Выбрать главу

El dependiente sonrió torpemente.

– Bueno, ¿de verdad quiere saberlo?

– Es muy importante.

Peter intentó sonar convincente.

– Nuestros clientes prefieren guardar sus secretos y no somos de los que chismorrean -respondió el dependiente aún sonriendo.

Peter buscó su cartera en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó su antigua identificación de conductor de SL. La agitó delante de los ojos del hombre y luego se la guardó de nuevo en el bolsillo.

– Me llamo Per Wilander y soy de la policía. Es de vital importancia que me ayude.

La sonrisa del hombre desapareció.

– Por supuesto -dijo. Se colocó tras el mostrador y sacó un archivador.

– Dijo rosas, veamos. Hemos tenido un encargo esta mañana, un ramo grande.

Hojeó el archivador.

– Aquí… Olof Lundberg… Aquí está. Se encargó a las nueve y media pero se pidió que no se entregara antes de la una.

Peter giró el archivador de forma que él mismo pudiese leer. No había ningún nombre junto al pedido.

– ¿Puede recordar cómo era la persona? -preguntó.

– Sí. La recuerdo perfectamente.

De pronto el dependiente pareció incómodo.

– Si le soy sincero, al principio pensé que alguien intentaba gastarnos una broma. Llevaba puestas unas gafas de sol todo el tiempo y eso no es corriente en esta época del año. Además, era morena, tenía el pelo totalmente negro y si le digo la verdad no parecía auténtico. De joven fui peluquero, ¿sabe? Creo que medía un metro setenta. Hablaba sin parar, no conseguí decir ni pío.

Sé lo que se siente, pensó Peter.

– ¿Puede recordar lo que dijo? -preguntó.

– No, apenas nada. Habló de su marido y que él era quien iba a recibir las rosas. Creo que comentó que tenía dolor de espalda y después, lo siento, pero no escuché detenidamente. Tenía mucho que hacer arreglando el ramo. Ella misma quiso elegir las rosas.

– ¿Y está seguro de que no dejó ningún nombre?

– Sí, por alguna razón no quiso rellenarlo, pero eso no es necesario, de modo que no insistí. Eso se apunta, sobre todo por los clientes. Si el ramo por alguna razón no llegara o la dirección no existiera el recibo sirve como garantía.

– ¿Vio hacia dónde se dirigió después de abandonar la tienda?

– No. Creo que debieron de llamar por teléfono pues no recuerdo haberla visto salir.

El dependiente miró a su alrededor. En ese momento no había clientes en el local.

– Por cierto, mientras pagaba, lo hizo en metálico, se le cayó una tarjeta de visita sobre el mostrador. Era de una galería de arte de Gamla Stan. Ahora recuerdo que dijo que ahí tenían unos cuadros muy bonitos.

– ¿Recuerda cómo se llamaba? -preguntó Peter esperanzado.

– Era algo parecido a light o sound o algo por el estilo. Lo siento pero no lo recuerdo. De cualquier manera era algo en inglés.

– ¿Me puede dejar las Páginas Amarillas? -solicitó.

Buscaron en galerías de arte y examinaron los nombres.

– Aquí está -dijo el hombre-. Galería Easy Light. Svartmangatan. ¡Esa es!

Peter cogió una tarjeta de visita del montón del mostrador y dio las gracias; ya se dirigía hacia la puerta cuando el hombre le llamó.

– ¡Oiga! Noté una cosa más. Cojeaba. Pero quizá se debía a su embarazo.

– Sí, puede -respondió Peter y siguió pensando: o quizá se debía a que acababa de cortarse un dedo del pie…

El trayecto en metro desde la Tekniska Hogskolan hasta Gamla Stan duró ocho minutos. Después de un corto paseo subiendo por Kåkbrinken, cruzó Stortorget y torció hacia Svartmangatan. No fue difícil encontrar el local. Un letrero rosa chillón con el nombre de la galería sobresalía del resto del edificio; se preguntó apenado si no había ningún tipo de reglas sobre cómo debían ser los letreros en Gamla Stan.

Solo mirar el escaparate tuvo claro que la diabla no compartía su gusto. Y, definitivamente, tampoco el de Olof Lundberg. Abrió la puerta y entró. Todos los cuadros tenían motivos florales y habían sido pintados por el mismo artista. Por lo menos, eso esperaba él. Como una especie de tema constante todas las pinturas eran de un rosa chillón, y había rosas representadas de una u otra forma en todos los cuadros chillones.

– Buenos días, ¿puedo ayudarle?

La mujer tras el mostrador frisaba en los sesenta. Era alta y delgada; la palabra elegante apareció en el cerebro de Peter.

– Sí, quizá -dijo él-. Voy a hacerle una pregunta un poco extraña. Tengo una antigua compañera de clase que no veo desde hace mucho. Ahora otros compañeros y yo hemos pensado hacer una cena de antiguos alumnos y me han dicho que alguien vio hace algún tiempo a nuestra compañera de clase en esta galería. Se me ocurrió hacer un último intento por encontrarla y deseaba saber si quizá usted la conoce.

A Peter no se le daba mal mentir. Se sorprendió de que quizá causara mejor impresión cuando mentía que cuando decía la verdad.

– ¿Cómo se llama la señora en cuestión?

– Ese es el problema -contestó e intentó parecer indignado-. Nadie sabe cuál es su apellido de casada y el nombre, al parecer, se lo cambió hace tiempo. Antes se llamaba Eva Wilander.

– ¿Qué aspecto tiene entonces? Quizá sepa eso -dijo la señora con un tono de voz que indicaba que tenía cosas más importantes que hacer que dedicar su tiempo a clientes que no pensaban comprar un cuadro.

– Mide alrededor de uno setenta y tiene el pelo corto. La persona que la vio dijo que le pareció que estaba embarazada.

La mujer arqueó las cejas.

– Tiene suerte. Se parece a una clienta que ha estado aquí hoy hace un rato y ha comprado ese cuadro.

Señaló una horrible pintura de rosas rosadas.

– Regresará a buscarla hoy a las cuatro.

El corazón de Peter dio un vuelco.

– ¿No sabrá, por casualidad, cómo se llama?

– No, lo siento. Pagó en metálico.

Deseaba salir de la tienda. Ahora mismo. Retrocedió hacia Svartmangatan.

– ¿Le doy algún recado? -preguntó la señora justo antes de que cerrara la puerta.

– No es necesario.

Asomó la cabeza por la puerta entreabierta.

– Regresaré a las cuatro y le daré una sorpresa.

El reloj de Storkyrkan marcaba las dos y veinte. Volvió a pasar por la plaza y entró en la cafetería de Stortorget. Se sentó a una mesa junto a la ventana y pidió un café.

¿Qué podía hacer ahora? ¿Acercarse a ella y decirle que dejase de aterrorizar a Olof Lundberg? ¿Seguirla para ver dónde vivía y luego llamar a Lundberg? Se decidió por esta última alternativa. No estaba seguro de poder soportar una confrontación.

Se sentía nervioso. El café no sabía a nada y no tenía hambre aunque no había comido nada desde el sándwich de la mañana.

Las agujas de Storkyrkan iban más lentas que nunca. Cuando marcaron las tres menos cuarto no pudo aguantar más, pagó el café y salió a Stortorget.

El sol se había puesto detrás de las casas y el crepúsculo se apoderaba del lugar. Se encaminó hacia la galería. Miró atentamente a su alrededor todo el tiempo. No podría soportar que ella le sorprendiera por detrás. A una decena de metros de la galería había un portal abovedado. Se detuvo allí a esperar. Estaba helado. Tenía los pies mojados y ahora comenzaban a helársele de nuevo.

Se maldijo por no llevar nunca reloj.

Cuando pensó que ya había pasado una eternidad se escabulló y caminó la veintena de metros que le separaban de Stortorget para echarle un vistazo al reloj. Eran solo las tres y media. Regresó de nuevo y esperó.

No sucedió nada.

De vez en cuando pasaba alguien para entrar en el portal. Todos le miraban con desconfianza. Él intentaba sonreír y parecer tan inocente como le era posible, pero tenía tanto frío que estaba temblando; se dio cuenta de que debía de parecer raro.