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Y libre de temores, caminó hacia la pieza, dispuesto a tomar de un brazo y sacar de ella a Elisa, la eromaníaca mujer del Agrónomo, que le había dado una noche de placer y conjurado la visión de aquella a la que no tenía derecho de suscitar de entre las sombras.

Elisa no se extrañó. Estaba acostumbrada a ser despedida acremente de otros cuartos parecidos y por hombres mucho menos importantes al fin que Montoya. La saciedad viril solía proporcionarle frecuentemente insultos en lugar de saludos. Se fue, arrastrando pesadamente su cuerpo por unas horas satisfecho.

Montoya quedó solo. Con la terrible soledad de sus atroces pensamientos, lúcidos, abiertos hacia todos los puntos cardinales de su conciencia. Anduvo y desanduvo su ciclo temporal. Lo recorrió indagando el huidizo secreto de su culpa. Y cuando buscaba resolver aquel enigma, solitario y desesperado, todos los hechos de su vida parecieron convocarse en la pequeña habitación, ahora habitada por los fantasmas que callaban. Tenía, siempre la había tenido, una particular facultad para indagarse.

¿Cuándo empezó realmente su declinación o su exaltación?

Desde muy joven se había revelado como voluntarioso, dominante, ansioso de emprender empresas donde su coraje impetuoso se manifestara. Nació con el siglo o, como solía rectificar, «…el siglo nació conmigo…».

Su padre se trasladó al Sur. Y como su hijo le complacía por su varonil predisposición, lo encaminó hacia la carrera de las armas. La tradición revivía en el muchacho. Luciano Montoya arrasó con todo. No quiso visitar a su padre en su estancia hasta graduarse.

Cuando lo hizo ya era un hombre. Su padre, viejo conocedor del mundo, lo observó pensativo. Luciano tomó su primera copa de alcohol con la impavidez con que cumplía cualquier acto en su vida.

En los pocos días que duró su licencia doblegó cuanto quiso. La chinita que lo vio entrar en el puesto un atardecer le ofreció una copa de vino y él bebió la copa y selló la carne agreste con su antojo. Chilenos barbudos y criollos solapados y tenaces, desparramaron la fama del «niño» y allí inició su destino de coraje.

Pero era un coraje inútil. Un mero atropellar al tiempo vacío. Lo llenó artificialmente. Casi como en un juego, conspiró, contribuyó a derribar gobiernos, ganó ascensos, generó más enemigos que amigos.

Acaso, de algún modo impreciso su vocación constituía un fracaso, una frustración. Haber ocupado veinticinco años de su vida preparándose para un acto supremo, siempre postergado, pues todo se difería, se diluía en una tierra caliente, llena de eufemismos e hipocresías, velando las armas, colgándole discursos altisonantes, donde los adjetivos y la hipérbole controvertían la tajante decisión de un Alejandro.

Una tarde o una noche, borracho pero lúcido, dijo:

– Ningún hombre cabal se resigna a estar siempre esperando manifestarse. Desarrollamos una actividad elegida o aceptada en procura de un nebuloso propósito general, pero, esencialmente, para nuestra particular estimación. Nuestro propio juicio de valor, rectamente entendido, se obtiene midiendo nuestros actos, no nuestras intenciones: ¿de qué le serviría a un sacerdote un templo eternamente vacío?; ¿a un intelectual una obra jamás iniciada? El criminal se encarna en su crimen…, no en su posibilidad. Biológicamente el hombre es una entidad que se evidencia en el obrar. Pero nosotros: ¿qué batalla hemos librado?

No entendieron muy bien el sentido de su desahogo o callaron la réplica, pero el conflicto de Montoya no podía ser satisfecho con el silencio. Continuó interrogándose a sí mismo. De antemano conocía la respuesta, pero se burlaba de ella.

Entonces, de una manera sorda, comenzó el martirio de Marta. La eligió a ella sin pensar demasiado, quizá porque era tan apuesta y, aparentemente, tan firme. Ella no intentó penetrar en su vida. Se detuvo en la orilla, indecisa o asustada. Así no podía ser. Ni el hijo que le dio pudo resolver el conflicto. Lamentablemente sirvió para acrecentarlo.

El hombre-soldado-místico sin salida que coexistía en Montoya fustigó con despiadado rigor el fruto de su paternidad. Ya que no podía deslumbrar a su hijo con bélicas hazañas, le pareció casi natural espantar a la madre y al hijo denigrándose.

Y así como un viento que se arremolina y se revuelve sobre su propio centro exasperado y descuaja el mismo árbol cuyas ramas arqueó antes graciosamente ensombrece el paisaje con su ira hasta concluir en un caos que destruye el principio creador de los elementos, él se lanzó a destruir su propia creación queriendo destruir su propia pretendida inutilidad, su ser, su sangre entró en ráfagas golpeó su corazón lastimado lastimándose, lastimando rabiosamente a quienes se abrazaban todavía aterrados al eje del torbellino porque, a pesar de todo, el coronel Montoya seguía siendo un pedestal excepto que había olvidado que, en última instancia, cuando un hombre ignora su destino le queda la esperanza de buscar a Dios.

Al amanecer tomó el tren a Colonia Sarmiento y esperó al Siútico que venía de su estancia.

También allí era conocido. Los cuarteles cercanos protegían recuerdos que él no pretendía revivir. Pero algunos de sus camaradas hicieron reflexivas tentativas para atenuar el extrañamiento a que había sido condenado. Para eludirlos se encerró en un cuarto de hotel (¡otro más todavía!) y desanimó inclusive a los más animosos.

Solamente el doctor Mezquita pudo vencer la reserva del coronel. Sin proponérselo expresamente, tuvo oportunidad de acceder a su mundo. Para él no constituía ninguna novedad vencer resistencias obstinadas. Sabía llegar al corazón de los hombres valido de su inalterable sencillez, porque el doctor, que había transitado las guarniciones militares con paciente solicitud, era, sin duda, un ser puro y amable. Conocía de tiempo atrás al coronel, lo había tratado con el mismo interés bondadoso con el que se acercaba a todos; con la mano extendida y el ánimo predispuesto para comprender el dolor humano.

Ni siquiera el coronel Montoya, tan propenso al sarcasmo, consiguió mantenerse irreductible ante su espíritu amistoso, y así, a través de los años, se profesaron una recíproca estima, hecha casi tanto de silencios como de palabras.

– Adelante, doctor -dijo Montoya, después de los saludos, viéndolo recorrer con la vista los objetos de la pieza-; no parece muy alegre esta mañana.

Mezquita detuvo sus ojos en los del coronel.

Realmente se lo veía como abrumado por graves pensamientos.

– No tengo motivos de alegría últimamente -dijo al fin-. Todo lo contrario; me siento triste, muy triste… Sé que es tonto, pero; ¡hay tanta ruina y pesadumbre a nuestro alrededor!…

De pie, dominándolo con su estatura, Montoya colocó sus manos sobre los hombros del médico.

– No se me ponga sentimental, justamente ahora, doctor -le reprochó-. No resisto que me compadezca.

– ¡Pero si no hay tal, amigo mío!: a usted es imposible compadecerlo. Sin embargo, me pregunto: ¿por qué tanto sufrimiento?; ¿qué fuerza desquicia su vida?

Montoya se enderezó y retrocedió un paso.

– Amigo -murmuró-; desde hace meses vivo siendo interrogado sin cesar y, en lo que a mí concierne, le aseguro que no tengo ninguna respuesta disponible. La he buscado con rabia y desesperación, pero inútilmente. Todos mis sueños de memorables empresas concluyen al fin en tétricos ríos de arena. No puedo vencer al mundo ni a mí mismo. Si verdaderamente todo lo que me sucede tiene un sentido, yo no alcanzo a discernirlo. Lo desconozco. Es como si en mi interior habitara un tigre ávido de luz y yo, a porfía, lo condenara a las tinieblas. Pero el tigre atropella por instinto, porque odia la oscuridad donde lo sepulto… Estoy cansado, doctor, muy cansado; sólo busco ahora ahogar esta bestia que se revuelve en mí y que todo lo desgarra…