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Pero algo dentro de sí estallaba, ardía, quemaba, como si por el esófago le vertieran ácido. «Acaso también necesite un poco de amor.» ¿Sería posible que la frase de aquel vil rasgara la niebla como un puñal el terciopelo? ¡ Marta, Marta! ¿Me amaste realmente? ¿O fuiste apenas un ser obediente y sumiso, como…, como el Agrónomo?

Rabiosamente intentó apartar el pensamiento que asociaba a su mujer con el marido de Elisa. Hería su orgullo semejante analogía; era como si arrastrara la imagen de la muerta, su fantasma, para acoplarlo en impío abrazo con el repugnante sujeto. Y de una manera sigilosa tuvo celos del abrazo increíble. Imaginaba la figura grotesca del Agrónomo arrancando a su mujer de entre los brazos de sus anónimos amantes, suplicando al pie de los lechos todavía calientes, rechazado por hombres exasperados o saciados. ¿Había Marta amado como aquella piltrafa amaba a su mujer? ¿Era posible admitir tan degradante comparación? Ella era Marta de Montoya, su marido era el coronel Montoya. Marta no mendigaba amor, no suplicaba jamás ni se quejaba… En cambio lo miraba, lo indagaba con sus ojos serenos. Lo juzgaba, he ahí la verdad; por eso no podía resistir su presencia, sus silencios, prolongados y quietos. Los ojos de Marta y sus silencios formaban una plancha tersa donde era inútil luchar; carecía de sombras y de obstáculos, nada que justificara la cólera o el fastidio. Carecía de horizontes, de profundidad y sustancia y aun así, desierta de gritos y ademanes, Marta de Montoya estaba muy por arriba de aquel lodazal donde se debatían el Agrónomo, Elisa… y tal vez él mismo.

De pronto recordó el sueño que lo atormentara en el hotel España y sintió el horror de la reiteración.

Acosado por el obsesivo recuerdo que suscitara la presencia del Agrónomo, el cuarto del hotel resultaba inaguantable. Vació en su estómago los restos de la botella colocada sobre la mesita de luz y se lanzó afuera…

Cerca de la estación tres muchachones pegaban parsimoniosamente unos grandes cartelones donde, al pie de un enorme rostro sonriente, se leía en grandes letras negras: «Coronel Perón, el Primer Trabajador».

– ¡Bravo! -murmuró Montoya, riendo sordamente-. A éste no lo agarra ningún Tribunal de Honor…

Y parado frente al retrato que lo miraba a él con comunicativa alegría, le hizo un grotesco saludo, mientras los muchachones lo miraban divertidos.

– ¿Se la damos? -propuso uno.

– Está borracho -contestó el interpelado.

– Con ese físico, viejo, lo que le vas a dar va a ser una ocasión pa'que te «fajen» -afirmó el tercero.

Oscurecía: el invierno sosegaba el ímpetu del viento. Lejos, entre las alamedas plantadas por los colonos italianos, rebrillaban las aguas del Musters, tocadas por el último resplandor del amarillento sol que se desplomaba detrás de las sierras de San Bernardo. Un colono se perdía por un camino flanqueado de árboles, apurando al caballejo que arrastraba el sulky. Debajo del plan del carricoche un perro trotaba husmeando los bordes de la huella. Se retrasaba, volvía a correr atropellándose y de nuevo se ubicaba bajo el sulky. Pronto desaparecieron en el recodo de un sendero particular.

El coronel Montoya tomó el centro del camino y echó a andar lentamente. Sus pasos, que no lo conducían a ninguna parte, conservaban la especial elasticidad casi automática que prescribían los reglamentos militares. Así era sencillo recorrer largas distancias y pronto ralearon a su costado las escasas viviendas del pueblo, mientras crecían también las sombras. Los álamos habían perdido su frágil galanura vertical, disminuidos en cantidad y resistencia. El pueblo quedó atrás.

Una oscuridad sin estrellas concluyó por rodearlo. La noche patagónica lo anegó en una negra espesura. El camino, como un río de sombras, lo llevaba al Oeste. Pero lo mismo podía llevarlo a las puertas del infierno. Erguido y solitario, el coronel Montoya «cortaba la ola negra».

…Uno…, dos; uno…, dos…; uno…, dos; uno…

Más exactos que el agitado ritmo de su pulso convulsionado, sus pasos machacaban a la noche, como si quisiera aplastarla bajo las suelas de sus zapatos.

Pero no flotaban fantasmas a su alrededor; únicamente la soledad sola como un ancho río negro.

En ese momento la enceguecedora luz de unos faros lo recortaron frente al vehículo que frenaba con violencia.

– ¡Señor, señor! -gritó el Siútico, corriendo alarmado a su encuentro-. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

Si esperaba una respuesta quedó defraudado. Sin hacer caso del asistente, Montoya entró en la cabina de la camioneta, empuñó el volante y apenas el Siútico estuvo adentro, partió velozmente de regreso a Colonia Sarmiento.

Al entrar en el hotel ya era medianoche.

III

Partieron al día siguiente. Junio avanzaba con las primeras nevazones, pero aún era posible recorrer bastantes leguas sin hundirse en el barro que se acumulaba en los bajos. Sobre las mesetas la poderosa camioneta rugía intrépida, chocando contra el viento helado que llegaba desde la distante cordillera. Se podía correr sin pausa; bastaba solamente mantener con atención las ruedas dentro de la doble huella de la «picada». El pulso del coronel era firme. Conducía con la mano izquierda y con la derecha sostenía el cigarrillo que fumaba sin prisa.

La idoneidad mecánica del Siútico no admitía objeciones. La Dodge lucía toda su potencia y saltaba hacia delante en las depresiones como un caballo de raza salva las zanjas del picadero. En las subidas rugía y apuntaba la nariz al cielo hasta que el filo de la loma desaparecía de golpe y toda la región siguiente se desplegaba en un gris abanico cuyos bordes rozaban la plomiza línea del horizonte.

Soledad. Camino. Soledad. Piuquenes. Algún guanaco siguiendo el rastro de su manada, erguido el cuello interrogante. Nubarrones oscuros cerrando el Oeste como una frontera.

Al atardecer llegaron a Los Monos. Menos que un apeadero, apenas una casona informe puntuando la meseta y el borde del San Bernardo.

Frente a la pared mal encalada dos muchachones pegaban parsimoniosamente un gran cartel donde, al pie de un enorme rostro sonriente, se leía con grandes letras negras: «Coronel Perón, el Primer Trabajador».

El Siútico, pateando la tierra para desentumecerse, comentó:

– Coronel Perón… ¿usted lo conoció?

El coronel Montoya miró el cartel durante un segundo y respondió:

– Lo conozco; él también es viudo…, pero tiene eczema.

– Bueno, bueno, bueno -fue el incongruente subrayado ante la incongruente referencia.

Un tazón de café humeante, un trozo de pan, un largo trago de whisky para Montoya, el apurado trasegar nafta del bidón al tanque y de nuevo la «picada» interminable. La ruta 26 marcaba ahora el Noroeste sin titubear. Los faros bañaban los calafates y los montículos funerarios de la «leña piedra». Los primeros refulgían unos momentos como descarnados esqueletos de finos huesos dislocados y los montículos parecían agazaparse, cansados peregrinos del camino, asustados ante aquella móvil luz que perturbaba la soledad de las mesetas. Muchas leguas llevaban recorridas cuando, al cruzar un cañadón, las luces de otro vehículo oscilaron delante de los viajeros. Un pesado camión pasó rugiendo al costado de la camioneta y de nuevo se abismaron en la noche. A la madrugada el Siútico cabeceaba, todo su rostro convertido en una arruga concéntrica rodeando la boca, cuyos labios sensuales, extraños labios encajados en una cara de muñeco viejo, se entreabrían descubriendo los dientes afilados y amarillentos. El coronel Montoya, en cambio, apretaba las dos manos sobre el volante y fijaba su mirada en la ruta. Apenas si alrededor de los ojos la piel de los pómulos se contraía y su párpado izquierdo, con espaciados y rebeldes temblores, lanzaba el globo del ojo hacia fuera de la órbita, acentuando el matiz oscuro de la pupila.

Al descender un sinuoso corte en el borde de la última meseta las luces del Paso Río Mayo marcaban el cruce del territorio; algo más allá la cordillera dibujaba su espinazo. La calle central del pueblo la constituía la propia ruta. El coronel Montoya titubeó en la elección del hospedaje: adelante tenía al Covadonga, con sus buenas piezas, pero allí era muy conocido y además por la mañana inevitablemente tropezaría con el oficial de la gendarmería, el receptor aduanero, el jefe de Correos y demás prohombres del lugar y la perspectiva no le interesaba. Optó entonces por detenerse frente al establecimiento de Borojovich, un yugoslavo taciturno que no hacía preguntas fastidiosas.