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El edificio Hetherington apareció ante su vista y Kelsa esbozó una sonrisa. Con una sensación de calidez pensó en lo bien… lo sorprendentemente bien que había progresado desde su primer día de trabajo ahí, hacía casi tres meses.

No es que hubiera empezado muy bien, pues al tardar demasiado en aceptar el puesto que le ofrecieron inicialmente, cuando respondió, ya no estaba vacante; pero habiendo quemado ya sus naves al presentar su renuncia en el otro empleo, se consideró afortunada de que le ofrecieran un puesto de mucho menos categoría, como secretaria de Ian Collins, en la sección de transportes en la oficina matriz. Sin titubear, lo aceptó.

No obstante, ese trabajo no resultó ser más estimulante que el que tenía en Coopers, pero cuando llevaba trabajando para Ian Collins dos meses, sucedió algo que cambió de manera dramática la situación. Sintió una cálida satisfacción al recordar el afortunado encuentro que tuvo un día con el presidente de toda la compañía. Tal vez no fue precisamente un encuentro, sino un tropiezo con él.

Kelsa iba camino de otro departamento a una diligencia, cuando vio a un hombre alto y canoso de unos sesenta años, que caminaba hacia ella. No había nadie más alrededor en ese momento, pero al irse acercando la miró como para saludarla y entonces el tropezó y tambaleó hacia ella.

En un instante, a pesar de su aspecto refinado y del elegante traje que portaba, Kelsa lo tomó del brazo para estabilizarlo.

– ¿Está usted bien? -preguntó con la voz gentil y musical como la de su madre, al mirarlo con preocupación.

– ¿Es usted… nueva aquí? -preguntó él, incorporándose.

Kelsa lo soltó, aunque se quedó cerca de él, pues todavía se veía pálido.

– Llevo aquí dos meses -sonrió, atrasando su partida por si acaso el hombre todavía no se recuperaba, como quería aparentarlo. Sin importar quién fuera, Kelsa no podía dejar al hombre, si estaba a punto de desmayarse-. Trabajo en la sección de transportes, para Ian Collins -agregó, mientras advertía que él parecía bastante afectado por su tropezón.

– Eso explica el porqué no la he visto por acá… Habría recordado esa sonrisa -comentó él, muy galantemente. Considerando los cientos de empleados que debían pasar por esos corredores, sería un milagro que él recordara el rostro y la sonrisa de todos. Ya estaba pensando que podría seguir su camino y dejar al hombre sin riesgo, cuando él, sin dejar de mirarla, dijo:

– Por cierto, yo soy Garwood Hetherington.

– ¡Ah! -murmuró ella, sin saber qué reacción esperaba él de ella, al darle esa noticia. Ella ya había intuido que él debía ser un alto ejecutivo de Hetherington, así que no fue mucha sorpresa enterarse de que no sólo lo era, sino que estaba en la misma cima de todos. El Presidente -murmuró e instintivamente le extendió la mano.

– ¿Y usted es? -preguntó él, estrechándole la mano.

– Kelsa Stevens -sonrió ella y advirtió que el señor Hetherington estaba tan ocupado, como debía estarlo cualquier presidente de una compañía, cuando, con un movimiento brusco, el hombre miró su reloj para ver la hora.

– Ese es un nombre muy poco usual -comentó él y, con un esbozo de sonrisa, preguntó-: ¿Y tiene otros nombres, también?

Sintiéndose extrañamente a gusto con su trato, Kelsa no experimentó ninguna timidez.

– Para librarme de pecados, mis padres me clasificaron con el nombre de Kelsa Primrose March Stevens -contestó ella, pero por si acaso a él le parecían sus nombres muy graciosos, Kelsa apartó la vista con el pretexto de ver la hora.

Pero no había ningún buen humor en la voz del hombre cuando, después de un par de segundos, comentó:

– Supongo que eso fue porque nació usted en marzo.

Ella lo miró, sintiéndose nuevamente cómoda con él.

– No, de hecho fue en diciembre -Kelsa sonrió-. El nombre de mi madre era March y creo que, como ella tenía un solo nombre, lo quiso compensar poniéndome tres a mí, pero…

– ¿Tenía? -la interrumpió Garwood Hetherington.

– Mis padres murieron en un accidente automovilístico hace dos años -repuso ella en voz baja.

– Lo… siento -dijo él con aspereza, y siendo obviamente un hombre muy ocupado, sin decir nada más, hizo una inclinación de cabeza y siguió su camino.

En los siguientes días, el hecho de que el presidente de la compañía se hubiera dignado charlar un buen rato con una de sus empleadas, comenzó a borrarse de su mente. Sin embargo, a la semana, cuando el trabajo tan monótono que hacía la hizo pensar en buscarse otro puesto, se dio cuenta de que el presidente de la compañía, no la había olvidado. Y estaba sorprendida de que, gracias a su nombre, que a él le pareció muy poco usual, la tomó en cuenta para auxiliar de su secretaria particular que estaba saturada de trabajo.

Kelsa apenas pudo creer en su buena suerte cuando recibió una petición para presentarse de inmediato en la oficina del presidente y tener una entrevista para el puesto de asistente de la secretaria particular.

Simpatizó con Nadine Anderson de inmediato y le dio gusto darse cuenta de que fue recíproco. La secretaria particular del presidente tenía unos cuarenta años, pensó Kelsa, y la entrevistó de una manera muy agradable; y Kelsa casi no lo podía creer cuando, a los pocos minutos, la mujer declaró… que pensaba que las dos podrían trabajar muy a gusto juntas.

Fue tan rápido, que Kelsa apenas lo podía digerir; se despidió de la sección de transporte y en un par de horas, ya se encontraba establecida en la oficina de Nadine Anderson.

Aprendió mucho en las siguientes tres semanas. Tenía una mente ágil y absorbía los conocimientos como una esponja; en poco tiempo se dio cuenta de que nunca había sido tan feliz. El trabajo, aunque le era extraño al principio, estaba dentro de sus capacidades, era agradable y la mantenía completamente ocupada. Además, había una bonificación: tanto Nadine como el señor Garwood Hetherington eran siempre generosos, independientemente de las tensiones que afrontaran. Y al pasar una semana y otra, Kelsa advirtió que se había formado un lazo afectivo no sólo con Nadine, sino también con el presidente.

En el aspecto personal, Kelsa se enteró de que Nadine era divorciada, pero que estaba nuevamente comprometida, aunque no tenía prisa por volver a casarse. Del presidente, Kelsa supo que era casado y que vivía con su esposa Edwina en Surrey.

Su hijo, Carlyle Hetherington, además de ser el director general del Grupo Hetherington, era de ideas avanzadas y se responsabilizaba por los nuevos proyectos. Lyle, como su padre afectuosamente lo llamaba, estaba inspeccionando su planta en Australia todo ese mes y Kelsa todavía no lo conocía. Al detenerse el ascensor en su piso, ella, haciendo divagaciones, advirtió que llevaba tres semanas trabajando en el último piso, y que no faltaba mucho para que conociera al hijo y heredero de Hetherington. Él debía llegar ese día o al siguiente, recordó Kelsa, y como según Nadine, él visitaba la oficina de su padre una vez por semana aproximadamente, sin duda vendría esa semana también. Al parecer, Lyle Hetherington era de los que alcanzan el éxito en el mundo.

– Yo tenía muchas ambiciones a su edad -le confió Garwood Hetherington un día cuando le comentaba sobre los planes futuros de su hijo. Y conseguirá lo que se propone -dijo con orgullo-, aunque, con la mitad de la junta directiva en contra, no sé cómo lo hará, pero es capaz de ser despiadado si tiene que serlo; así que será interesante ver cómo se desarrollan las cosas -terminó con admiración.

Kelsa se dirigió a su oficina, comprendiendo que a veces se tenía que ser algo rudo en los negocios, pero esperaba que Carlyle, aunque fuera así, tuviera algo del encanto de su padre también. Luego se olvidó completamente de él, al ver que su jefe ya había llegado y tenía la puerta de su oficina abierta.