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Era como para reír o temblar. Porque no eran ni María González con su miedo, ni Jorgelina azorada contemplando la descubierta y multiplicada virilidad de los hombres de Pitaut, ni siquiera el recuerdo, los reclamos marciales del honor y la espada poseída; no. Simplemente, y él no lo comprendía aún en plenitud, había sucedido que el dedo de Dios, con infinita paciencia, acababa de rozar su alma.

– Mi coronel; la carne está lista. Venga.

Montoya alzó la cabeza y miró al desconocido. La cara de Siútico, colocada contra el sol, era una imprecisa sombra sin relieve.

Fue en busca de las mujeres. María y Jorgelina se habían lavado algo con un hilo de agua que fluía de la montaña. Sólo entonces se acordó de que prácticamente no se conocían.

– Me llamo Luciano Montoya…, señora; lamento la muerte de su marido… y también la imposibilidad de traerlo…, como fuera. Necesitamos comer algo. Vengan conmigo.

– Sí, sí, señor -dijo María.

Su voz sonaba tímida pero suave.

No eran bonitas, ni tampoco la clase de mujeres que el coronel había gozado.

De tan serena la tarde columpiaba su pereza. En el centro de la laguna una pareja de garzas rosadas arqueaban sus cuellos y se mantenían inmóviles. Nubes muy altas se desplazaban lentamente. Del asado quedaban los huesos.

– ¿Qué piensan hacer ahora? -les estaba preguntando Montoya a las muchachas-. Yo para el Sur no iré… Me conocen y habrá dificultades. Dentro de un tiempo se olvidará lo ocurrido, pero por el momento…

María González encontró coraje para expresar la esperanza que la sostenía.

– Queremos seguir con usted, señor don Luciano… Todo lo poquito que teníamos quedó allá; el camión., las cosas…, mi marido…

– Cada cual es pobre a su manera -dijo Montoya-. En cuanto a seguir con nosotros, la cosa va a ser difícil. ¿Verdaderamente no tienen a nadie a quien recurrir?

María y Jorgelina negaron con los ojos. Montoya las contempló largamente. Todavía quiso apartar el dedo divino que rozaba insistentemente su alma.

– Pero, ¿es que no comprenden? Somos dos fugitivos. Los carabineros no van a contar una historia a gusto nuestro… Lo más probable será que me acusen, a él y a mí, de haberlas robado, no sin antes matar a su marido, María, y de armar el gran jaleo en Coyhayque… Además yo… -se detuvo-. Y está esta joven… ¿cuántos años tiene?

– Quince, señor; quince cumplidos… -respondió Jorgelina, mirando absorta al semidiós Montoya.

– ¡Claro! Lo dices como si fuera una hazaña…, ¿comprende ahora, María? Con una menor junto a nosotros, o nos escondemos o me encierran… Piénselo.

Con los ojos húmedos, María González suplicó:

– Iremos donde usted quiera, ¡pero, por el amor de Dios no nos abandone!

El Siútico, que desde la escapada de Coyhayque casi no hablaba, dijo como para sí mismo:

– La tierra es ancha, señor; además, no nos molestarán demasiado. Están acostumbradas a lo peor…

A Montoya le pareció que la tarde oscilaba sobre un eje invisible. La figura de María iba y venía, empequeñeciéndose y agrandándose a cada latido de su sangre.

María estaba acostumbrada a lo peor. Incluyendo el no saber positivamente quién había sido su padre y a sufrir tales recuerdos de su madre, que hubiera preferido ponerlos a los dos en la misma condición.

A los ocho años, flaquita y huraña, ya oficiaba de sirvienta en Comodoro. Su buena suerte podía sintetizarse brevemente: tanto daba que un ratón entrase en la despensa o que el diablo se descolgase por el caño de la estufa; la culpa era siempre de María González.

Después vino Jorgelina a compartir su nada. Sin embargo, existen seres en quienes el instinto vital se desarrolla en grado increíble. El caso fue que las dos hurtaron las granos de vida suficientes como para alcanzar un peso magro, pero visible. De alguna manera quienes las engendraron las habían dotado de ciertos valores, rasgos de inteligencia y hasta una dosis de gracia natural. Defendieron su escaso tesoro y con esta dote María encontró un marido, lo bastante pobre y sencillo como para elevarla al rango de esposa.

Ahora, Pedro estaba muerto, y ella era, real y legalmente, una viuda. En la Patagonia ser viuda es casi un título de honra. Hasta había logrado que alguien la llamara «señora» y no la tutease. El hombre que estaba sacudiendo la cabeza para desprender de ella el dolor de los golpes, la llamaba «señora».

Corrió hacia el hilo de agua con un paño y lo trajo empapado.

– Déjeme que lo cuide un poco, señor. Descanse, necesita descansar.

Montoya no comprendió: se había dormido o desmayado.

En la caja de la camioneta improvisaron una cama con el toldo y las mantas, acostaron sobre él el corpulento cuerpo de Montoya y con María a su lado, refrescando la frente que ardía, y el Siútico en la cabina, al volante, y Jorgelina demudada, prosiguieron la marcha.

El péndulo de la tarde se aquietó de nuevo en el fiel de su pereza. A ratos, Montoya deliraba. Entonces, María escuchaba nombres desconocidos para ella. Alusiones a un mundo imaginado pero confuso. Acariciaba la frente del hombre, humedecía los labios apretados, callaba su propio dolor. Una inmensa solicitud, inexpresable todavía, pues el ejercicio de la bondad recién comenzado, ignorando cómo manifestarse, amenazaba trizarse entre lágrimas o risas.

¡Qué distinto parecía este hombre comparado con su marido! Tal vez ni mejor ni peor, solamente distinto. Ella nunca tuvo tiempo para diferenciar con claridad el bien del mal. Era bueno lo que no la lastimaba aunque pasara a su lado sin rozarla y quizá fuera malo lo desconocido, las fuerzas escondidas que podían destruirla; como la que hacía unas horas la había arrastrado hasta la fiesta trágica; la que obligó a Pedro a ir junto con ella, pasivamente, apenas deseando que todo acabara pronto, con la menor pérdida posible. Y todo estaba perdido, hasta la misma vida de Pedro, que no pudo salvar nada del desastre.

En cambio, ahora pasaba sus dedos inhábiles por aquella frente poderosa e indómita, y contemplaba con temor tanta fuerza yacente, la nariz recta, ancha, y los labios gruesos, altaneros, curvándose sobre el mentón recio, donde la quijada parecía cuadrarse enmarcando el rostro de un hombre. Caído, imponía respeto; quizá cuando despertase impondría temor. Si María González, en aquel instante, hubiera podido interpretar sus propios sentimientos, sabría que para siempre, en el bien o en el mal, ella estaba desplomada a su lado, subyugada.

El coronel se recuperaba. Se volvió de lado. Pareció extrañarse de la leve penumbra que lo rodeaba. Vio encima de él un cristal azul, donde algunos destellos insinuaban las primeras estrellas. Vio el rostro anhelante de la muchacha. Gimió:

– Marta… ¡ah, Marta! No me mires así…

– ¿Quién es Marta, señor? ¿Quién es Marta? -preguntó María, entre confusa y decepcionada.

Montoya luchó para alejar la opresión de su cabeza. Las imágenes dispersas de sus ideas comenzaron a ordenarse en su cerebro. Con lucidez sintió la sequedad afiebrada de sus labios.

– Déme algo de beber, tengo sed -reclamó. Pero María no encontraba lo que necesitaba. Con el bailoteo del vehículo tornóse más difícil la búsqueda. Nada le era familiar. Se sentía humillada y torpe. Se volvió hacia él, avergonzada. -No lo encuentro -dijo.

– Déjelo entonces… María, atiéndame: golpee sobre la cabina, a ver si ése la oye y se detiene. Parece que manejara con riendas…

Por fortuna el Siútico entendió el sentido de los golpes y se detuvo. En seguida se encaramó sobre la caja.