– ¿Qué, ya está mejor?… ¿Necesita algo? Montoya rezongó:
– Varias cosas. Una, la botella; otra, que me digas adonde ibas, y la tercera, que me apartes a esta señora, porque tengo algo que hacer…
Y sin esperar que le respondieran, descendió pesadamente y se apartó del camino.
Orinó contra una piedra, largamente; y después de orinar se apretó las sienes y vomitó el capón de la tarde y el vino de la madrugada. Del vientre golpeado, el torrente parecía arrancarle las entrañas. El frío de la noche lo estremeció… y recordó una noche reciente, en el patio de un hotel de Comodoro. El recuerdo se le antojó muy antiguo.
«Esto se está volviendo una costumbre», volvía a rezongar. Pero ahora el alivio físico iba acompañado de una sensación menos amarga. Cuando regresó caminaba derecho. Bebió poco. La debilidad lo contuvo. Miró las figuras desvaídas de las muchachas.
– ¿Les he dado trabajo?, ¡eh!… Bueno, ya pasé lo peor. Después de todo, ellos también recibieron una buena paliza.
Montoya convino con el Siútico que pasarían el resto de la noche en Río Senguerr. Estaban cerca. Necesitaban nafta. Y descanso para sus cuerpos. Sobre todo ellas. En Senguerr, María y Jorgelina tuvieron una pieza para ellas y una cama para ellas y cuatro paredes que las separaron del mundo, y entonces María pudo llorar su pena y su agotamiento (aunque no supiera claramente si lloraba por el pasado tremendo o el insondable porvenir).
Se sintió pequeña, perdida en un laberinto de sucesos que no comprendía. Y cuando al fin dejó de llorar, el sueño cayó sobre ella y la sumergió en un río que la llevaba lejos; un río que se curvaba sin desbordarse, de aguas de mercurio y orillas de basalto. Y en sentido contrario otro río, oscuro y abovedado, se curvaba allá arriba. En la noche podía medir el tiempo y comprobar cómo las estrellas se desplazaban silenciosas, frías, lejanas, hasta caer a sus espaldas sin chocar. Desaparecer simplemente. El lomo del río era helado, el cielo y las estrellas flotaban en un universo endurecido por el frío. Entonces la mano del hombre tomó la suya y la elevó sobre la corriente, hasta la orilla de la vida. El río de los muertos susurraba su fracaso.
Un camionero rezagado entró en el pueblo bañando con el haz de los faros las paredes del frente de casas que bordeaban el camino. La luz trazó un canal luminoso y chocó contra un cartelón, donde, al pie de un enorme rostro sonriente, se leía con grandes letras negras: «Coronel Perón, el Primer Trabajador».
– A mí me lo contás-murmuró el cansado conductor-. ¿Y yo qué hago? ¿Me rasco las pelotas a estas horas?
El muchacho acompañante se despabiló.
– ¿Ya estamos?… ¿Qué decías de rascarte…, qué?
El camionero estaba malhumorado.
– Che, bobo; yo no me repito… Aquí el único que se repite es «El Primer Trabajador».
– …Y… tendrá una flota -dijo el muchacho, que no había entendido nada.
El coronel Montoya se despertó al sentir el fragor de la máquina detenerse frente al hospedaje. En la oscuridad sintió la respiración silbante del Siútico. Era la primera vez que compartía una habitación. Sin esfuerzo volvió a dormirse. Estaba muy cansado.
María y Jorgelina también sintieron llegar al camionero. Así llegaba Pedro González cuando volvía de mercar sus chucherías entre los puesteros de las mesetas. Después se acostaba al lado de María y su olor tenía algo de oveja y cuero sobado. En cambio, su boca olía a nafta, porque cuando el carburador del cascajo se atascaba, chupaba aquí y allá y escupía la esencia hasta que la piel de los labios se resecaba. Muchas veces, al besarla, dejaba sobre sus mejillas la huella sangrante de sus labios agrietados.
A pesar de su determinación de continuar el viaje, se demoraron un día en Senguerr. La Dodge requería la atención de los mecánicos; de una de las cubiertas sólo quedaba la tela interior y la hoja maestra de la suspensión se había quebrado. Pero principalmente el cansancio los mantenía medio aturdidos y cualquier decisión les costaba un enorme esfuerzo de voluntad. Montoya obligó a María y Jorgelina a recibirle unos pesos para sus necesidades, y María resolvió entonces comprar ropas de luto. Fue el único homenaje al muerto. El resto lo utilizó en alimentos, algunos remedios y artículos de higiene. Regresó al hotel acompañada de su hermana, cargada de paquetes y con una nueva sensación de conformidad reconcentrada. Jorgelina en cambio, tan poco amiga de expansiones como su hermana, y con menos motivos de pesar, parecía entusiasmada con la loca carrera hacia lo desconocido.
– ¿Vamos a seguir con ellos, María? -preguntó cuando se aproximaban al hospedaje.
– Sí -fue la concisa respuesta de María.
– ¿Sabes adonde van; qué pasará con nosotras? -insistió Jorgelina.
– Tampoco lo vamos a saber dejándolos. Me refiero a nosotras; no nos queda nada… Además, el señor Montoya es bueno,…
– ¿Te parece? A mí me da miedo… Y ese otro…, parece un fantasma o una vieja con pantalones… «Siútico», ¿sabes lo que quiere decir, no?
– Qué más da… Para mí no es un hombre; entendeme, no por el nombre o lo que signifique, sino porque es la sombra de don Luciano. Yo no tengo miedo del señor; lo he visto sufrir, quejarse… Cualquier cosa que haya hecho, no escapa de los carabineros o de la Policía, es demasiado hombre para escaparse. Soy muy ignorante, Jorgelina, pero dicen que algunos le disparan al diablo… o a Dios. El es un señor, únicamente le tiene miedo al ojo de Dios. Jorgelina era virgen, pero no inocente o ciega. Su corta existencia fue demasiado áspera como para resguardarle la adolescencia del contacto del pecado o lo sucio. Mantenía su virginidad porque nadie la había volteado en su camastro de sirvientita. Por eso dijo con absoluta tranquilidad:
– ¿Y el ojo de Dios te va a proteger si él quiere acostarse contigo?
María se detuvo un instante abochornada. No dijo una palabra hasta que estuvieron en la pieza. Cuidadosamente depositó los paquetes que embarazaban sus brazos, luego se quedó mirando a Jorgelina con aire duro y absorto. De pronto le cruzó la mejilla con una bofetada.
– Para que no seas asquerosa… Yo no soy una p…, ¿entendiste?
Jorgelina se arrinconó llorosa. María se sentó al borde de la cama, dejando caer las manos sobre la falda continuó como para sí misma:
– Ninguna de las dos somos eso que dije, ¿sabes? Pero si él quiere acostarse conmigo… o contigo, ¿quién se lo va a prohibir? ¿Acaso el río repara en las piedras que arrastra cuando crece y atropella contra todo? Si no es él será cualquier piojoso borracho que nos alcance un poco de pan… No sé, no entiendo nada; pero iremos con él hasta donde quiera llevarnos…
Se levantó y miró por la ventana. En el patio, Montoya y el Siútico trajinaban en la camioneta. El robusto cuerpo del coronel, apenas cubierto con un pantalón y una camiseta, se hinchaba y distendía, con los movimientos de sus músculos. En los hombros y brazos se le dibujaban los moretones violáceos de los golpes recibidos. María se retiró lentamente de la ventana. Como si de pronto se hubiera sacudido todas las dudas, sacó de los paquetes el
vestido de luto y lo estiró sobre la cama. Luego comenzó a quitarse los que llevaba. Tenía el cuerpo moreno, de hombros suaves, carnes firmes y el vientre redondeado, todavía no herido por la maternidad. Los senos pequeños tampoco conocían los artificios femeninos ni los necesitaban. El luto acentuó sus formas sin ostentaciones, pero sin mengua.
– Anda, hermana, acomoda las cosas y no tengas más miedo. Nunca estuvimos seguras de nada, ¿de dónde ahora será distinto?
Salió: fue a la cocina y pidió dos tazas de café, pan, un poco de manteca salada. Puso todo sobre una tablita ancha a modo de bandeja y salió al patio.
– No ha comido nada, señor. Hágalo… Y usted también…, Artemio.
Montoya retiró la cabeza del interior del motor de la camioneta. Se limpió la grasa y el aceite de las manos con un trapo.