La primavera reventaba con igual ímpetu tanto en la yema de los renuevos, como en los cereales de las praderas escalonadas en las lomas, y se mostraba pujante en el ánimo de los coyhayquinos. Si por añadidura eran nativos de la comarca o simplemente chilenos, el entusiasmo se nutría de fervor patriótico. Bajo circunstancias tan propicias, el ardimiento natural de hombres y mujeres se multiplicaba, se contagiaba, desbordando los cauces excavados en sus sentimientos elementales y un loco efluvio de alegría, de fiesta absoluta, subía, se enroscaba y, lo mismo que el champaña comprimido en la botella, esperaba una presión en el corcho para que la burbujeante potencia se derramase como un regalo de los dioses.
Y el comienzo de las fiestas estalló incontenible el 15 de setiembre.
Por lo demás, el mayor Pitaut supo realizar sus propósitos.
Engalanado con su mejor uniforme y acompañado por su ayudante y el comisario Godoy, se presentó una mañana en la casa de Montoya.
Montoya era demasiado caballero para negarse. Sin abandonar su reserva ni atemperar su adustez natural, se encontró frente a sus visitantes. Godoy hizo las presentaciones. El Siútico distribuyó asientos, copas y whisky.
– Si no le molesta, señor Montoya, aceptaría una copa de pisco… -dijo Pitaut, aplicando un punto de sus principios psicológicos, que consistía en no allanarse sin un despliegue táctico apropiado.
Se entregaba por grados, ofreciendo a cualquier viento su perfil menos vulnerable.
Esperaba lograr una ventaja pequeña, se conformaba con poco para empezar. Sin embargo, Montoya había librado otras luchas más severas y esta escaramuza inicial no lo inmutó.
– Aguarde un momento -dijo, y se metió en la despensa seguido por el Siútico.
Cuando, al cabo de un momento, estuvo de regreso, el asistente portaba una canasta campesina, de donde comenzó a sacar botellas de variados marbetes.
– Regularmente, yo bebo whisky… -aclaró-, normalmente, pero los sigo sobre cualquier jugo alcohólico…, si gustan acompañarme. Veamos: pisco, vino, aguardiente, coñac y cerveza… ¡A elegir, señores!
El mayor Pitaut sintió el impacto, pero aceptó el reto sonriente.
– ¡Bravo, caballero! Admiro su bodega y si se aviene a un trato recíproco, tanto yo como mis amigos… que espero sean pronto los suyos, procuraremos reducir tan generoso y variado catálogo. Homero se fatigó en un inventario de las naves griegas frente a Troya y nosotros, como humildes bebedores, haremos recuento de zumos del vino y otras esencias… Que Homero me perdone la irreverencia y Baco me dé aliento.
Y se sirvió un buen vaso de pisco.
El comisario Godoy lo miró complacido. Por lo menos, él no era en la ocasión el destinatario de los arabescos verbales del mayor. El ayudante de Pitaut, un joven oficial de aspecto desenvuelto, ya lo conocía.
Montoya se limitó a llenar todos los vasos.
– Pues a su salud y a la de Homero… y a la de ustedes todos.
El ambiente se tornó decididamente de franco regocijo.
– Usted dirá a qué debo este honor… señor… -preguntó al fin Montoya.
El mayor lo observó sonriente antes de contestar.
– Mayor…, mayor Pitaut. Creía que usted reconocía los grados militares.
– Algo, caballero…, algo. Bien…
El mayor Pitaut consideró conveniente suprimir los eufemismos.
– Pues, señor: estamos en las vísperas de nuestra gran fiesta nacional, he llegado a Coyhayque desde la Prefectura de Puerto Aysén para colaborar con mis paisanos, y pensé: todos en este pueblo tienen derecho a compartir nuestra alegría. La Comisión de festejos la componen individuos del país; todos finos caballeros, todos ellos patriotas que aman a Chile… Pero, además, contamos también entre los dilectos a un alemán, a un querido amigo escocés, y lo contamos a usted…, si accede a nuestra cordial invitación. Su presencia nos será grandemente satisfactoria y, desde luego, lo consideramos ya de los nuestros. ¿Qué me responde usted?
El mayor Pitaut aguardó una respuesta y observó a Montoya. Pero éste, cuya mirada parecía detenida en su persona, lo estaba traspasando y se perdía en un universo situado a sus espaldas.
Desde las primeras palabras del mayor, Montoya había sentido una curiosa sensación: tal vez se debiera a alguna particular inflexión de la voz del visitante o quizás a su original retórica que, al alargar los períodos como paladeando cada vocablo, hubiera ejercido una determinada hipnosis, o quizá también a causa de que su atención fuera relativa, lo cierto era que su pensamiento consciente se había desasido de lo circundante y flotaba en una imprecisa soledad, poblada de otras voces audibles sólo para él y de imágenes apenas reconocibles.
De pronto, después de muchos meses de haber casi alcanzado aquella ataraxia grata a sus inquisiciones estudiantiles, la mención de Homero, o de Baco, o de las naves detenidas frente a una Troya legendaria inaugurando una interrogante milenaria, o tal vez simplemente el hecho de estar cumpliendo una norma social que, con sutil vehemencia, lo devolvía a su verdadera o adquirida condición, nuevamente había sido arrebatado por el tiempo. El tiempo era el pasado recorrido por fantasmas, el negro río cuyas aguas no regresan nunca, pero cuyo sabor impregna para siempre la memoria… Su memoria, recorrida silenciosamente por invisibles carcomas, persistía en lacerarlo.
«Marta, ¿por qué regresas a mí desde más allá de la vida? Siento que todo fue un ciego furor; mi vida y yo mismo ha sido furor y locura. ¿Por qué te herí de tal manera? Ahora sé que no olvidaré jamás. Ahora sé que viví como un bruto. Un bruto sin muro que atropellar, salvo tu débil heroísmo… Estás ahí; te siento más viva que en la vida. Presente y real… Apártame tu hijo, nuestro hijo, ese pobre que ignoré. Déjame olvidar, no puedo más…»
Cerró los ojos un instante borrando la visión erizada de áridos perfiles. Después levantó su copa. Ningún signo exterior delataba su íntimo desgarramiento.
– Estoy a disposición de ustedes. El pueblo tiene derecho a la alegría.
– No me negará, mi mayor, que el señor Montoya le ha caído simpático -estaba diciéndole a Pitaut, el oficial Chacón, su ayudante.
– ¡Qué lesera, amiguito! Claro que me cayó bien, pero el deber es lo que cuenta, no se equivoque… Entretanto, y como nada ganaré mostrándome huraño, puesto que mi objetivo consiste precisamente en conseguir su confianza y no en alimentar su recelo, haré cuanto pueda para arrimar ese carancho trasandino a mi blanco palomar. A propósito, ¿lo invitó a la reunión de esta noche?
– Personalmente, señor. Esta mañana le entregué su esquela.
Pitaut se mostró satisfecho. Levantándose del sillón, rodeó el escritorio y tomó del brazo a su ayudante. Este aspiró el fino olor de lavanda que rodeaba a su jefe.
– Me dicen que llegan del otro lado muchos viajeros en estos días.
– Así es, señor; casi todos vienen meramente a colocar mercaderías aprovechando las fiestas. Están todos bien identificados.
– ¡Excelente, mi distinguido jovencito, excelente! El deber primero; el deber siempre… Pero volviendo a los festejos; le sugiero amablemente, por si lo hubiera omitido, respecto a la conveniencia de organizar un comité de niñas cordiales y sin mayores problemas, para agasajar a los señores más solitarios… La gracia, joven discípulo, no tiene por qué andar reñida con el deber. Por lo demás, usted sabe cuánta alegría ofrece a los corazones sensibles contemplar entre el áspero gris de las sierras, la bellísima presencia roja del copihue. ¡Ah, esas flores rojas, abrazadas a las rocas!
– Se hará, mi mayor -dijo Chacón, demasiado aleccionado para esperar mayores aclaraciones.
– ¡Al trabajo pues, joven! Nos veremos esta tardecita, rumbo al Casino.
El oficial Chacón se cuadró rígidamente.