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– ¿El Siútico le ha dicho alguna vez quién soy yo, María? -preguntó abruptamente el coronel.

Tomada de sorpresa, María vaciló antes de responder.

– No, señor… nunca hablamos de usted…, y muy poco de otra cosa -dijo por fin.

– Yo se lo diré, entonces. No sé por qué, pero su presencia me sosiega; ¿siempre conserva esa calma?, ¿cómo la logra?

– No entiendo -dijo ella-. Creo que siempre fui igual. Tampoco yo le he contado todavía quién soy. Ni siquiera conozco a mi padre… A veces me imagino que él sería como yo, ¿es posible, señor? Mi madre, no. De ella prefiero no hablar…

– Es posible que usted herede cualidades de su padre… que se le parezca a él -rectificó Montoya-. Pero, de cualquier manera, su padre debió ser una persona de carácter. No lo dude. Hay cosas que se heredan…: el carácter, por ejemplo; sin embargo, ocurre que nosotros podemos aumentar tanto las virtudes como los defectos… -Se ensimismó un instante-. María; yo soy un militar… expulsado por borracho… ¿comprende? Y he cometido todavía cosas peores que emborracharme… al menos así lo aseguran…

– Pero usted no es malo. Ni tampoco lo he visto nunca realmente borracho… y los he visto, le aseguro.

– También entre los bebedores existen categorías, señora… Si uno es un carretero y toma vino barato se enferma, vomita, ríe, hace locuras, o mata… perdón. Pero si desde pequeño acrecienta la dosis de buen licor y le dicen «señor», en lugar de apalearlo, se convierte en un tonel elegante,…; pero, para mí, los dos somos unos pobres borrachos. Los dos queremos saltar una barrera tan alta como ese inocente cielo. Los dos somos un par de cobardes despreciables. Y lo mismo da que en la guía su nombre se repita trescientas veces o que se llame coronel Luciano Montoya.

María quedó alelada ante la asombrosa revelación. En su escala de valores un «coronel» era alguien apenas concebible.

– ¿Usted es un coronel, señor? ¿Por qué dice que es cobarde? No es cierto; mis ojos han visto todo lo contrario.

– Desconfíe de ellos, señora; aun cuando los suyos reflejan una sinceridad bastante rara -entrecerró los suyos y pareció buscar algo entre sus recuerdos-. Mire: 1924, teniente Montoya, postergado por mal comportamiento social; 1930, mayor Montoya, juzgado en rebeldía; 1943, Montoya, teniente coronel, brillante oficial, de altos conocimientos militares, postergado una vez más por su conducta poco edificante, pública y privada. Última hazaña: arrojar en la fuente de la Lola Mora, en Buenos Aires, a las cinco de la mañana, y completamente desnuda, a la «vedette» de moda…, Montoya, coronel… no; ahí punto final…

María lo escuchaba escandalizada, aturdida… y feliz. Rió alegremente:

– No sé qué es eso que dijo, pero sería una artista, ¿verdad? Nunca he visto una gran ciudad.

– Algo así… Prefiero que se la imagine como tal Bueno, ya sabe quién soy… Lo difícil es adivinar qué terminaré siendo. ¿La encontraré en mi final?

– ¿No tiene a nadie con más derecho que yo, una huérfana de todo, para esperarlo al final de su camino? -preguntó María, conmovida.

– ¿Huérfana? Sí, es posible que a fin de cuentas haga mal en lamentarme: porque yo mismo destruí mi vida… como, como un grandísimo imbécil… Acaso usted pueda darme una excusa para vivir o una buena razón para morir…

María se llevó las manos a la boca. Miró al hombre sucio de grasa, de rostro férreo y barbudo; observó sus ojos afiebrados, sus gruesos labios sensuales que no conocían la piedad y una tremenda necesidad de callar, no de hablar, le ahogó el pecho.

El ruido de la «pick-up» los liberó de la embarazosa situación. Sin mirarse, ambos se alejaron en direcciones opuestas.

– ¡Jorgelina, Jorgelina! -llamó María-. ¿Dónde estás?

Dos días después entraban en Bariloche. La salud del coronel sufría alternativas de mejorías y empeoramientos, pero él se negaba a que lo viera nadie. Parecía acuciado por la secreta necesidad de moverse en la dirección prevista. No apresuraba la marcha, pero nada podía retenerlo sino allí donde él había fijado su pensamiento. Desde la ocasión en que el Siútico estuvo ausente y ellos, María y Montoya, levantaron el velo de sus existencias, pocas veces volvieron a cambiar más de cuatro palabras. La presencia del asistente los oprimía dentro de un círculo de reserva y desconfianza ominosa. El carácter de Artemio Suquía, entretanto, se agriaba sensiblemente y de su natural sombrío pasaba a francamente tétrico.

María se dio en pensar qué extraño poder o qué horrible secreto compartían aquellos dos seres tan distintos. Cada uno parecía cargar sobre su conciencia una culpa recíproca e innombrable. Ella trataba inútilmente de penetrar en aquel oscuro pozo de miedo y tormento, pero la boca tenebrosa no mostraba una sola señal que la guiara. Además carecía de experiencia. Desconocía las condiciones que rodeaban la vida de hombres y mujeres llegados de las lejanas y fabulosas ciudades del inmenso país. En realidad, por primera vez intuía su magnitud, veía admirada modificarse el paisaje, los pueblos y hasta el aspecto de los habitantes.

Se avergonzaba, inclusive, de no entender claramente qué había hecho ese señor, cuyo retrato miraba ahora desde la camioneta y que aparecía pegado contra los ladrillos rojos del severo y elegante edificio del hotel, al que habían llegado de noche y ya abandonaban.

Contra un fondo color crema se veía un enorme rostro sonriente, a cuyo pie, escrito en grandes letras negras, podía leerse: «Coronel Perón, el Primer Trabajador».

Arriba y abajo de la calle y también en los frentes de la acera opuesta, el retrato se repetía, como si desde el fondo del Nahuel Huapi un espejo de aguas reprodujese la imagen proyectándola indefinidamente.

A María se le fijó de pronto lo de «coronel». ¿El señor don Luciano sería también un «coronel» como el del retrato?

Fuera por un motivo u otro (sus pensamientos o el retrato), María se distrajo largamente, mientras en el interior del hotel, en el bar, el coronel Montoya (ni «tanto» ni «tan menos» que el otro) elegía sus whiskys, probando bastantes de ellos.

Poco después partieron. La Dodge, convenientemente reparada, marchaba con regularidad y recobrada pujanza. Los caminos, cada vez más cuidados, y más breves las etapas. Entraban en regiones donde el paisaje perdía en agreste lo que ganaba en belleza. Entre los bosques, ordenados como parques, se levantaban edificios de recreo y grandes mansiones. Y por todas partes el verde del follaje, la luz hecha color en las flores de enredaderas y trepadoras que ahogaban los troncos centenarios de los cipreses y coihues; luz en el esmeralda de las aguas del lago, apareciendo y desapareciendo en los recodos. María y Jorgelina permanecían absortas; todo les causaba una reiterada admiración. Ya desde El Bolsón a Bariloche habían costeado lagos de ensueño, como el Guillermo o el Mascardi, pero nada era comparable a esta recortada y dilatada aguamarina. Y atrás, en el fondo del escenario, coronado por una nevada cabellera, el Tronador.

Kilómetro a kilómetro se fueron alejando del Nahuel Huapi, la isla del tigre, la tierra fabulosa del cacique Lineo Nahuel, el guerrero vencido en la pelea contra los «hombres chiquitos», al pie del monte Anón. El lago que esconde en sus islas de densos bosques princesas hechizadas, como Huanguelén, la estrella del tigre. Bordearon el Limay largo tiempo y después más caminos de tierra y piedra, cruzaron arroyos murmurantes, después otro río de sonoroso nombre araucano, después otros arroyos y otros lagos, hasta que la palabra agua fluyó desde los hondones del alma como una conjuración.

Hacía largo tiempo que para Montoya y su asistente los dones de la Naturaleza carecían de verdadero atractivo. Incapaces de apaciguar el ánimo ante aquella combinación armoniosa de la piedra, el vegetal y el agua, volvieron bien pronto a ensimismarse en sus oscuros pensamientos, cargados de presagios y recuerdos. Jorgelina prefirió las ensoñaciones secretas a la, para ella, aburrida reiteración del escenario. En cambio, María, con su natural perspicacia, agudizada por el ocio a que la obligaba el largo viaje, todo lo abarcaba, sin excluir la sorda inquietud que roía el alma del coronel.