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Todavía hubo un último número: cuatro o cinco parejas de jinetes, apenas separados lateralmente por un metro de estribo a estribo, se lanzaron al galope en dirección a un compañero detenido en el rumbo. Este se mantenía rígido y desafiante, con las piernas entreabiertas y los brazos en jarras. La primera pareja se abalanzó sobre el hombre y, tomándolo de los brazos con soberbia suavidad, fue izado y llevado velozmente; un leve envión y estuvo a caballo del jinete de la izquierda. Pero su lugar ya había sido ocupado por otro huaso e izado por la segunda pareja y ahora volteado hacia el jinete de la derecha. La rapidez de los cambios era increíble y producía un efecto casi mágico de escamoteo o duplicación. Un mínimo error, una vacilación, un paño al viento o una cinta que trabase el movimiento y toda aquella sucesión de carreras-saltos-hombre-luz, se convertiría en un trágico hacinamiento. Sin embargo los huasos no vacilaron…

El coronel Montoya admiraba la destreza del hombre de a caballo. Era aquél un juego viril y exacto, y él cultivaba ambos términos. Por una hora se había hundido en la contemplación de los jinetes y apreciado sus evoluciones. Era casi feliz.

Su desconfiado anfitrión lo observaba de reojo. Al margen de sus excentricidades poseía la suficiente preparación psicológica como para inferir de la actitud del misterioso personaje su interés en el espectáculo. Sin duda Montoya era un experto en caballerías y jinetes. Pero él buscaba conocer los verdaderos motivos de su presencia en Coyhayque y no comprobar los conocimientos profesionales del argentino.

Sin embargo Montoya eludía sus discretas indagaciones y le negaba cualquier evidencia comprometedora. El juego podía durar indefinidamente y Pitaut comenzaba a cansarse. La situación tendría que resolverse y él descartaba la idea de fracasar en la empresa. Ni por un momento se le ocurrió aceptar un Montoya inocente y desprevenido.

– ¿Qué opinas tú, don Luciano? -preguntó, mientras descendían del palco y se confundían con los espectadores en retirada.

– Te diré; sencillamente magnífico.

– Me complace tu elogio, conciso y rotundo… como tú. Mientras en estas tierras haya hombres y caballos como éstos, el país no perecerá.

Montoya se rió divertido.

– Vaya juicio, compañero… ¿Quién amenaza tu tierra? Y, aunque no lo creas, todo perecerá…, «todo verdor perecerá».

– ¡No… no! No me amargues este glorioso día, tétrico amigo. Amo lo joven, el placer, el amor.

– Y el poder y un gran destino… ¿verdad?

Pitaut se detuvo.

– Tú lo has dicho… También eso… Pero dejémonos de avizorar el porvenir. Tu pampa se hizo para vislumbrar el horizonte erizado de lanzas o tractores…; a mis vegas las cierra el mar insondable y las montañas; yo agoto cada día hasta las heces porque el horizonte concluye allí… -y sus manos enguantadas señalaron los picos nevados.

– Ven conmigo directamente a la cena del casino; no quiero abandonar hoy tu compañía. Tomaremos unas copas antes.

Viéndolos alejarse juntos, Chacón pensó, algo molesto, que su jefe reservaba para el sospechoso atenciones excesivamente solícitas.

La comida que señalaba el fin oficial de los festejos congregó a gran cantidad de vecinos. Una extensa lista de platos de pescados, mariscos, pollos y pastas, fue lentamente apurada entre brindis extenuantes de «copita echááá», vivas y exclamaciones de aprobación.

Los Fichel, con machacona tozudez, aprovecharon la oportunidad para insistir en asociar al coronel Montoya en sus negocios.

– Amigo, en una temporada de verano, digamos entre octubre a marzo, instalamos el obraje, acopiamos la madera de raulí, la aserramos y la cruzamos a Chile.

– ¿Y qué papel hago yo? -preguntó por fin Montoya.

– Dos: capital en la sociedad y su puesto en la explotación. Manejar gente brava requiere hombres cabales y los que contamos son… bueno, lo que son. Aquí tenemos muchos amigos, pasar la madera es fácil y ya está colocada de antemano. Hay un cuatrocientos por ciento de beneficios seguros -afirmó Otto Fichel, que manejaba con pericia las cifras.

“¿Qué más da? -se interrogó a sí mismo Montoya-. Sería divertido ayudar a este par de sinvergüenzas.»

– Decídase, don Luciano. No le estamos ofreciendo un conchabo sino un gran negocio -dijo Max entusiasmado.

– Lo pensaré, lo pensaré -respondió Montoya desviando su atención hacia Pitaut, que ocupaba un asiento a su otro costado.

El mayor le susurraba algo al oído de la dama que lo acompañaba, mientras sus ojos expertos le recorrían el cuello perfecto y la hendida comba que el escote exhibía con segura seducción.

– Te quemas ya… -le murmuró el coronel.

– Esta «cabrita» me marea. ¿Te gusta? Mañana te la presento. Pero esta noche es mía…

Montoya conocía el exacto sentido del término «presentar».

– ¿Mañana? ¿Qué tenemos mañana?

– Te lo dije antes, Luciano, pero estabas en Babilonia. Mañana es día del pueblo… y algunos días más. Para mañana te tengo preparada una «remolienda» en tu honor. El mejor cabaret quedará reservado para mis oficiales y mis amigos en exclusividad completa. Nada faltará, te lo garantizo.

Montoya había bebido aquel día más todavía que en sus peores épocas de excesos. Una niebla sucia flotaba en su cerebro. Toda la sensual avidez de su temperamento se hallaba sometida a la máxima tensión. Relampagueaban en su mente retazos de conversaciones, escenas de hombres y mujeres exaltadas en el «pololeo» atrevido, copas levantadas y acariciadas por rojos labios que mordían el cristal mientras los ojos transmitían el deseo y la promesa. Una ráfaga pánica se levantaba de las praderas, retozaba entre las altas araucarias, en aquella tierra sometida al rigor del invierno y que ahora resplandecía y gozaba.

Los recuerdos del reciente pasado se confundían en su cabeza. Vacilaba y se hundía en oleadas de whisky. Su participación en los festejos duraba ya cuatro largos días. En ninguno dejó de beber y excitarse para beber más. Miró a las mujeres que rodeaban la larga mesa y todas parecían semejantes a Elisa; todas parecían desgarrarse en gritos o sonrisas contenidas, desnudarse y deslizarse, sonámbulas de deseo, hasta su lecho de horror. El sexo, su sexo atormentador, castigaba su carne con ávidos reclamos.

Se levantó y sin excusarse ante nadie, salió del salón. Afuera, por el amplio corredor del edificio rodeado de jardines, una brisa fresca ondulaba las ramas de los árboles. Contra la sombra oscura de las hojas, lejanas y tocándolas, las estrellas constelaban un cielo de mármol negro. No había silencio. No podía haberlo, pues de las casas próximas, por las calles y por todo el ámbito circundante, serpenteaban los sones de la cueca, el canto y el rumor de la fiesta. Aspiró el aire fresco y limpio y encendió un cigarrillo. Por entre los automóviles reunidos bajo la arboleda, algunas parejas se estrechaban largamente.

Un camión con un viejo toldo de lona embreada acababa de detenerse frente al Casino. De él descendieron el comisario Godoy, un carabinero y el conductor. Por detrás lo hicieron otro policía y dos mujeres. Vigilados por los guardias, las dos mujeres y el conductor del camión se alinearon al costado del vehículo. La luz amarillenta de los ventanales iluminados resbalaba sobre sus rostros.

Al acercarse Godoy casi choca contra el coronel.

– Buenas noches -lo saludó al reconocerlo.

– Iguales las tenga -dijo Montoya-. ¿Qué pasa ahí?

– Nada… Un paisano suyo detenido por orden del teniente Chacón. Voy a dar el parte.

Montoya insistió:

– ¿Qué ha hecho? ¿Quiénes son las mujeres?

– Cosa de la Policía, don Luciano. No se preocupe. Es un baratijero y las mozas lo acompañan. Vienen de Balmaceda. Por allí entraron…