Tomó a María de un brazo, ayudándola a salir. El cuerpo de la muchacha quedó un momento entre sus brazos. Temblaba, y aunque su gesto carecía de todo cálculo, encontró en aquel fugaz contacto una turbadora sensación de seguridad. Montoya le dirigió una de sus rápidas miradas interrogantes y conminatorias y, señalándole el camino, la urgió:
– Por cualquier cosa… ¡corra hacia allá! Vos, Jorgelina, ¡salta!, yo te ayudo.
La jovencita, erguida en la caja y aferrada al costado de la carrocería, sangraba por la boca.
– ¡Vamos, salta, muchacha! -y Montoya alzó los brazos, animándola.
Jorgelina desnudó, al levantar las piernas sobre el borde de hierro, la frescura incitante de sus muslos, y en seguida cayó hacia delante.
Pero la camioneta no se incendió: el coronel, instintivamente, había cerrado el contacto del motor y del recalentado mecanismo se levantaba el vapor producido por el agua hirviendo escapándose del radiador deteriorado. Un pesado silencio remplazaba el trepidar animoso de la máquina.
– ¿Se golpeó, señor? -quiso saber el Siútico.
– Un poco…, o tal vez sean los viejos porrazos -dijo el coronel-. Me sentí aplastado contra la puerta. ¡Uff!…, ahora esto. Vamos a ver cómo ha quedado.
Evidentemente, el tren delantero se había desquiciado.
La cubierta reventada presentaba sus telas abiertas como a cuchillo. El paragolpes estaba enterrado en los bordes de la lomada y el radiador dejaba escapar todavía hilos de agua y vapor. Probaron a empujar el vehículo hacia atrás. Se movió unos centímetros, pero, al disminuir el esfuerzo, volvió a quedar donde estaba.
– Es inútil -murmuró el coronel. Miró su reloj pulsera-. Son las cuatro. Si alguien pasa podremos mandar un aviso al pueblo de Mascardi. Al menos trataremos de volverla a la ruta… Primero descansaremos un rato.
– Sí, señor -dijo el Siútico-. Voy a revisar las cosas y ver cómo están ellas…
– ¡Diablos! Es cierto… La pequeña está sangrando… Llévales la damajuana con agua… y tráeme una botella para mí…, si queda alguna sana…
– «o… llenas…» -murmuró Artemio Suquía, rencorosamente.
Jorgelina se había golpeado levemente. María le restañaba la sangre con un pañuelo, cuando se acercaba Montoya. Le levantó la cara tomándola por la barbilla con sus fuertes dedos. La muchacha lo miró. Su mirada reflejaba más curiosidad que temor.
– ¿Te duele?
– Sí, don Luciano…, creí que nos matábamos…
Montoya se sonrió con sarcasmo.
– No es tan sencillo como te imaginas… Tenemos el cuero demasiado duro. Y usted, ¿cómo se siente? La sacudida fue violenta.
Un tábano comenzó a zumbar en círculos sobre sus cabezas. Montoya lo ahuyentó fastidiado.
María lo observaba interesada. Sentía el dolor de los golpes, pero también el secreto placer del abrazo.
– Como usted dice, señor…, tenemos el cuero demasiado duro para morirnos así no más. Tuve miedo, pero ya pasó.
– Bueno… si pueden, y de paso olvidan el accidente más pronto, ayúdenlo a mi compañero a preparar algo de comer. Vamos a descansar y luego resolveremos…
Pero llegó la noche y ningún otro vehículo pasó por la carretera. El paisaje comenzaba a desangrarse con el crepúsculo hasta convertirse en pinceladas de diferentes tonalidades oscuras. Desde el Oriente, donde algunas nubes solitarias recogían los desfallecientes reflejos del sol, titilaron indecisas y plurales las primeras estrellas. Todavía por las noches se sucedían ráfagas de viento frío y desde las altas montañas del Oeste, cubiertas con un manto nevado, llegaba hasta los viajeros una sensación fresca y tonificante. Las dos mujeres aproximaron a la incipiente hoguera los escasos elementos que podían constituir una comida. Una luz a sus espaldas los tocó un instante y desapareció.
– Parece que se acerca alguien -dijo Montoya, corriendo hacia la ruta con presteza-. Viene por los recodos del cañadón.
Tardó un rato en comprobarlo. Por fin las luces de dos faros barrieron en abanico el camino y recortaron la silueta del coronel con los brazos en alto. Con un chirrido de frenos aplicados bruscamente, el gran camión de transporte quedó detenido a cierta distancia. Sin titubear y sin abandonar el centro de la ruta, Montoya avanzó. Descontaba que si se hacía a un lado, el camionero no perdería un momento en marcharse. El paraje era propicio para un atraco. Lo primero que vio fue la boca de un revólver. Detrás estaba la figura recelosa del acompañante.
– ¿Qué le pasa? -preguntó el hombre.
– Cálmese, amigo -respondió el coronel-. Solamente quería pedirle que avise en Mascardi para que nos manden cuanto antes un mecánico. Desbarranqué la camioneta allá y estoy con dos mujeres y otro compañero. Hay rotura de punta de eje y otras cositas menores… ¡ah!, necesito también un radiador… El resto lo arreglaremos.
– ¿Sí? -comentó el hombre, todavía dudando, tratando de ver más allá de las sombras-. ¿Y creen que van a auxiliarlos con la noche encima?… Lo dudo. ¿Hay heridos? ¿De dónde venían ustedes?
– Mire, amigo; cuando desee un interrogatorio en regla, pediré un policía. Por ahora todo lo que pretendo es un mecánico. Se trata de una Dodge rural. ¿Va a pasar el aviso?… No, no hay heridos…
– ¡Está bien vamos, che!
Y sin más comentarios el conductor aceleró el vehículo que mantenía con el motor en marcha. El enorme furgón se desplazó hacia delante y en pocos minutos desapareció en otro recodo del camino.
– ¡Qué tipo desconfiado!… -rezongó Montoya, contemplando las luces rojas traseras, que parecían huir en la noche.
– Hay que andar prevenido -le explicaba el camionero a su ayudante-. Uno nunca sabe…
El coronel regresó al lugar del accidente caminando con lentitud. De nuevo se sentía dolorido y agotado. Le costaba reponerse del riguroso castigo recibido en Coyhayque y el sacudón provocado por el accidente contribuía a reavivar el dolor.
«Debo tener alguna lesión interna», pensó. Se encogió de hombros en la oscuridad. «¡Y bien…, da lo mismo!»
Por primera vez reflexionó en su decisión de ir al Norte. Al comienzo había sido un mero impulso, un pretexto invocando la posible intervención de las autoridades… Pero, volvió a pensar: “¿Para qué buscarme?… No les conviene… Se me ocurre que Pitaut me tomó por un espía o algo semejante… ¿No le oí, acaso, gritar mi grado militar? Sí, ahora lo recuerdo. Si pretendió descubrir mis intenciones, puesto que conocía mi filiación, se llevó un chasco… ¿Para qué, entonces, le serviría denunciarme aquí? No es hombre de mostrar todas sus cartas de un golpe… Habrá inventado alguna historia convincente para justificarse».
Recordó a Mac Intyre, a los Fichel…, los Fichel…, ¡claro! Ellos hablaban siempre del Norte, de los bosques de raulí detrás del lago Lolog… y la idea había dormido en su cerebro, porque de manera casual coincidía con su afán de perderse en la soledad…, de aniquilar todo lo que constituía su pasado. Quizás en el laberinto de caminos y sendas de errores que había fatigado sin descanso, aquella mención de los bosques limpios y aislados contra las montañas, anidando en su espíritu atormentado, le exigían una última verificación de su alma; una forma de justificarse o tal vez de redimirse.
«El país no se hundirá porque ayude a cortar unos troncos; alguien tiene que hacer el trabajo del verdugo.»
Pero presentía que algo más profundo que un desatinado desafío a la ley determinaba sus actos. Desafiando críticamente la voluntad ajena, rompiendo con el orden establecido por quienes lo habían abatido, despojando a su conciencia de toda dignidad, alcanzaría quizás a descubrir su propio ser enajenado.
«Al Lolog, pues…, al Lolog, a las cataratas, al infierno, ¿qué importa?»