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María González interrogó con los ojos a su marido, antes de contestar la pregunta del coronel.

– ¿Te gusta esto, muchacha?… ¿No? Pues quédate ahí quietecita y no te pasará nada… Vos, mocosa; cuida a tu hermana y deja de admirar a los caballeros, ¿comprendiste?

– Sí… sí, señor.

Pero Evaristo Linares estaba borracho y encaprichado. Ahora se vino con una rubia colgada del brazo.

– Mi estimado amigo y colega -dijo, dirigiéndose al marido de María González-, te presento a mi mujer; muéstrate alegre y cortés con ella… Anda…

La rubia se desplomó sobre el asustado y bastante embriagado camionero.

– Bueno, yo… -tartamudeó el desgraciado, a quien nunca nadie había hecho un regalo semejante.

No era demasiado escrupuloso, pero un resto de dignidad lo retenía aún al lado de su mujer.

La penumbra había remplazado al derroche de luz del comienzo. En parejas sobre los amplios sillones o deslizándose a las habitaciones de las bailarinas, los juerguistas se entregaban a las últimas caricias. Alguien perseguía a alguien y los besos, suspiros y risas se atenuaban después del exceso.

Pedro González quizás hubiera cedido y abandonado a su mujer a la codicia de Linares, pero la impaciencia que éste tenía le evitó la vergüenza y generó su martirio…

– Oye, tú, sé caballero y preséntame ahora a tu mujer. A ti ya te conoce de sobra…

– Deja a mi mujer en paz o te rompo la cara… -estalló González.

– ¡Argentino de m…! -gritó Linares-. Conmigo no te hagas el compadre…

Con la sagacidad que muchos individuos adquieren con la ebriedad, el español había retrocedido de un salto, arrebatado el cuchillo de caza del escocés «Maquintaire», desplomado en una silla con el abultado vientre subiendo y bajando como un fuelle

asmático, y antes de que la misma víctima percibiera su fin, lo había clavado hasta la empuñadura en el pecho de Pedro González, quien lanzó un grito de bestia sacrificada en el matadero.

Montoya escuchó el grito y gritó él también con rabia incontrolable. De un manotón tiró por el suelo a Pitaut, que se llevaba a la temblorosa y núbil Jorgelina y alcanzó a Linares, antes que éste clavara el cuchillo ahora sobre la aterrada María. Muy pocos entendían siquiera lo que estaba sucediendo.

Evaristo era pequeño comparado con Montoya, pero se resistía con furia de loco. Alcanzó con el filo agudo a rozar el hombro del vengador, su muñeca quedó engarfiada por los dedos de hierro de Montoya y, por fin, con infernal lentitud, la punta del cuchillo emprendió un viaje inexorable hacia su garganta.

Se fue deslizando hasta el suelo como un muñeco sin cuerda. Un chorro de sangre surgió del canal abierto en su cuello. Pitaut aullaba.

– ¡Deténganlo, métanlo preso…! Es un asqueroso… -el barullo ahogó el final de la frase-…Montoya, ¡te has sentenciado!

Pero el coronel Montoya, lúcido por el esfuerzo y la rabia, empujaba el destino a golpes. Los golpes caían sobre él y él sobre los golpeadores; sentía el bárbaro placer de los huesos descalabrados y sus músculos tensos golpeando como si sus puños fueran de hierro y la carne contraria el caliente metal que se retorcía, y María y Jorgelina González hipando de miedo eran empujadas, protegidas, y la gran vidriera de cristales opalizados estallaba en la terrible confusión; un disparo silbaba hacia las estrellas y el Siútico, con su rostro amarillento de brujo ancestral, ponía en marcha la camioneta y adoraba el instinto de sus razas mezcladas, pero llenas de sabiduría: ¿chino?, ¿japonés?, ¿araucano?, y al fin los gritos quedaban atrás y los cuatro se alejaban de la muerte, y el mayor Pitaut maldecía, y Godoy tropezaba con las hembras embriagadas, y un áspero olor de semen caliente, vino y sangre revueltos envolvía a todos, a Fichel primo y primo y al escocés y a Lupe Guevara, desprendiéndose del abrazo de otro de sus casuales amantes, mientras se tapaba el sexo lastimado, gimiendo: «¡Dios mío! ¡ Dios mío!»

En el fondo de la calle, un ebrio apostrofaba a las tinieblas:

– ¡Arrepiéntanse, pecadores…! ¡La hora del castigo se acerca!

VI

De una punta del garabato de hierro enganchado en el extremo saliente de la cumbrera del rancho colgaba un trozo todavía sangrante de capón.

Hacía muchas horas que los fugitivos Montoya, el Siútico y las despavoridas y llorosas María y Jorgelina González, sólo veían crecer la mañana y la trompa rugiente de la camioneta devorar kilómetros, animada de una fraternal solidaridad menos mecánica de lo que pudiera esperarse. Ninguno se engañaba; únicamente el prodigio de los pistones golpeando con furia matemática en sus cilindros de acero y la chispa incesante liberando energía pusieron, entre ellos y sus perseguidores, la distancia que media entre la libertad y la cárcel o la muerte.

Se detuvieron casi debajo de la chorreante muestra. Montoya hizo sonar la bocina y sin esperar más sacó el cuchillo y empezó a desprender el trozo de carne. Llevaban doce horas de carrera.

– ¡ Eh! ¿Qué está haciendo? ¡Deje eso!

El barbudo y desgreñado poblador llegaba corriendo desde un corral cercano.

– Lo necesitamos más que usted -fue la respuesta-. Carnee otro capón y listo.

– Claro; el señor lo ordena… Total no es suyo… -el hombre pretendía aparentar serenidad y fiereza, pero no las tenía todas consigo.

El aspecto de los viajeros no inspiraba ninguna confianza. «Si pudiera alcanzar el rifle», reflexionó.

– No se sulfure -dijo Montoya, echando la carne sobre la carga-, ¿cuánto vale todo?

– Eso no vale tanto como el capón que tendré que degollar ahora…

Con calma, Montoya contó unos billetes argentinos.

– Ahí van quinientos. Sobran…

El poblador respiró aliviado.

– Por quinientos pesos llévese hasta mi mujer… -dijo, cerrando su mano sobre los billetes.

– Gracias… Tengo bastantes… Prefiero sal y algo de pan.

La sal era morena. El pan duro como piedra. Echaron en el tanque el último bidón de nafta y partieron de nuevo. Iban por Arroyo Verde en dirección del Alto Río Senguerr. Cerca de una laguna recostada contra un faldeo buscaron una quebrada que los protegiera del viento.

María González y su hermana ensayaron unos pasos y se detuvieron, se desplomaron envaradas. Escapadas de la pesadilla, sin lágrimas, sin hombre, la ruina y el dolor las abrumaba.

– Tuvimos suerte, señor -canturreó el Siútico, mientras arrimaba pedazos de ramas y encendía el fuego-. Si los carabineros no hubieran estado tan borrachos y ocupados con la fiesta, nos atajaban.

– Quizá -convino el coronel, ensartando el pedazo de capón con un hierro aguzado.

Le dolía cada centímetro del cuerpo, la cabeza, los brazos, las piernas. Se sentía recorrido de arriba abajo por pinchazos dolorosos. Masticaba sangre reseca. Buscó en el interior del vehículo el whisky y con un trago hizo buches. Luego bebió, pero en seguida la extrema debilidad le dobló las rodillas. Se sentó en el escalón de la camioneta y se cubrió la cara con las manos.

Había roto los puentes, había matado, había saltado sobre las últimas leyes. Sin embargo, no se consideraba culpable de nada. Recordó con lucidez cada grito, cada rostro, cada recodo de la infernal subida hacia la frontera, mientras pálidamente, la claridad matinal recortaba los picos de las montañas. Parecían ascender en procura del lecho del sol, y la luz y el color crecían alrededor y el verde era verde en los árboles y rojo, azul o blanco, en las florecillas montañesas, y ellos giraban sin detenerse. Atrás quedaba Coyhayque, en la madrugada hirviente de ebriedad y alaridos de rabia. Atrás, la inútil pretensión de la última guardia chilena y la primera argentina (carabineros y gendarmes corriendo y empuñando fusiles labradores).

¿Y todo para qué? ¿Y todo por qué? ¿Por qué?

¿POR QUÉ?

El coronel Montoya, el avasallador de mujeres, el impávido y duro coronel Montoya; el ahora degradado, sucio, quebrantado Montoya, acertijo apasionante de un desconfiado policía de frontera, había golpeado, peleado bravamente, embriagado de furor y matado sin lástima: todo porque la insignificante mujercita de un baratijero de contrabando sin agallas se resistía a acostarse una hora con un encelado y maldito borracho.