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Con inconsecuencia de ebrio, Montoya se desatendía del asunto. «En el fondo no le importaba», pensó.

Sin moverse de su sitio observó el rostro asustado del hombre y las figuras cohibidas de las mujeres. Eran jóvenes y bastante agraciadas. La más joven aún estaba en la adolescencia.

– Ese es un argentino -refunfuñó el coronel Montoya.

Tiró el cigarrillo y penetró de nuevo en el casino. Una luna teatral asomó entre el enjambre de las estrellas.

Sintió lástima por sí mismo.

«No aguanto más -tornó a pensar, súbitamente agobiado por la fuerza de los recuerdos-. Mañana mismo me voy. Le diré al Siútico que se prepare…»

Cuando, de madrugada, se apearon de la camioneta frente a su casa, desde algún lugar impreciso, una dulce voz femenina se elevaba como un pífano sagrado, entonando en lengua extranjera el «Ave María» de Gounod. Las notas de un piano rodaban como gotas de luz. Los dos hombres se estremecieron.

– ¡Eh, tú! Gallo… gallito… ¿Me compras este chai?

– ¡Roscas, roscas!…

– ¡Ya estás toitito «curado»!… Pero vidita, eres un mero alambique…

Todas las calles de Coyhayque habíanse convertido en feria, teatro y galantería. Los fastos estaban en manos del pueblo.

En las «enramadas» (estrados de tablones sobre los cuales se armaban techos de ramas y tres paredes mal cubiertas, ofreciendo el frente como un antiguo escenario del Siglo de Oro de la España de Lope), se bailaban sin cesar cuecas y más cuecas, ejecutadas con guitarras, quenas y flautines. El pisco y el vino dulzón se brindaban generosamente. Un revolear incansable de polleras, un martilleo de tacones; el vuelo audaz de unas piernas, mostrando más allá de las ligas, la carne morena y joven del muslo y un coro chispeante de desenfadada admiración, se sucedían de tablado en tablado. A intervalos, alguien lanzaba un viva patriótico y el coro lo repetía; colocando en la cresta del grito su amor y lo lanzaba, rebotando como una pelota sonora, hacia el cielo azul. Para quebrar el hechizo, alguno, menos solemne, interrumpía con alaridos y berridos incomprensibles antes de rodar, totalmente vencido por la borrachera.

Al pasar el grupo formado por Pitaut, Montoya, ahora en compañía del Siútico, el señor Intendente, los Fichel y otros amigos de la Comisión, todos ya confundidos sin recelos con el pueblo, eran incitados a beber, provocados por las mujeres, ebrias de música, vino y galanteos.

El mayor Pitaut, de paisano, los ojos brillantes, exudando satisfacción, acariciaba aquí una mejilla femenina; allí estrechaba una mano ruda y algo torpe ante el honor y desnudaba con intensos exámenes los encantos de sus queridas «cabritas».

– Luciano -dijo, volviéndose hacia el interpelado-. ¡Qué pollita la de anoche! Un fuego, querido, un fuego… ¿Y tú qué hiciste después de abandonarnos?

– Escuchar el «Ave María» de Gounod…, eso fue todo lo que hice…

Pitaut estalló en carcajadas.

– Decididamente estás algo loco, ¿quién canta avemarías de madrugada?

– No sé quién lo hacía, pero era una mujer y no participaba por cierto en nuestra fiesta.

– Mañana pongo a todo el personal a descubrir ese monstruoso portento, apenas concebible en la mente afiebrada de un caribiano.

Montoya tuvo un repentino recuerdo.

– A propósito de anoche y de tu personaclass="underline" ¿para qué querías tú o el fiel Chacón a ese pobre diablo que trajeron detenido al casino? El y sus dos mujeres.

– ¿Tú los viste? Pues te diré: al tal lo envié a la comisaría…, adulteración de mercadería, falta de documentación y permiso de mercar…, en fin, bastantes cositas…

El coronel lo interrumpió.

– Oye ¡qué diablos! ¡Si así hacen y así vienen todos!

– Tal vez, mi querido don Luciano: en este cruel mundo en que vivimos, la ley es a menudo escarnecida, la bondad pisoteada y ni los cien ojos de Argos, el príncipe argivo, ni siquiera el otro Argos, perro fiel de Ulises, cantado por Homero…

– ¡Ah, no!… ¿Vas a recitar toda la Odisea ahora?

Pitaut volvió a reír. Después prosiguió sin molestarse.

– No temas… Decía que ninguno de todos los recaudos imaginables puede contener la triste vocación del hombre por infringir la ley que él mismo hace o acepta. (Montoya intentó imaginar un mundo de hombres puramente legisladores emulándose en el acatamiento perfecto de las leyes, pero la idea le resultó absurda.) Sin embargo, yo no puedo admitir que un delincuente… ¡y ese sujeto tiene una traza inquietante!, arrastre con él además a dos inocentes y bellas criaturas. Las alojé pues en el casino y esta noche, debidamente acicaladas, formarán parte del dulce comité de niñas que nos aliviarán del pesado fardo de defender la ley. Mi ánimo se eleva reconfortado al pensar que con un solo acto protejo a la sociedad y salvo a tan bellas niñas de las sucias garras de ese carancho…

Montoya cuadró su poderosa mandíbula y apretó los puños con cólera. ¿Qué se proponía Pitaut?

¿Lo estaba provocando? ¿Por qué? ¿Con qué intención? Cada vez soportaba menos a aquel cínico, cuya mente maduraba sus planes despreciando todo límite. A Montoya nunca le había repugnado tomar la mujer ajena, pero actuaba como una fuerza espontánea y avasallante. No calculaba los riesgos ni se encubría. Atropellaba con todo, aguas arriba, hasta ser ahogado por ellas. Pero el frío cerebro de Pitaut parecía sumergido en una profundidad viscosa, donde flotaba igual que una medusa entre algas submarinas. Tan muertos como los héroes de sus citas mitológicas, pero no dignos del Olimpo sino apenas carroña para Thánatos, los pensamientos de Pitaut repelían.

No tuvo tiempo de contestarle. Desde una enramada reclamaban a la comitiva. Los danzantes pedían que el intendente les dirigiera la palabra. En el enorme tablado una pululación de pies golpeaban el piso; se alzaban las botellas; tintineaban los collares y aros de las mozas y Montoya hasta creyó ver el brillo insultante de un cuchillo, no en el cinto chapeado de monedas sino alzado por una mano oscura y velluda. Pero ya todos lo arrastraban siguiendo a Pitaut y al intendente. Subieron y se formó un bullente círculo de hombres y mujeres. Medio de soslayo, hablando para el público de la «enramada» y el que se había congregado atraído por el aspecto de los «señores», el buen hombre inició su discurso.

– ¡Pueblo de Coyhayque…, pueblo chileno…!

Un aplauso multiplicado le cortó la palabra.

– … ¡ Honremos a la patria en orden y con el entusiasmo más jubiloso…; holguémonos al recordar a nuestros gloriosos antepasados heroicos que nos dieron esta tierra maravillosa, la bandera y la gloria de ser chilenos!…

No pudo continuar ni hubiera sabido cómo…

Estallaron petardos, las manos impacientes golpearon las cajas de las guitarras y la algarabía cubrió toda la calle. Montoya no escuchaba al orador. Había oído muchos discursos semejantes. Apartando el cerco humano que se apiñaba en el fondo del tablado, descubrió un hombrón caído, con los restos de una botella rota, cuyo contenido, corriendo por su pecho, se mezclaba con la sangre que fluía de la herida que le descubría los bordes del cráneo.

– ¡Este hombre se está muriendo! -le gritó al mayor Pitaut.

– ¡Qué va…, patroncito!… -argumentó uno de los que ocultaba al caído de las miradas indiscretas-. Apenitas lastimadito; ya verá qué pronto se pone bueno.

– No te preocupes, ven; dejemos que sigan con lo suyo.

Era Pitaut que se llevaba con él al coronel.

– Te lo dije: la ley necesita también abrir la mano y cerrar el ojo cada tanto. Si muere no lo llorarán demasiado… A estas horas su mujer, si la tiene, estará ocupando su vientre con otro patriota como él. Hoy reinan el amor y la alegría… Mañana lloraremos quizá todos…

(El universo de acatadores perfectos de la ley había estallado en mil pedazos en la mente de Montoya.)

«Señora, mi señora; el coronel vuelve de nuevo a su paciente tarea de destruirse… Aquí estoy espiando cómo esa fortaleza suya, con dura voluntad, se hunde hasta el cuello en los placeres. El dinero se convierte en sus manos en cajas y cajas de whisky, en mujeres y fiestas. Inspíreme señora, señáleme de alguna manera un camino, aunque sea el último…, o no habrá tiempo…»