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– ¡Marta…, Marta…, Raúl! -gritó, aulló de pronto, enloquecido-, ¿están conformes ahora? Soy un desgraciado, un vagabundo… Me arrastro en busca de paz… ¿Eso querían? No era nada; ahora soy menos que nada…

– ¿Qué pasa,…, qué pasa? -oyó gritar a María y Jorgelina, apartándose de la hoguera y corriendo hacia él.

Detrás venía el Siútico.

– ¡Pasa lo que pasa…, el viento, la luz, el fuego, el demonio! ¡Pasa Dios o la fulminación!

Se hincó de rodillas. Cayó arrodillado con el rostro entre las manos, rechazando la ayuda ajena.

– No hagan caso… Tengo fiebre… y pasará también.

– Venga, señor. Por favor, levántese; levántese y venga -suplicó María, tan sobrecogida que no se le ocurrió tocarlo con sus manos.

El coronel puso un puño en tierra y se fue levantando rígidamente. Sin mirar, o sin ver a los testigos, caminó derechamente hacia la hoguera. No pronunció una palabra. Ninguno se animó a preguntarle nada. Iluminado por las llamas ondulantes devoró en silencio su comida y bebió un poco de mate cocido caliente.

Había llegado ya la medianoche. El cielo negro aparecía vestido por la larga cola de la Vía Láctea, y las estrellas de primera magnitud parecían colgarse de las ramas de los árboles o de la punta de los cerros. La hoguera alzaba su llama temblorosa, encendía de rosa los rostros de los viajeros y sorprendía su pensativo silencio.

– Tendremos que encender otro fuego -dijo repentinamente el coronel, abandonando su mutismo-. Por allí; así trataremos de guiarnos mientras arrastramos la camioneta. Hay que estar preparados. Ustedes -señaló a María y Jorgelina- acuéstense cerca del fuego. Duerman, lo necesitan… A ver, ven conmigo…

– Entendido, señor… Prepararé la leña.

– Yo voy a elegir un buen árbol para hacer palanca…, cables tenemos.

Metro a metro, la Dodge retrocedía. Hundida de nariz por el dislocamiento de sus ruedas, obligaba a una tarea penosa y extenuante. La experiencia del coronel resolvía problemas de impulsos, pero su esfuerzo no guardaba relación con los resultados. Al fin la punta de eje se zafó del todo, la rueda cayó de costado y hubo que detenerse. Al menos ahora la camioneta se encontraba en terreno llano. La ruta pasaba a doscientos metros. Los dos hombres tenían las manos desolladas y los ojos enturbiados por la fatiga, y entre el sudor y la tierra, la piel desaparecía bajo una capa pegajosa y oscura.

– No podemos hacer más -admitió Montoya cuando vio el estado del eje-, y no creo que los repuestos lleguen esta noche… Veré si al menos funciona el motor.

Pero el motor no arrancó ni tampoco funcionó el sistema eléctrico. La potente Dodge se había desmoronado.

– Ocupa la cabina -ordenó Montoya al Siútico-. Yo necesito más espacio.

No quedaba una sola manta. El toldo oficiaba de alfombra bajo los cuerpos de las muchachas, ovillos dorados por las trémulas llamas. Vació una bolsa de arpillera de los cacharros que contenía y se echó sobre el suelo húmedo del relente.

Con las manos en la nuca por única almohada contempló la palpitante granulación suspendida sobre su cabeza. El universo de corpúsculos luminiscentes parecía viajar a velocidades increíbles sin moverse de su sitio, tocándose y separándose sin cesar, como si danzaran sobre un mundo helado y muerto. El sudor, al secarse, le pegaba los cabellos revueltos contra la frente. Ansió desesperadamente un trago de whisky; pero no quedaba una gota.

«Mi mujer se alegrará -pensó-. Ni un miserable trago… nada.»

La absurda injuria inferida a la muerta rebotó contra él, llenándolo de sombría tristeza. «Soy un pobre borracho… ¡Oh, Marta!»

Y tuvo miedo del cielo y de las estrellas innumerables. Y escondió el rostro contra la tierra pastosa y húmeda. Y lloró. Sí. El duro coronel Montoya lloró contra la tierra. Y se sintió como una gran bestia aterrada. Y la blasfemia lo anegó. Y gimió de dolor, de fiebre, de anonadamiento, de angustia, de amor. Porque llorando contra la tierra, la húmeda tierra de su país y de su sangre, supo que toda su vida había deseado ser amado, y si lo fue, no supo advertirlo. Y ahora estaba solo y triste. Y al fin se durmió, mientras María González, ex sirvienta, ex esposa, se levantaba en la noche que palidecía lentamente, miraba las cenizas de la hoguera y el gran bulto encogido que parecía morder la tierra. Montoya lloró largamente con la noche por testigo.

María había velado todo lo que le fue posible siguiendo los movimientos de los dos hombres. El sueño la venció y despertó cuando el reflejo de la primera levísima claridad devolvía a las cosas su contorno. Desorientada mantuvo sus ojos abiertos tratando de comprender. Entonces levantó la cabeza y distinguió la figura de Montoya cubierto solamente con sus ropas. Sin vacilar tomó la manta que la cubría, se separó del costado de Jorgelina y suavemente la extendió sobre el cuerpo del durmiente.

Se acuclilló después a su lado, tratando de inclinarle el rostro, para alejar la boca y la nariz del suelo. Algo consiguió y la respiración del coronel se tornó más regular. Permaneció inmóvil, sin sentir el frío que adoloría sus hombros. Cruzó los brazos, apretándolos contra el pecho; hundió la barbilla contra los brazos, intentando retener un poco del calor de su cuerpo. No pensaba en nada. No sentía nada. Se limitaba a vigilar el sueño del hombre que había matado por ella. Velaba el sueño mientras la mañana venía empujando los carros de la luz recién amanecida y el rostro del coronel dejaba ver la tierra que lo ensuciaba, entre tallos de hierba aplastada y un rictus de dolor alrededor de la boca. Su sueño era agitado, suspiraba y se contraía y al expeler el aire de sus pulmones llegaba hasta ella un hálito alcohólico. Pero en esos momentos la sensibilidad y atención de María se concentraban en el hombre y su sueño.

Ensimismada en su insólita vigilia no pudo tampoco percibir cómo, todavía dentro de la cabina de la Dodge, el Siútico, al despertarse, se había paralizado contemplándolos. La claridad se extendía gradualmente y los pájaros iniciaban un parloteo tímido, como queriendo asegurarse de que en verdad llegaba el nuevo día.

Desde la dirección por donde había desaparecido en la noche el camión, venía ahora aumentando el ronroneo de un motor. El coronel, inquieto, estiró un brazo y su mano chocó contra el cuerpo entumecido de María. Abrió los ojos.

– ¿Qué hace aquí? ¿Por qué? -preguntó, súbitamente conmovido.

– Perdóneme -repuso María, sobresaltada-; desperté reciencito no más -mintió-, y quise abrigarlo un poco… ya me voy…

La mano de Montoya se apoyó en el hombro de la muchacha.

– No; no tiene por qué irse… Usted no estaba obligada a cuidarme. ¡Ve!, por fin nos vamos reconociendo… -Y se interrumpió, prestando atención al vehículo que se acercaba-. Escuche…, alguien llega. Ojalá sea el mecánico.

Apartó la manta y se incorporó.

– Gracias, María… No olvidaré lo que ha hecho. Tiene usted una manera de comportarse que impone respeto. Pocas veces he agradecido tan sinceramente algo a una mujer; no es un cumplido, créame.

– Lo creo, señor -dijo María, muy seria; pero interiormente se sentía absolutamente recompensada.

El Siútico también había salido de la cabina y corría hacia el camino. Alcanzó a interceptar la «pick-up». Se trataba, ciertamente, del mecánico, quien, al no ver a nadie hasta allí, empezaba a temer que le hubieran tomado el pelo.

– ¿Dónde dejaron de correr? -preguntó el muchacho que, para no desmentir su profesión, venía ya de overol cubierto de manchas-. Casi no salgo, ¿sabe don? -parloteó, contemplando algo intimidado el extraño rostro del Siútico-. Don Elías…, el camionero de anoche, ¿sabe?, no me dio los datos del registro de ustedes… y el «ACÁ», señor -recalcó complacido la vocalización de la sigla-, nos prohíbe por reglamento atender pedidos de desconocidos… por la cargada, ¿sabe?… Y después que en una de ésas, ¡zas!, uno labura como un perro y para cobrar hay que sacar un bufoso -y se tocó el costado como para ilustrar que la alusión incluía a todos los desconocidos.