– ¡ Ah, es usted! Veo que se ha puesto de negro. Tal vez la ayuda… Yo no tomo café a estas horas… Bueno, no ponga esa cara y démelo.
Se apoyó en el guardabarros. El Siútico tomó su taza y un pedazo de pan y se sentó directamente en el suelo. El sudor le corría por las arrugas. Miró pensativo a la muchacha.
Eran cerca de las once. En el patio el viento se ovillaba en los rincones y salía luego disparado hacia el Sur con un silbido parejo. Uno que otro ocupante del hospedaje remoloneaba al sol. El camionero de la madrugada renegaba en la otra esquina del patio soplando un tubo de goma empapado con nafta, procurando producir el vacío necesario para trasvasar el líquido de un tanque al del camión. La nafta le corría por la barba de una semana y los labios se le ponían blanquecinos. Le tiró un puntapié a una gallina que se metía debajo del camión. Una mujer gorda salió de la cocina y gritó una grosería. El camionero le respondió con otra, riéndose. Cuando la gorda se dio vuelta, miró a los viajeros y se llevó el índice a la sien en una mímica que él consideró más elocuente que las palabras. Después su mirada resbaló con desenfado sobre María, desde la cabeza hasta la curva de las caderas.
«Está buena la fulana…, suerte para el grandote ese… ¿será su mujer?… ¡Y yo haciéndome la del mono! ¡Vida piojosa! Y este cascajo de m…»
– Che, pibe, alcánzame las pinzas y un cacho de alambre… Otra vez se desprendió el carburador.
En la sala grande, donde preparaban la mesa para el almuerzo, estaba entrando un gendarme; saludó al patrón y le dijo algo. María lo vio y sus ojos buscaron los del coronel. El la miró y después también al gendarme. Mordiendo el pan calmosamente, le dijo a la mujer
– Usted quiere seguir con nosotros, ¿no? Pues le haré el gusto… Esta noche salimos… Por cualquier cosa… -Le alcanzó la taza vacía-. No tema, señora… y gracias por esto.
Pocas veces en su vida había agradecido nada. Pocas veces en la vida de María González le habían agradecido nada. El ayudante del camionero tropezó con ella cuando venía con las pinzas y el alambre pedidos.
VII
«Señora; mi señora Marta… Desde hace muchos días; desde antes de lo ocurrido en Coyhayque, parecemos huir…, huir siempre. Corremos hacia el Norte; ¿sabrá el señor hacia dónde o cuándo tendrá fin este correr desatinado? El coronel ha vuelto a encerrarse en el silencio. Maneja durante horas y horas sin pronunciar una palabra, bebiendo a cada rato. Para su desgracia dispone de bastante dinero como para renovar las botellas vacías en Tecka, Esquel, El Bolsón… Por donde pasa deja el recuerdo del whisky comprado sin regatear. Estamos malditos y es inútil querer escapar. En todas partes nos espera el infierno…
»Su memoria no nos abandona nunca, vive con nosotros, se nutre de nosotros; pero él no se entrega y continúa hacia el Norte, con los labios sellados. Su mirada es sombría, está enfermo, sufre, pero calla. No la nombra nunca a usted ni al niño. En eso no ha cambiado nada. Cuando usted estaba a su lado, yo inventarié prolijamente las horas y los días que usted aguardó en vano que él reconociera su presencia… ¿Por qué no quebró usted el silencio? ¿Por qué fue débil? ¿Por qué mi tiempo nunca fue colmado ante tanta iniquidad?
»Sé que no tengo derecho a dudar; quizás usted no era verdaderamente débil, sino demasiado fuerte, pero su fuerza era de otra naturaleza. Yo recogía la limosna de su soledad y, cada uno en su esfera, se protegía con ella. ¡Qué extraña familia la suya, señora! ¡Qué extraña y qué terrible! Como galeotes infernales condenados a remar eternamente encadenados uno al otro, sin amor semejante, pero amando tal vez cada uno a su manera; encadenados y destruyéndose.
«Pienso y pienso: ¿cuál era su propósito, el suyo, el que ocultaba su resignación? ¿Sigo yo esa huella invisible, esa señal, ese mensaje o propósito, jamás insinuado ni transmitido realmente, pero que existió, sin duda, o todo sería para volverse lúcidamente loco?
»Sé también de un modo carente de explicación que mis pensamientos la alcanzan; todo lo que hube de callar me viene ahora que ya no vivo su presencia y vuelve hasta usted como un viento que gira y gira y la roza. Por eso callo lo más penoso o lo más sucio que hacemos, para no herirla más, ¿comprende?
»Pero algo está ocurriendo aquí que rebasa la medida…»
María observó a hurtadillas el rostro lleno de arrugas del Siútico. A pesar de su carácter reposado y nada medroso, el rostro cambiante del asistente le infundía inquietud. Defendido por aquella piel que se contraía y estiraba alrededor de la boca o de los ojos, hasta ocultarlos, el Siútico parecía impenetrable. Suscitaba fascinación o aversión, casi nunca simpatía.
Cansada de contemplar un panorama de cerros y abismos apenas entrevistos, de árboles y cielo azul, procuró mantener la vista puesta en la ruta que seguían. Le dolían los ojos. Desde su posición, rígida entre los dos hombres en la cabina, pues Jorgelina cumplía su turno atrás, en la caja del vehículo, donde la muchacha al menos podía estirarse sobre las mantas y contemplar cómo el camino se deslizaba velozmente hacia atrás, mientras ella veía apenas el rostro cuadrado del coronel. El perfil de la frente, la nariz y el dibujo de los labios. Miró sus manos aferradas al volante. Las venas se hinchaban en el dorso y a ratos los dedos se abrían para volver a cerrarse sobre el curvado cilindro. Único vestigio animado, las manos se abrían y cerraban a intervalos, como si cedieran a la tensión a que estaban sometidas o, la derecha, caía sobre la palanca de los cambios de marcha, segura y obediente al mandato del cerebro.
Llevaban cuatro días de marcha, cuatro noches durmiendo en piezas diferentes, eludiendo todo contacto con extraños. Hablaban poco, apenas lo imprescindible, y esas pocas palabras tejían, sin embargo, una red sutil, pero firme, alrededor de los cuatro viajeros. Unidos primero por el recuerdo de un suceso terrible, después por la fuga inolvidable, ahora por esa tácita y consentida solidaridad mutua, pues resultaba difícil establecer dónde estaba centrada la mayor fuerza entre los cuatro. Cada uno equilibraba las potencias del otro; resguardaban sus secretos pensamientos y necesitaban -eso lo intuían vagamente-, necesitaban el testimonio ajeno para seguir adelante. Peligroso equilibrio, fluctuando permanentemente entre la ansiedad y la inquietud. Probablemente la menos afectada fuera Jorgelina, pero aun así, a ella también la envolvía aquel clima de crisis reprimida.
De la pelea en Coyhayque, de la muerte del camionero y de la de su asesino, no pronunciaban una palabra. Parecían haber decretado sobre el hecho la consigna del silencio. Como siempre, y ello lo sabía muy bien el Siútico, el coronel se hubiera dejado despedazar antes de que le arrancaran una palabra sobre algo que pudiera concernirle. En su reserva residía el meollo de su fuerza, y quizá también su martirio y su fracaso. Agonizaba en un círculo cerrado herméticamente y un ser humano no puede callar eternamente los sentimientos que lo agobian.
…¡Paff!… Con un estallido seco una cubierta de la Dodge, desgarrada por una piedra filosa, comenzó a desintegrarse. El vehículo osciló bruscamente, quedó primero de costado, giró como un trompo espectacular e, incontenible, saltó fuera del camino. Sorprendidos y desconcertados por la inesperada conmoción, los viajeros fueron sacudidos violentamente en el estrecho recinto, convertido de pronto en una peligrosa trampa. El vehículo rodó, todavía oscilando, de izquierda a derecha, saltando por encima de los montículos de mata guanaco, y por fin se clavó de punta en una depresión del terreno.
Afuera, desde la caja, venían hasta ellos los chillidos histéricos de Jorgelina.
Apenas la camioneta se inmovilizó, el Siútico intentó abrir la portezuela de su lado, pero no lo consiguió.
– ¡Se ha trabado!
– Bajen pronto por ésta… -gritó el coronel, haciéndolo por su lado-; no sea que se prenda fuego. Por fortuna no hemos volcado… ¡Pronto! Está visto que este bicho nos quiere descalabrar del todo…