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De pronto, se enfadó más. ¿Por qué debía de actuar de modo diferente? Las leves bromas de Garwood Hetherington la divertían durante el día; entonces, ¿por qué no reírse cuando lo deseaba? Era un placer trabajar para él y… su malintencionado hijo podía irse al diablo, o a Australia lo más pronto posible. ¡Ojalá nunca hubiera salido de ahí!

Se le olvidó su enfado unos cinco minutos después, al caminar por uno de los corredores del edificio, ¿y a quién encontró viniendo hacia ella? ¡A Lyle Hetherington! Se veía alto, distinguido, inmaculadamente vestido y, mientras le daba un salto el corazón, Kelsa supo que él no se dignaría hablarle, lo cual le parecía muy bien.

Estaba casi frente a él, cuando, bastante enfadada, le dirigió una mirada dura. Pero casi se amilanó cuando, con una expresión arrogante y helada, los ojos gris acero atravesaron los de ella con tanta frialdad, que Kelsa comprendió que había elegido a la persona equivocada para ser su enemigo.

Lo único que pudo hacer, fue echar la cabeza hacia atrás y pasar junto a él rápidamente, como si no hubiera visto esa mirada que indicaba que no había terminado con ella, todavía.

Pero su enfado se había desvanecido y en cambio, se sentía bastante perturbada cuando regresó a la oficina. Se pasó toda la tarde esperando que entrara Lyle Hetherington y acabó tan tensa, que ya no le hubiera importado que él viniera y hablara con su padre. Lo único que podía pasar era que su padre lo convenciera de la verdad y todo habría terminado. Realmente, eso era ridículo, pensó.

Pero esa tarde no hubo señales de Lyle Hetherington; y cuando a las cuatro y media, su jefe se detuvo delante de su escritorio para decirle que, como había trabajado de más la noche anterior, podía irse a su casa, la obstinación de no escapar, además de la cantidad de trabajo, la hizo rechazar el ofrecimiento.

– No -respondió, y le dirigió a su jefe una sonrisa encantadora-, me gusta estar aquí.

Después de un instante de mirarla, él extendió una mano y le revolvió el cabello como a una niñita de dos años.

– Preciosa niña -comentó él y pareció estar feliz, pensó Kelsa, al regresar él a su oficina.

Ya en su apartamento, Kelsa continuaba con sus divagaciones, mientras lavaba algo de ropa, como a las ocho de esa noche. ¡Cómo le hubiera gustado que su abominable hijo hubiera visto que su padre la trataba como a una niña, entonces no tendría ninguna duda acerca de que no había absolutamente nada entre ellos.

Suspiró ante lo inevitable de que Lyle Hetherington ocupara su mente todo el tiempo. Parecía que se había alojado ahí permanentemente, desde el primer día que lo vio en la oficina de su jefe.

Se preguntó por qué él no habría entrado a la oficina de su padre ese día; y para cuando su ropa quedó exprimida y colgada en su tendedero de la cocina, recordó a una mujer con quien había trabajado en Coopers. El esposo de la mujer tenía una aventura amorosa extramarital y, cuando lo confrontó su esposa, el hombre, para desdicha de la mujer, en vez de abandonar a su amante y regresar a su hogar, hizo lo contrario y se fue a vivir con la otra mujer. ¿Sería ése el motivo de que, a pesar de la maligna mirada que le lanzó Lyle Hetherington, él no hacía nada al respecto? ¿Había él decidido, siendo mucho más mundano y experimentado que ella, que el mejor beneficio para su madre radicaba precisamente en que él no hiciera nada?

Kelsa se preparó una taza de café y se la llevó a la sala. Todavía seguía pensando en lo mismo, cuando sonó el timbre de la puerta. Al abrirla, casi no lo podía creer… pues no contento con ocupar su mente todo el tiempo, ahí, enfrente de ella, con expresión sombría e inflexible, estaba el mismo Lyle Hetherington.

Eso era algo en lo que Kelsa no había pensado: que él decidiría visitarla en su apartamento. Pero, aunque su corazón latía a tamborazos mientras él lentamente la escudriñaba de arriba abajo, Kelsa no estaba dispuesta a que el hombre la impresionara.

– Puesto que, obviamente, está usted aquí para verme, supongo que debo invitarlo a pasar -dijo con tono belicoso. Lo invitaría a pasar, pero de ninguna manera le diría que se sentara-. Espero que esto no tome mucho tiempo -agregó con insolencia, cuando, cerrando la puerta, él entró detrás de ella a su bien arreglada sala. Ese hombre le debía una gran disculpa y, de pronto, deseó esa disculpa más que ninguna otra cosa.

Pero no hubo ninguna disculpa, pues él casi no esperó a que ella se detuviera y se volviera para verlo, cuando le preguntó con tono maligno:

– ¿No ve a mi padre esta noche?

– Evidentemente, no ha visto a su padre para notificarle la ridícula versión que tiene usted de que él y yo tenemos una vulgar y barata aventura amorosa -explotó Kelsa, empezando a hervir de ira.

– Vulgar, sí; barata, lo dudo mucho -profirió él de modo insultante. Y, por primera vez en su vida, Kelsa comprendió a las mujeres que le daban una bofetada a un hombre. Aunque ella tenía más control sobre sí misma que eso, desde luego, pero eso no impedía que estuviera furiosa, especialmente, cuando él continuó-: Ridícula versión, ¿eh? -pero cuando ella abrió la boca para contestar, él la interrumpió-: ¿acaso niega que salió a cenar con mi padre anoche, que…?

– Estuvimos trabajando hasta tarde -interrumpió ella, pero no tuvo oportunidad de agregar que Nadine Anderson estuvo ahí también y que él la habría visto, si se hubiera esperado.

Sin dejarla agregar nada, él tronó:

– ¡Las mujeres como usted me dan asco!

– ¡Un momento!

– ¡Él es lo bastante viejo como para ser su abuelo!

– ¡Eso lo sé! -replicó ella, alzando la voz.

– Pero de todos modos no le importa, ¿verdad?

– ¡Claro que no me importa! -casi gritó ella-. No tiene por qué importarme. Sólo soy la asistente de su secretaria…

– Pues no se ganó ese puesto con su duro trabajo. Usted…

– Si se refiere a la forma en que obtuve mi ascenso -interrumpió ella acaloradamente-, sé que no parece muy… correcto; pero me encontré con su padre, un día, en el trabajo y una cosa llevó a otra y…

– ¡Vaya que si la llevó!

– Y -continuó ella, furiosa- él me preguntó mi nombre y como le pareció muy poco usual, lo recordó cuando Nadine Anderson mencionó que le caería bien tener una asistente -¡vaya; hasta que logró aclarar eso.

Sólo que Lyle Hetherington, con la mirada dura, no creía una sola palabra de lo que ella decía.

– Y, desde luego, él no la encuentra atractiva -se burló él.

– Yo…

– Y, desde luego, él nunca le ha demostrado ninguna señal de… digamos, ¿afecto?

– Yo… -Kelsa iba a decir que no, cuando recordó la forma afectuosa en que el señor Hetherington le había alborotado el cabello ese día. Pero no tuvo oportunidad de decir nada, porque Lyle Hetherington, al ver su titubeo, continuó el ataque.

– ¿Algo le detuvo su mentirosa lengua?

– ¡No! -protestó ella-. Creo que su padre me aprecia, pero…

– Vamos, señorita Stevens -se burló él-, de seguro lo sabe usted.

– Muy bien, entonces -se encendió ella, aunque vio por la forma en que él entrecerró los ojos, que él esperaba una confesión que estuviera de acuerdo con su tesis-. Claro que su padre me aprecia, como yo lo aprecio a él. Pero eso es lo normal, ¿no?

– Su idea de lo que es normal difiere mucho de la mía.

– ¡Oiga usted! -exclamó ella, ya hastiada-. Hasta usted, con su mente torcida, debe reconocer que nunca toleraría trabajar con una secretaria particular, o su asistente, que le fuera antipática o desagradable.