– No hable tanto, joven…, o se va a cansar en partidas -dijo el coronel, que alcanzó a oírlo-. Venga…
El mecánico silbó al ver el estado de la Dodge.
– ¡La sacó barata, don!… Aunque ahora va a tener que «ponerse». -Se golpeó la palma de la mano izquierda con el otro puño, con expresivo gesto-: A propósito, ¿tiene carnet del «ACÁ»?
– ¡Tengo un cuerno! -dijo el coronel, entre divertido y fastidiado por el gracejo del mozo-. Revise bien, diga cuánto es, repuestos incluidos, y se le pagará antes de empezar el trabajo… y ojo, ¡eh!… entiendo de mecánica más que usted; pero no tengo los repuestos. Esa es su ventaja, ¡aprovéchela!
– ¡Ufa!, diga que comprendo la mala noche que han pasado… -y, prudentemente, el muchacho se dispuso a trabajar, pensando que no era inteligente tirar demasiado de la cuerda. Además, la presencia de las mujeres lo tranquilizó.
Conocía su oficio, eso pudo apreciarlo en seguida el coronel y más aún el Siútico, que no le tenía envidia a ninguno. El mozo regresó trayendo directamente la «pick-up» hasta el lugar del accidente. El pequeño vehículo resultó un taller ambulante.
Cuando comprobó que su trabajo sería pagado y que trataba con gente honesta, el simpático parlanchín hasta accedió a volver al pueblo con el Siútico, en busca de provisiones.
– ¡Pero métale, eh, diga!… -instó impaciente-. Esto nos va a llevar el día entero.
El coronel Montoya interrogó a María, sin hacer caso de sus apremios.
– ¿Quiere irse hasta el pueblo con ellos, usted y su hermana, y esperarnos allí?
– ¡Oh, no, señor! Prefiero quedarme… Este aire es muy agradable. Pero usted haría bien en encargar algunos remedios…, no tiene buen aspecto. Ha dormido muy mal anoche…
– Yo me curo con whisky, ¿no lo sabía? He salido de otras peores; si empiezo ahora con remedios estoy arruinado. Mejor lo dejamos así.
– Bueno, ¿se decide o no, señora? -reclamó el mecánico-. Yo no ando de picnic.
En el fondo le hubiera gustado llevarse a las dos y que se quedara el «chiquito ese». Pero partió con él.
Por un singular fenómeno, que de alguna manera imprecisa ya había intuido María, la ausencia del Siútico pareció disipar una atmósfera anímica muy particular. Sin la presencia obsesiva del asistente, de aquel testimonio viviente de sus trágicos errores, el coronel se transformaba, no en forma evidente, pero algo en él cambiaba; un gesto imperceptible, un ademán más amplio, más libre. Como si dejara caer una máscara, mostraban sus ojos una luz distinta. Y el señor que coexistía en él, bajo su duro y brusco exterior, se manifestaba en esos mínimos actos que sólo tras una larga ejercitación adquieren otros individuos. Dicho de otro modo, bastó que el Siútico se alejara para que el coronel recobrase aplomo y hasta se revistiera de amable espontaneidad.
Mientras se disponía a preparar a la camioneta para el trabajo final del mecánico y María se alistaba como su ayudante, Jorgelina se internó entre los árboles de los faldeos cercanos. Desde allí pudo todavía contemplar a la «pick-up» perdiéndose en una curva del camino y luego se encontró, libre y solitaria, recibiendo la picante prepotencia del sol primaveral en el rostro acalorado. En el ascenso dejaba resbalar sus manos sobre la áspera corteza de los árboles, o se inclinaba a recoger florecillas sin fragancia, de pétalos afelpados, sintiendo entre el ramaje el nervioso aleteo de los pájaros al huir de su presencia como copos condensados de luz y colores.
El aire liviano le infundía un vigor vehemente, una loca necesidad de correr y correr hacia arriba, ágil y ligera como una hoja impulsada por el viento. Ráfagas de vida la exaltaban, mientras sentía sobre su pecho, a través de la tela de la blusa, la penetrante calidez del sol y, al mismo tiempo, anhelaba agotarse subiendo, para que aquella excitación concluyera al fin. Deseaba que el sol bañara su cuerpo desnudo.
A Jorgelina no le importaba estar sola; su mundo se concentraba en sus secretos pensamientos, donde las aventuras más audaces se confundían como lianas impalpables con mórbidos deseos, alimentados por experiencias propias o ajenas, deformadas por su ambiguo criterio, no exento de malicia. Pero podía, quizá sin proponérselo realmente, mostrar una engañosa apariencia de pureza, acentuada por su pasiva conformidad. Se asemejaba más bien a un bello animal, físicamente saludable, a quien poco le interesaban los seres que la rodeaban. Podía necesitarlos o podía librarse de ellos, refugiándose en su íntimo universo y desde allí observarlos, indiferente a sus conflictos, sintiendo cómo crecían en ella anhelos perturbadores, colmados de promesas.
Desde la altura que había alcanzado, sus ojos abarcaban un extenso panorama. Los manchones verdes de las arboledas se destacaban abajo, entre calveros ocres y rocas dispersas. Al fondo, un lago verde transparente se recortaba entre dos montañas de picos nevados, con una belleza inmóvil, cromática, demasiado subyugante, casi irreal, en particular para el espíritu lineal de la muchacha. Lo contempló entrecerrando los ojos, humedeciéndose los labios como un cachorro de venado que descubre el agua fresca y titubea en ir a bebería. Todavía la dominaba una inquietud indefinida, que no podía calmar la Naturaleza apacible, ni la mañana luminosa, donde flotaban pelusillas corpusculares, ni la alocada carrera, ya que, por el contrario, contribuían a generarla.
Al entrecerrar los ojos no veía el lago verde esmeralda, sino la borrosa visión de un ser fabuloso, un dios adolescente de torso plateado y caderas azules, saltando entre las piedras y traspasando, desde leguas y siglos, su cuerpo de carne y vegetal. Se abrazó a un árbol joven, mordió su corteza blanda como la piel y mezcló su saliva con el jugo verdoso de la savia, gustando su sabor neutro ligeramente cálido. Y, por fin, mientras permanecía abrazada al árbol, su júbilo se fue aquietando como la bajamar sobre la playa, hasta que la invadió una lánguida lasitud.
Toda ella era ahora un territorio yermo y calcinado, una playa abandonada. No sabía por qué, pero le molesto de pronto su soledad y su actitud. Imaginaba que el árbol era el dios adolescente, inocente como la flor y sabio como el tiempo, y el pensamiento le hacía daño, aunque todo su cuerpo recordara el abrazo. Sacudió la cabeza y borró las turbadoras ensoñaciones que la aturdían.
Durante el descenso se distrajo contemplando, parsimoniosa, el trabajo incansable de los insectos que poblaban la hojarasca; empujó con el pie una piedra ladera abajo y se quedó escuchando atentamente su caída sonora y repetida; mojó los dedos y los labios en un chorrillo cristalino que brotaba entre las junturas de grandes rocas adosadas al faldeo; sintió hambre y corrió hacia el improvisado campamento, desde donde la voz de María la llamaba con insistencia.
Montoya y María, convertida inesperadamente en aprendiz de mecánico, con las manos y la cara llena de manchas de aceite, se atarearon adelantando el trabajo. La camioneta había sido elevada sobre tacos de madera aserrada allí mismo, y de su interior salían piezas y piezas para ser revisadas y corregidas. A pesar del sufrimiento que la falta de bebida ocasionaba al coronel, resecándole la garganta y contrayéndole la boca del estómago, se mantuvo sereno y activo. Abstraído en la tarea hasta llegó a canturrear una tonada en boga, algo que María nunca le había visto hacer desde que lo conociera. De pronto, el coronel se sentó en el suelo y la llamó
– Venga, señora… Siéntese y descanse. Me olvido que es usted una mujer, no un soldado.
También era la primera vez que dejaba escapar una alusión que lo relacionara con la profesión castrense.
María se sentó sin más ceremonias. Estaba realmente rendida. Se limpió las manos con un paño y se frotó las piernas, ligeramente hinchadas en los tobillos. El sol ya promediaba su carrera orbital y bañaba de luz su cabellera castaña. Respiraba con fatiga, entreabriendo los bien formados labios desconocedores de los rojos artificiales.