Luis Gasulla
Culminacion De Montoya
I
«En consecuencia este Superior Tribunal de Honor encuentra que el coronel Luciano Montoya, viudo, de cuarenta y cinco años de edad, es indigno de vestir el uniforme y ostentar la jerarquía que…»
La voz impersonal del secretario avanzaba sin descanso entre los incisos, pausando las comas y como deteniéndose a contar mentalmente hasta tres al llegar a un punto, pero el coronel Montoya, destinatario del discurso, sentía crecer entre él y la voz una pared espesa, gomosa, donde las palabras se aplastaban, disolviéndose hasta convertirse en un eco apagado, privado de sustancia. Cerró los ojos y se mantuvo rígido, apretando las poderosas mandíbulas, mientras su enorme cuerpo adquiría una consistencia pétrea.
Experimentaba una ligera excitación en la yema de los dedos y en la punta de la lengua y un nervioso temblor en el párpado izquierdo que, al contraerse, descubría el globo del ojo dilatado por la cólera.
El final había resultado aún peor de lo previsto: desde el estrado el secretario del tribunal estaba proclamando el comienzo de su derrumbe.
La voz había enmudecido; ahora se escuchaban ruidos de tacos, crujir de papeles, retazos de diálogos cortantes y nerviosos, toses ahogadas, saludos. El lento y ordenado desbande, automatizado por el tenaz ejercicio de la disciplina, despoblaba su contorno.
Su defensor, un oficial de maneras corteses, de tez blanquísima, cabellos rubios raleando desde la frente hasta el parietal y ojos celestes, velados por el cansancio, se puso a su costado.
– Realmente, señor, lo siento… ¿Qué hará ahora?
No tuvo respuesta: el coronel Montoya, despidiéndose con un seco ademán de su mano enguantada, se alejaba hacia la calle.
Un automóvil negro pasó frente a él hendiendo la lluvia otoñal y se perdió velozmente en la avenida próxima. Desde el centro de la ciudad el gemido de las sirenas de los diarios anunciaba en Buenos Aires el triunfo de los aliados.
Caminó bajo la lluvia que golpeaba suavemente sobre la visera de su gorra. ¿Qué haría ahora? ¿Valía la pena hacer algo todavía? Estaba atrapado, ésa era la verdad; lo habían atrapado en el apogeo del desorden, en la cumbre del escándalo. El tribunal había golpeado en el centro de su conciencia y lo encontró culpable; qué podía esperar: ¿lástima, desprecio? Lástima y desprecio era todo lo que él sentía de sí mismo. Estaba colmado de esos sentimientos, lo anegaban y desbordaban, mientras su iracundo orgullo se negaba a hincarse frente al oleaje.
De regreso a su casa, dudosamente animado por la presencia de su asistente, se despojó con impaciencia del uniforme y se dirigió a su escritorio. Flotaba en las habitaciones, cerradas y penumbrosas, un perfume de flores amustiadas, un vago olor fúnebre, recordándole la reciente viudez, las ceremonias del luto y la congoja, el preludio de su deshonor.
Afuera, en la calle, trepidaba la actividad y la prisa jadeaba bajo la lluvia, pero aquí el tiempo
permanecía quieto, amedrentado por las colgaduras azarconadas y ese pesado olor que los talones de la muerte dejan detrás de sus pasos.
El «Siútico», su asistente, venía hacia él con una bandeja, trayéndole el whisky; un vaso harto generoso que el coronel Montoya acostumbraba apurar de un trago. El sirviente aguardó, fija la mirada en el rostro de su patrón.
El Siútico era la contrafigura del coronel, su negación o su parodia: achinado, pequeño, no elástico sino sinuoso, piel amarillocenicienta, boca carnosa, casi femenina hasta que descubría los dientes; entonces toda su cara adquiría una crueldad luminosa que él atenuaba velando los ojos y luego, de improviso, agitaba los párpados y su rostro movible, fáustico, se estremecía como el de un fantoche sorprendido fuera de su caja.
– Deja eso por ahí y entérate: nos vamos, ¿comprendido?
– ¡Sin duda, patroncito!… Y qué bien suena la noticia, mi coronel. La atmósfera de esta casa entristece mi alma, se lo aseguro…
– Andando entonces; consigue los pasajes para Comodoro, prepara las maletas y mañana mismo nos vamos… Ahora déjame, quiero estar solo; y si alguien me busca, no estoy.
– ¿Qué debo decir, mi coronel?
– Lo que se te ocurra. Trae los pasajes. Es lo único que me interesa.
El Siútico se disgregó en la casa silenciosa. Un reloj de péndulo desgranó sus notas precisas, inequívocas y el coronel Montoya, apurando el whisky, conjeturó que sólo el tiempo, eternamente seguro, era capaz de atravesar su propia plenitud sin conmoverse.
«¡ Señora, señora mía; muerta y olvidada! Nunca jamás mi coronel Montoya mostró un gesto tan temible como en estos días; nunca rayó tan alto su orgullo ni tan contrito fue su adiós a la ciudad, donde se quedan usted y el niño, bajo la tierra indiferente. Yo fui, furtivamente, a depositar unas flores (cuando regresaba de Constitución, con los pasajes que nos llevarán lejos, a mis pagos).
«Después anduve muy atareado; él se desentendió de todo, atrincherado en sus altos pensamientos. ¿Pensaba acaso en usted? ¿O tal vez, entre la niebla engañosa del whisky, veía a Raulito rodando por la escalera? ¡Ah, señora, el chico no concluía nunca de caer! Yo pensé aquella noche que los infernales escalones se multiplicaban.. Mi coronel no debió alardear de la fortaleza de su hijo: él sí, él es como una gran piedra clavada en la meseta, a la que ningún viento conmueve, pero el muchachito no podía resistir la prueba. Ya nada puede volver a suceder, ni nada queda por recordar, como les dije cuando abandoné mis flores mojadas sobre el mármol.
«Viajó de paisano; dice que ya no es más coronel, ¿cómo puede él afirmar una cosa semejante? En el camarote reservado yo rondaba a su alrededor, sin hablar, aburrido del silencio infranqueable y cansado de mirar los campos siempre iguales. Ó, si no, escapaba al pasillo y volvía a ver los mismos campos, hasta que cerraba los ojos y entonces el paisaje se me colaba dentro, los postes, los alambrados, los caminos, las lagunas donde las garzas parecían adormecerse, y los caballos, los enteros cayendo sobre las yeguas mansas, hasta las vacadas con los morros entre el pasto; todo el campo se levantaba como una cinta y se instalaba en mi cabeza.
«Así hasta San Antonio. Allí nos aguardaban los ómnibus patagónicos. Cambiamos de ropa: botas, sacos de cuero, guantes, bufandas. El coronel pareció alzarse un palmo más todavía. Pero no decía una palabra, ni una sola palabra… ¿se da cuenta, señora? Sus ojos enrojecidos me perseguían a mí, que soy como una cosa, como una valija. Parecían interrogarme, pero el coronel Montoya callaba. Su boca está sellada…
«Nos ubicamos uno al lado del otro, ignorando las diferencias, pero él se limitó a volver la cabeza hacia la ventanilla y apurar un trago de whisky, ese oprobio que allí donde él vaya, está esperando para amenguarlo.
«Volvimos a rodar: ahora la pampa se extendía más lisa, no había árboles, los nublados escondían el sol y los mecánicos maldecían sin importarles poco ni mucho de los pasajeros, cada vez que el ómnibus se aplastaba en los charcos barrosos de la ruta.
»En Trelew entramos en una pieza del hotel de la parada, mientras cambiaban los elásticos de un coche y montaban las ruedas pantaneras.
»El lugar donde estábamos era una pieza cuyo techo se perdía allá arriba en una red de telarañas y manchas de humedad. Mosquitos gigantescos, sobrevivientes del último verano, descendieron sobre nosotros con tales demostraciones de odio o apetito que les cedimos en seguida su penumbroso templo. Volvimos a la sala común. Se comentaba el viaje, se hablaba a gritos, humeaban los tazones de café negro, las pipas y la boca de la estufa. Me acerqué al mostrador. El mutismo del coronel se había convertido en un tema. Insidiosamente creían recordarlo de "antes" o de "alguna parte". Los desanimé disparatando verdades y patrañas en una espiral tan fantástica que yo mismo temía enredarme en ella. Al descuido añadí algo sobre sus malas pulgas y su tremenda fuerza. Ninguno se animó a convencerse personalmente. En realidad, él estaba ebrio.