»Mi ausente señora: le confesaré algo que, por lo demás, nunca fue un secreto para usted. Al día siguiente de ese proceso, o, como lo llaman, Tribunal de Honor, de cuyo resultado jamás tuve la menor noticia, el coronel Montoya duplicó su sed. Me imagino que él no tiene conciencia de su estado, pero un sonámbulo le envidiaría la impavidez.
»Así las cosas, necesito contarme esto a mí mismo, invocando su memoria, para asegurarme de que este viaje no lo sueño y que él viene conmigo, perdón, que él me lleva hacia los lugares donde su nombre es un anuncio de francachelas en las que el póquer y el whisky se reconcilian largamente. Yo presumía que íbamos a la estancia, aunque él nada revelaba sobre sus intenciones.
«Los ómnibus prosiguieron el viaje: durante leguas nos adormecieron el ronco clamor de los motores y el aire irrespirable. Emparejados algunos viajeros por las circunstancias de su ubicación, iniciaban cada etapa ametrallando sin pausa las orejas complacientes; los expertos ilustraban a los novatos, éstos inquirían sobre cada detalle de la marcha y cada uno le robaba a su vecino el remate de la frase. Pero, a medida que la ruta se estiraba bajo aquel cielo constantemente plomizo y en la misma proporción con que se enroscaba la soledad alrededor de los dos mastodontes mecánicos, la charla languidecía, los cuerpos adoptaban posturas cada vez más absurdas o grotescas y, por fin, cada cual se sumergía en su sueño o en sus pensamientos, indiferentes al compañero del asiento contiguo. Una detención momentánea para revisar las cubiertas o permitir el cambio de conductores, provocaban un renovado chisporroteo de preguntas, un recomponer actitudes, para caer poco después en el mismo silencio alumbrado por cigarrillos y escindido por toses aburridas.
«Únicamente el coronel, mi temible patrón, mantenía una permanente y sedante dignidad: ni todo el alcohol consumido, ni la carga de dolor e insomnio que arrastraba con él, lograban doblegarlo. En medio de mi propio cansancio y sin saber a qué se debía el recordar en aquel lugar semejante detalle, aunque, sin duda, era la figura del coronel la causa, reconstruí una escena presenciada en la estancia, muchos inviernos atrás, cuando todavía los Montoya ostentaban un señorío no menoscabado por la desgracia.
«Aquella tarde, el joven Ernesto, su sobrino de usted, señora, de pie frente al gran fuego del hogar, que lamía de rojo los muebles de madera negra y las pieles de puma, de espaldas a la ventana desde la cual veíamos caer la nieve arrebatada por el viento, leía un libro extraño en una lengua dulce y sonorosa, que luego me explicaron era la francesa. Una y otra vez, incitado por los aplausos, la alegría sin motivo de Raulito y el estupor de la sirvienta, el joven repetía los versos, de los que a veces traducía alguna frase.
«Fue una de éstas la que repetí de pronto, mirando el perfil borroso de mi coronel Montoya y todavía ignoro el porqué del recuerdo.
«"Erguido en su armadura, un gigante de piedra sostenía el timón y cortaba la ola negra…" [1]
» ¿Y hoy: de qué infierno regresa o a cuál infierno se encamina mi coronel Montoya?»
Nimbos y estratos oprimían las mesetas, restringían la perspectiva y se aplastaban perezosos contra los cerros distantes. La ruta se alargaba, ondulaba, se hundía en las depresiones, saltaba de pronto sobre un lomo de tierra ocre y retornaba a extenderse en la llanura. Los ómnibus, lanzados en loca carrera sobre la calzada pedregosa, se perseguían infatigables, empeñados en un juego premioso por alcanzar la parada de Uzcudún.
El indio José Uántkl, a quien sus amigos motejaban de «tólkenk», el desmemoriado, suspendió el arreo de las ovejas que empujaba al puesto más cercano y se quedó observando el paso de los exhalantes vehículos, desde cuyas ventanillas de vidrios empañados él era también escudriñado como un objeto arbitrariamente inserto en la soledad. Por un instante la visión del paisano logró descargar la tensión de los pasajeros; lo rodearon con un interés ávido, absorbieron su imagen como un jugo tonificante y en seguida el tedio, de nuevo más potente que antes, los aletargó en sus asientos.
El coronel Montoya pareció emerger de un pozo de tinieblas y preguntó al Siútico:
– ¿Por dónde andamos?
Tomado de sorpresa el hombrecito tardó un poco en contestar.
– Este, sí; nos acercamos a Uzcudún, mi coronel…
– Aquí no hay ningún coronel, que yo sepa. ¿O eres tan estúpido que no has comprendido todavía?
El Siútico contrajo su movible rostro hasta adquirir el aspecto de una vieja máscara. Si el coronel hubiera podido verlo claramente, se habría aterrado. Pero el ómnibus estaba en penumbras y a él lo aislaba una niebla alcohólica.
– No tengo nada que comprender, señor. Soy un espejo que devuelve las imágenes.
– Te agradan las frases enigmáticas, Siútico. Dime: ¿por qué sigues conmigo? Yo sé que me odias.
De nuevo la máscara del Siútico pareció apergaminarse, cubrirse con una pátina de sabiduría y sufrimiento milenarios y, sin embargo, extrañamente viva.
– Se equivoca ahora, patrón. Durante mucho tiempo le he probado mi lealtad. Pero habla así porque sufre, estoy seguro.
El coronel Montoya dijo:
– Si sufro o no es cosa mía; pero sé, sin duda alguna, que me odias… No te inquietes por eso y ódiame cuanto se te ocurra; sigue conmigo o déjame, me da lo mismo -se detuvo, tratando de reunir sus ideas-. Ahí, en esa maleta, hay una botella: dámela y bebe si quieres… Me propongo hacer que los recuerdos floten sobre un mar de whisky.
– Cálmese, señor -propuso el Siútico, recobrando su sonrisa complaciente-. No necesita ahogar sus penas; yo las asumo a todas, lo libero de ellas, despreocúpese… Vengo de una raza que amontona miserias como otros acumulan alegrías, risas, felicidad…
– Bueno, ¡basta! -cortó Montoya-. Tampoco necesito sermones ni estoy para filosofías. ¡Venga esa botella y déjame en paz!
– Sí, señor -murmuró el Siútico suavemente, pero su piel tenía una palidez feroz.
Los ómnibus entraron violentamente en un cono de luz. Los rugientes motores cambiaron el ritmo de sus revoluciones y luego se detuvieron. La brusca transición despertó a los viajeros. Hubo preguntas, cuchicheos y afuera, silbante, el enjundioso viento del Sur fustigó las ventanillas, sacudió la estructura de hierro y madera y penetró por la puerta que se abría ya hacia la entrada.
– Uzcudún… Una hora de descanso… -canturreó el conductor, indicando la salida, mientras su acompañante vigilaba el descenso de los pasajeros.
Entorpecidos, adormilados, enervados todavía por el frío creciente y la forzada inmovilidad, hombres y mujeres abandonaban el vehículo, recobrando de pronto las ganas de reír y de cambiar palabras sin sentido.
– ¡Eh!, señor… ¿No baja a comer algo?
El coronel Montoya miró al mecánico y éste retrocedió súbitamente amedrentado, sin saber bien por qué. El coronel lo contemplaba sin verlo, traspasándolo con una mirada dura, dominadora y clamante. Los grandes ojos azules, dilatados por la ebriedad carecían de expresión y, sin embargo, encerraban un ruego o una orden.
“¿Qué le pasará a este tipo?», murmuró el hombre, avanzando presuroso hacia la delantera del ómnibus. A pesar de toda su experiencia del camino no consiguió ahuyentar una rara sensación de miedo y se sintió más seguro al reunirse con sus compañeros alrededor de la mesa acostumbrada.
El intervalo en Uzcudún fue tan breve y preciso como todos los anteriores. Los conductores, modernos mayorales, tenían por látigo un reloj que marcaba el exacto tiempo del descanso y las etapas. Apenas los viajeros se dispersaron en torno de las rústicas mesas, un mozo y su patrón distribuyeron con tosca pericia la sopa, el pan y el vino. Al nervioso parloteo lo remplazó entonces el chocar de vasos, botellas, platos y cucharas.