burton y Bowett a las dos y luego… -sonrió-, luego ven corriendo de regreso a contarme lo que pasó.
A Kelsa le causó alivio la calma de Nadine en las horas que faltaban para el almuerzo, pues varios pensamientos le atravesaron la mente. Uno de ellos era que, puesto que no hacía tanto tiempo que conocía al señor Hetherington, el testamento en el que figuraba su nombre debió haber sido redactado recientemente. Y mientras, por un lado, Kelsa hubiera preferido que el señor Hetherington no la hubiera elegido a ella para dejarle algo, ahora, recordándolo con afecto, advirtió que sí le gustaría tener un pequeño recuerdo de él.
Lo malo era quedara reclamar ese pequeño recuerdo, tenía que estar ahí durante la lectura del testamento; era obvio que ahí también estaría la señora Edwina Hetherington, la aristocrática esposa de Garwood Hetherington. Pero mientras Kelsa reconocía que encontrar a esa señora no representaba un problema, deseaba poder decir lo mismo de su hijo, puesto que él también se presentaría ahí; y estaba segura de que Lyle Hetherington estaría furioso de que, por la lectura del testamento, su madre tuviera que pasar, aunque fuera un minuto, en la misma habitación con la mujer que él creía fue la amante de su padre.
A la una de la tarde, Kelsa llegó a la conclusión de que podían llevar a cabo la lectura del testamento sin ella; Brian Rawlings había dicho que le escribiría, de todos modos.
Habiendo tomado esa decisión, fue a la cafetería a comer algo y después caminó hacia el taller pensando en recoger su coche. Sin embargo, mientras esperaba que la atendieran, su fibra moral de pronto se rebeló y empezó a preguntarse desde cuándo se había vuelto tan cobarde.
No era como si la señora Hetherington pensara que ella era la amante de su esposo, ¿verdad? Era sólo Lyle el que pensaba así y ella le aclaró muchas veces que nunca hubo nada entre ella y su padre. Si Lyle Hetherington tenía una mente maligna, ése era problema de él, no de ella.
Habiéndose encolerizado por la etiqueta que Lyle le adjudicó tan injustificadamente, Kelsa decidió que no lo aceptaría. No sería una cobarde; no dejaría que él la sometiera.
– ¡Vine por mi coche! -le exigió en tono agresivo al asistente que por fin vino a atenderla.
– Yo… me temo que todavía no está listo -repuso él con timidez y Kelsa sintió deseos de disculparse por su agresividad.
– Es el Fiesta rojo -dijo con un tono más gentil.
– Lo sé, señorita Stevens -dijo él con más confianza-; pero todavía no está listo.
Eso resolvería el asunto, pensó Kelsa al salir del taller. Sin su coche, no llegaría a Burton y Bowett a las dos. Miró su reloj y advirtió que sería difícil que llegara a ese lugar a las dos, con su coche.
Empezó a caminar de regreso a Hetherington, resignada al hecho de que, mientras su interior se rebelaba contra el calificativo de “cobarde”, ignoraría la llamada de Brian Rawlings de esa mañana.
Sin embargo, casi llegando a Hetherington, tomó un atajo por una calle cuando ahí, en un sitio donde casi nunca se veía un taxi, apareció uno que venía hacia ella. ¡Estaba destinado! En un segundo, le hizo la señal de parada, dio al chofer la dirección y empezó a sentir un vuelco en su estómago por la emoción.
Cuando el taxi se detuvo frente al despacho, a las dos y cinco minutos, Kelsa pensó que realmente no debería de entrar; pero sí entró y mientras le daba su nombre a la recepcionista y le informaba a quién venía a ver, pensó que ya que Garwood Hetherington había sido tan gentil en recordarla en su testamento, ella debería hacer cualquier esfuerzo necesario para reclamar su legado.
– Ah, sí, señorita Stevens -dijo la recepcionista-. El señor Rawlings pidió que subiera de inmediato, en cuanto llegara. Están todos ahí, esperándola a usted.
“¡Qué barbaridad!”, pensó Kelsa mientras subía por la escalera, para llegar a la oficina del señor Rawlings; pues mientras ella esperaba confundirse con los demás legatarios presentes, parecía que el señor Rawlings esperaba que llegara el último de todos, por más baja posición que tuviera, para empezar la lectura.
Todavía había tiempo para que ella se arrepintiera, pero sabía que no lo haría. Y, encontrando la puerta que buscaba, tocó con firmeza en la madera.
Abrió de inmediato un hombre de unos treinta años, con modales encantadores.
– ¿Señorita Stevens? -preguntó.
– Así es.
– Brian Rawlings -se presentó él, extendiendo una mano-. Por favor, pase -le sonrió y la guió al interior de la oficina, donde, para sorpresa de Kelsa, sólo había tres personas: Lyle Hetherington, la mujer a quien había escoltado el día anterior, seguramente su madre, y otra mujer de unos cuarenta años.
Kelsa no fue la única sorprendida, advirtió al entrar, pues aunque de Lyle Hetherington sólo percibió una fría hostilidad, la madre de él se vio muy irritada y la otra mujer la miró con gran interés.
– ¿Quién es esta mujer? -preguntó la señora Hetherington en forma autoritaria, antes que Brian Rawlings pudiera decirle nada, y Kelsa comprendió que no le gustaría ser contrincante de ella-. ¿Y por qué está aquí?