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El coronel había concurrido a la remolienda, que prometía ser memorable. Algo le habían recomendado, pero con los vapores del alcohol no lo recordó después. Cuando penetró en el edificio, habilitado exclusivamente para los organizadores de la fiesta, le sorprendió la profusión de luces, la abundancia de bebida y el atuendo de hombres y mujeres. Su entrada también provocó sorpresa y comentarios, pero por una curiosa razón. Al parecer era el único que vestía el traje habitual y llevara la cara descubierta.

Un grupo numeroso, de quien resultaba fácil advertir que se trataba del mayor Pitaut y sus oficiales, se habían no disfrazado, pero sí caracterizado con chaquetas y pantalones de huasos, ajustados y lujosos. Las chaquetas, entreabiertas, mostraban el pecho desnudo y el conjunto lo remataban con un negro antifaz. A «Maquintaire» era sencillo reconocerlo merced al legítimo conjunto escocés de zapatos, medias y pollera a grandes cuadros rojos, verdes y azules. Su velludo torso ostentaba solamente un grueso correón en bandolera de cuero repujado con motivos de la verde Erín, a cuyo extremo colgaba, entre borlas de colores, una robusta vaina encerrando el cuchillo de las cacerías, del que asomaba la trabajada empuñadura. Solo le faltaba el cuerno legendario.

No pudo distinguir a los Fichel, y a los restantes, en forma insegura, los fue catalogando con esfuerzo. “¿Qué significaba esa extravagancia?», se preguntó.

Contempló a las mujeres. Creyó advertir que las integrantes del establecimiento, oficiaban ahora de camareras y coperas, pues no vio ningún hombre en tal cometido. Las otras, sin duda las famosas del «comité de niñas», quizás alguna fuera, efectivamente, una niña por la edad, pero todas exhibían unas figuras donde la inocencia juvenil, hacía siglos había huido escandalizada.

Entonces se enfrentó con María González y su hermana Jorgelina, y también con Lupe Guevara…

– Pero, Luciano… ¡Vaya que eres descuidado! ¿Y tu máscara?…

Pitaut, enmascarado, lo estaba interrogando plantado a su frente, las largas piernas delineadas por el ceñido pantalón y el pecho perfumado, mostrando el fuerte tórax apenas recubierto de un fino vello rubión.

– ¡Ah…, conque eres tú! -exclamó Montoya divertido-. Pero atiende: ¿qué diablos pretenden con esta mascarada? Olvidé tus recomendaciones… se las tragó la última copa.

– Es un punto de discreción, amigo mío: mi osado e imprudente compañero. Con este atavío y su remate nadie se atreverá mañana a decir: ¡yo vi a ese hombre!

– Eres el gran maestro de la farsa -dijo Montoya, mientras recibía de una morocha atrevidamente provista de líneas y escasa de ropas, su primera copa rebosante-: ¡A tu salud, desconocido!

Pitaut meneó la cabeza, simulando resignación.

– Ya no tiene remedio… ¡Loco, loco! Ven, te «presentaré» a Lupe; te la «presento», ¿comprendes?… Está impaciente por «afilar» contigo, ella misma me lo ha confesado.

Montoya, sin dejar de apreciar sabiamente a la bellísima amiga del mayor, no permitió que Pitaut eludiera la pregunta que le estaba brotando de los labios.

– Pero no me dices nada de mis paisanas. Las veo allí, bastante cohibidas… ¿Cómo lograste que vinieran?

– ¿Dudabas acaso? Ninguna dificultad… y también tengo aquí al marido de la mayor. Reo perdonado e invitado personal. Por ahí anda, equilibrando su cuota de hambre atrasada.

Estaba, en verdad, el marido de María González; pero su hambre difícilmente equilibraba, su miedo y su confusión. El pobre diablo no se hacía muchas ilusiones sobre la causa del encarcelamiento, su liberación posterior, e inclusive su sorprendente condición de invitado, con máscara y todo. Observó hesitante al hombre aquél, de vigorosa contextura, mentón de gladiador, ojos fríos acostumbrados a hacerse obedecer y único que ofrecía a propios y extraños su cara descubierta.

Montoya brindaba en ese momento con Lupe Guevara. Una hembra soberbia. Mordiendo un panecillo, contempló segura e interesada al deseado forastero.

– Aquí está el famoso Luciano Montoya…, el «gallo» de Coyhayque; hasta en Aysén resuena el eco de tu fama. Eres el gran devorador de «cabras», ¿o no?

– Tu boca dice cosas que tu cabeza no piensa… Esta es la única tierra donde los «gallos» gozan a las cabras. Yo no soy un gallo, querida, sino un hombre -respondió Montoya.

En el fondo el asunto no le gustaba. No la mujer sino la oferta anticipada y prevista que ella le hacía. En el placer se entregaba a un destino o lo conjuraba, pero allí no existía el destino. Lupe Guevara se había pegado a él, mientras a su alrededor se elevaban las voces, las parejas pasaban bailando en giros desenfrenados y la música crecía por los salones. El perfume enervante de la mujer lo anegó como una marea. Bebió hasta el fondo otra copa.

– Eres hermosa, amiga…

La mujer se apartó mostrándose en todo su continente; deslizó sus manos, de largos dedos sensitivos, por su busto, se recorrió el vientre perfecto y las dejó descansar finalmente en las curvas de las caderas. La seda del vestido exaltaba la línea llena de sus piernas.

– No tienes todavía una idea exacta, cabal…, deja que bese tu boca y verás.

Montoya comprendió que con Lupe Guevara, los escarceos estorbaban. Ciñéndola por la cintura la llevó por un corredor hasta una habitación, obviamente preparada para aquellas circunstancias. Mientras la besaba y era besado, el reclamo de su sexo inundó su sangre y galopó por sus venas con furiosa vehemencia. Ni un equívoco gesto de ternura, excepto el furor de la carne. Lupe vestida… Lupe desnuda… Lupe ofreciéndole lascivamente sus grávidos senos de pezones erguidos… Lupe clamando, penetrada, volteada sobre el lecho revuelto… Lupe mordiendo su hombro… Lupe ciñendo con sus largas piernas de amazona sus piernas de músculos tensos… Lupe alcanzando el filo de la gloria… Lupe denigrada cayendo al fondo abismal del frenesí… Lupe recibiendo en su cálida carne exacerbada la pasión del macho exacerbado… Y por todo el vasto universo de la carne Lupe cortesana, menuda y temblorosa estrella, sorbiendo una gota de la eternidad… Lupe febril… Lupe aquietada… Lupe miserable…

Cuando regresaron al salón, los enmascarados estaban probando lo acertado de sus antifaces. Los Fichel se habían hecho presentes. Parodiando a dos campesinos bávaros resultaban más originales que proyectando negocios. Evaristo Linares, con gatuna apetencia rondaba alrededor de María González, que lo contemplaba azorada, apretándose contra su marido.

Pero donde el escándalo había alcanzado su más alta expresión, era el lugar donde «Maquintaire», como un Falstaff creado por un Shakespeare degradado, asistido por el comisario Godoy, ofrecía a sus chillonas admiradoras, una prueba visible y concluyente de su adulta virilidad.

Todo comenzó cuando una alegre «cabrita» manifestó sus dudas sobre el real sentido de la pollera a cuadros del escocés.

– ¡Tú, gordete -había gritado, señalándolo-, tú no eres toro!

– ¿No?, ¡eh!… convéncete…, pero os advierto -su vozarrón resonó como un bramido- que he olvidado los cal…zon…ci…líos… Vale un «pico».

La pollera, elevada a la altura del pecho, demostró claramente que era cierto.

Su gesto se convirtió en la señal de que la «remolienda» estaba en su punto culminante. Los hombres de Pitaut, imitándolo, se despojaron de sus chaquetas primero; algunos desecharon en seguida los ajustados pantalones recamados de bordados multicolores y sólo los antifaces vistieron su desnudez.

Montoya se desprendió de la compañía de Lupe, la que sin demora se llevó al interior a otro bizarro admirador… ¿Chacón? ¿Ibáñez? ¿Qué importaba su nombre?