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Únicamente el coronel Montoya permaneció en su puesto. Ni siquiera pareció advertir el cambio. La botella de whisky se empequeñecía engarfiada entre sus dedos y su contenido disminuía a intervalos cada vez más acelerados. Escindido por retazos de palabras, de impresiones fragmentadas y de recuerdos obsesivos, Montoya imploraba una paz huidiza en la soledad del carruaje silencioso.

«Acusado de ofender el honor castrense… de haber provocado la muerte de su…

«¡Malditos sean! ¿Cómo se atrevían a acusarlo a él de algo semejante? ¿Es que, tal vez se habían vuelto locos?

»Ha ejercido una influencia perniciosa entre sus subordinados… el escándalo de su conducta…; la ebriedad constituye ya en él una segunda naturaleza, un hábito constante.»

Mientras los minutos eran devorados sin pausa, Montoya insistía tenazmente en encontrar el centro de sus preocupaciones. ¿Por qué las cosas, los hechos y las personas, fuera de control, se precipitaban sobre él? ¿Acaso él era responsable de todo lo mediocre, lo inauténtico, la antiheroico que distinguía a su época? Porque, al fin de cuentas, el motivo de su desprecio a los convencionalismos nacía de la desesperada búsqueda de un valor más alto; algo digno por el cual valiera la pena vivir.

¿Qué estupor velaba entonces las miradas de sus antiguos compañeros? ¿Por qué su mujer se amurallaba en su altivez resignada? ¿Qué esperaban que hiciera?…

El viento de las mesetas barrió los inmóviles cubos metálicos y Montoya avizoró la noche como a una boca monstruosa que amenazara devorarlo. El viento golpeó su rostro, secó una lágrima solitaria y él ni siquiera advirtió que el ómnibus se poblaba, que los motores volvían a rugir y de nuevo, con un ojo flameante iluminando la ruta, el vehículo penetraba en las tinieblas, en la boca desdentada del monstruo nocturno.

Al amanecer entraron en Comodoro.

II

Para evitar encuentros inoportunos desdeñó el Gran Hotel y el Colón y se alojó en el España. Al Siútico lo adelantó hasta la estancia, previniéndole que alistara la camioneta para un largo viaje y fuera a esperarlo a Colonia Sarmiento. Tenía el propósito de irse a Chile; una decisión imprecisa que podía conducirlo a cualquier parte. Con relativa lucidez memoró las lecciones sobre la ataraxia y la catarsis… ¿En cuál peldaño de su crisis encontraría a una u otra?

Pero si esperaba evitar encuentros, se desengañó muy pronto. Esa misma tarde descubrió que Elisa, la mujer del Agrónomo, residía en el mismo hotel. Elisa había sido su amante; detalle apenas circunstancial, pues ella coleccionaba amantes con la misma naturalidad con que otras mujeres amontonan pañuelos.

Elisa exhibía una belleza rubia y abundante, situada ya en esa cima desde la cual se vislumbra la decadencia de la carne.

– ¡Oh, querido, querido! -exclamó al verlo-, necesitaba alguien como vos y te apareces, ¡ sos maravilloso!

– Lamento contrariarte; pero mañana mismo me largo…

Elisa curvó sus labios flexibles con un falso gesto de enojo. Cerca de la comisura izquierda un pequeño lunar alteraba la blancura de su tez.

– No sos muy generoso que digamos, casi me parece una crueldad ¡eh!, no importa, amor… No te lo reprocho -aprisionó su cintura incitándolo al abrazo-. Te veré esta noche, ¿querés?

Montoya sintió el cálido contacto de la mujer, su esencial animalidad, penetrándolo como una oleada revuelta y asintió.

– Pues sí, vení si te parece…, a la noche…

Y fastidiado de aquella adhesión enfermiza, que conocía perfectamente, se apartó de ella.

Cuando pidió la primera copa en el salón del hotel estaba casi vacío, pero a su alrededor creció pronto la algazara, el calor elemental de los hombres que bajaban de las mesetas sobrepasó al de la estufa primitiva, el humo de las pipas y cigarrillos se aplastó como una nube azulina contra el techo, mientras él permanecía de pie contra el mostrador deliberadamente atento al nivel de su copa. El alcohol corría por su sangre. La esencia exprimida en los valles verdes de una isla lejana navegaba por sus tejidos, y todo su organismo vibraba, sometido a la insoportable presión.

A medianoche despertó. La luz del velador lo encegueció. No se preguntó cómo había regresado a su habitación. Elisa se movía a su lado desnudándolo. Se estuvo quieto, reuniendo los fragmentos de su vitalidad, hasta que las manos de Elisa transformaron en hábiles caricias su aparente solicitud.

– ¡ Qué tonto, pero qué tonto sos! -repetía Elisa sin dejar de recorrer su cuerpo con caricias y besos-. Perder el tiempo allí, solo, empapándote de whisky, mientras yo esperaba, consumida por los nervios, ¿te parece bien?

Montoya hubiera querido decirle que no le parecía nada, que no le importaba nada, pero apenas si consiguió emitir un sonido ronco, ininteligible. El manoseo de Elisa, sabia combinación de masaje, exploración e incitación, disputándole su cuerpo al frío y al sueño, produjo el resultado previsible. Como un toro que se sacude el lazo, súbitamente exasperado, se irguió. Sus manos tomaron por los hombros a la rubia, atrayéndola contra su pecho. El leve camisón fue deslizándose como un velo. A la luz de la lámpara, el agrandado círculo de los pezones todavía pujantes enfrentaron la boca del coronel. Con seguro ademán, recobrado por el sexo, apagó la luz y mordió el seno que se aplastaba contra su boca. Elisa se quejaba como una gata en celo. En la oscuridad se alternaron los gemidos con los roncos suspiros; las expresiones canallescas y repugnantes con las dulcísimas palabras que el amor que se sacia o se renueva, cuando la diferencia entre el cielo y el pantano es tan leve como un horizonte fugitivo, pone en los labios de los amantes. Después Montoya volvió a dormirse, insensible a los reclamos ávidos de su amiga.

Dormía o soñaba. Soñaba que dormía… ¿Cómo saberlo?… El ómnibus horadaba la pampa, conducido por un hombre terrible que repetía sin cesar… «degradado, estás degradado…» y una mujer, hincada ante aquél, imploraba monótonamente: «… ¡mi hijo, devuélveme a mi hijo!…» Pero el conductor, desprendiendo una mano del volante asía los cabellos revueltos de la mujer y se la mostraba a él, riendo salvajemente. Otra vez despertó, afiebrado, sintiendo el calcinante cuerpo de Elisa revolverse entre el desorden de la mantas atraídas de cualquier manera. Manoteó la luz y el endeble velador osciló, centelleó al extenderse la claridad sobre la luna del armario y le devolvió la imagen de la mujer.

La miró con asombro. Estableció una semejanza con la del sueño y la desechó en seguida. El absurdo, el grotesco contorno, se le presentó de pronto con punzante lucidez. Porque el fantasma del sueño, ahora lo sabía, era el de Marta, su mujer, y no el de aquella enfermiza criatura de la noche. Su orgulloso temperamento se rebeló ante la idea de estar mezclando a Marta, «su mujer», con «esta mujer». Súbitamente helado, salió de la cama, se enfundó los pantalones, echóse una manta sobre los hombros y salió, cerrando sin cuidado alguno la puerta. Transitó por el pasillo, cruzó un patio abierto al cielo resplandeciente y se metió en el rústico baño. Vomitó. Largos, extenuantes, los accesos del vómito parecieron desgarrarle las entrañas una y otra vez, anegándole la boca con un gusto de hierbas podridas entre los dientes. Calor y frío. Frío y calor. Un negro agujero… ¿la cloaca, la noche, su conciencia? No lo sabía. Pero era él, sin duda, el duro, el recio coronel Montoya, destrozándose en una letrina maloliente, en los trasfondos de un hotel donde las rameras y los colonos, las mujeres desnudas y los hombrones encuerados y descuerados alternativamente, desmenuzaban su soledad, la tristeza engendrada en las mesetas y la oscura necesidad de buscar un cálido sol de postal turística.

Cerca del retrete había una bomba de agua. Accionó con furia la palanca hasta que el chorro de agua saltó sobre el fondo de la pileta de cemento. Arriesgándose a contraer una pulmonía, con el torso desnudo, metió la cabeza bajo el agua. Estuvo así un largo rato, hasta que los riñones parecieron a punto de estallar sometidos al riguroso tratamiento helado, pero cuando se irguió, la crisis había pasado. Exacto, con aquella autodisciplina casi demoníaca que constituía su íntima naturaleza, alejó el temblor, la inseguridad y la duda… «¡Qué se creerá esa puta!», rezongó en alta voz.