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No había entrado ni un solo cliente en la galería desde que había llegado. Unos pocos se habían detenido a mirar el escaparate pero rápidamente habían seguido su camino. No se lo reprochaba. Cada vez que se acercaba una mujer con abrigo su corazón latía más deprisa, pero todas pasaban de largo.

Ahora tenían que ser más de las cuatro. La sensibilidad de los pies había desaparecido. Pronto no necesitaría ningún dinero.

Pasó una joven con una mochila.

– Disculpa, ¿tienes hora? -preguntó él.

– Dios mío, me has asustado -dijo ella- No te había visto.

Eso no es raro, pensó Peter.

– Son las cinco menos veinte.

Ella continuó hacia la puerta.

Ya no aguantó más. Se encaminó hacia la galería y entró después de mirar apresuradamente a través del escaparate.

– Ah, es usted -sonrió la señora-. ¡No se lo va a creer! Un par de minutos después de irse usted ella vino a llevarse el cuadro. Le conté que la estaba buscando y por qué y se puso muy contenta. Comentó que inmediatamente se pondría en contacto con usted. Dijo que tenía su número de teléfono.

Entró en calor en dos segundos. Por primera vez en casi treinta horas sintió que el corazón le latía más acelerado.

Salió a la calle sin decir nada y se dirigió automáticamente hacia la estación elevada del metro. Temía encontrársela en cada cruce. Su campo de visión ya había comenzado a disminuir y por eso tuvo que bajar la vista para estar seguro de no tropezar. Ella podría acercarse a él por un lado sin ser vista y sorprenderle.

Estaba en el andén. Llegó un metro procedente de Slussen. En el estado en que se hallaba no podía ir en metro. La oscuridad se podría apoderar de él dentro del vagón. Tenía que irse caminando a casa.

Otro metro en el andén. Vio a gente entrar y salir antes de que las puertas se cerraran. En el mismo instante en que el tren se ponía en movimiento la vio al otro lado de las puertas. Ella le dijo adiós con la mano.

Al segundo siguiente había desaparecido.

Él comenzó a trotar escaleras abajo y cogió la salida hacia el helipuerto. Tuvo el tiempo justo de llegar al muelle en el que estaba aquel antes de vomitar.

Ni siquiera sintió si tenía frío camino a casa. Estaba tan cansado que su único pensamiento era llegar a casa tan rápidamente como lucra posible e irse a la cama.

Su cansancio era tal que parecía como si hubiese tomado un somnífero de efecto inmediato. Como si el mismo cuerpo se autoinyectase somníferos para escapar de la miseria.

Marcó el código en el portero automático. Cuando empujó la puerta se dio cuenta de que estaba abierta. Había una piedra entre la puerta y el marco que impedía que esta se cerrase correctamente. Su cerebro estaba demasiado cansado para percibir la señal. Subió por la escalera con sus últimas fuerzas. El ascensor no era una alternativa razonable.

Había algo apoyado contra su puerta. Algo envuelto en papel marrón con una cuerda alrededor. En el papel estaba escrito con tinta roja:

«PARA ENTREGAR A OLOF LUNDBERG».

Era el cuadro.

10

A la mañana siguiente se despertó a las ocho y diez. Era un nuevo récord personal. La noche anterior se había acostado con la ropa puesta y se había dormido inmediatamente. Ni siquiera le había dado tiempo a tomarse un somnífero.

Se despertó porque sonaba el teléfono. Tenía frío y estaba realmente hambriento; cayó en la cuenta de que llevaba más de un día sin comer.

Se estiró hacia el teléfono.

– Peter, ¿dígame?

– Soy Olof. ¿Dónde estuvo ayer? Le llamé durante toda la noche pero no estaba en casa.

Se dio cuenta de que debía de haber dormido como un tronco e intentó hacer, en su estado de recién despertado, un resumen del día anterior tan detallado como pudo.

– ¡Joder! -exclamó Lundberg, cuando acabó el relato-. ¿Cómo diablos ha podido conseguir su dirección? Comprendo perfectamente que le parezca desagradable. ¡Sé cómo se siente!

El auricular quedó en silencio, pero luego Lundberg continuó:

– No lo tome como una proposición indecente pero le invito a mudarse a mi casa unos días. Anoche dormí de nuevo en un hotel. No creo que me atreva a dormir solo en casa.

Peter no respondió. Ahora mismo no tenía ganas de ir a ningún sitio, ni siquiera a la nevera para comer un sándwich. Y vivir con Lundberg sería sin duda como meterse en la boca del lobo.

– Lo pensaré -respondió.

Aún estaba demasiado cansado para sentir miedo. -Pasaré a verle por la oficina dentro de un par de horas. Dieron por finalizada la conversación. Se quitó la ropa, se metió entre las sábanas y se durmió de inmediato.

Una hora después le volvió a despertar el teléfono. Era su hermana.

– Buenos días, Al Capone. Ya le he hecho a tu amigo el favor que me pediste. Fue realmente refrescante hacerlo a primera hora de la mañana. En realidad no sé qué es lo que quieres saber, pero hemos podido sacar algunas cosas en claro: hace tres o cuatro días que el dedo fue seccionado del cuerpo. Eso lo descubrió un compañero que anteriormente había trabajado en el Instituto Forense. Además, dijo que parecía haber sido serrado con una sierra común para metal, por lo que esperaba que la persona en cuestión estuviese anestesiada cuando ocurrió. Teniendo en cuenta el nivel de oxígeno en la sangre se puede afirmar que el cuerpo estaba con vida al realizar la intervención. El grupo sanguíneo es O positivo, no es el más común pero tampoco particularmente raro. La persona en cuestión es con toda seguridad una mujer pero es imposible determinar su edad.

Se sentó en la cama y buscó papel y bolígrafo.

– Una cosa más. Precisamente ahora estoy realizando un trabajo de investigación sobre anticuerpos y por curiosidad crucé los datos de las pruebas en el ordenador. Resultó que la persona en cuestión es uno de los trescientos doce pacientes anónimos que forman parte del grupo de experimentación en el que se basa la investigación. ¡Estuve a punto de desmayarme! La probabilidad de que tu dedo perteneciera a uno de nuestros pacientes era de una entre veintiséis mil. Desgraciadamente esto no es de gran ayuda pues el grupo de experimentación es secreto.

– ¿Cómo que secreto?

– Todas las pruebas provienen de distintas instituciones de todo el país y fueron tomadas durante marzo del noventa y seis, han participado desde centros de asistencia primaria a instituciones psiquiátricas. No tenemos ni idea de quién ha entregado las pruebas, y ya que los propios pacientes no han dado su consentimiento para entrar a formar parte de la investigación, la lista permanece cifrada en el ordenador del Instituto de Enfermedades Infecciosas y no se hará pública hasta el año dos mil once. Entonces se hará una recopilación de nuestra investigación para ver si concuerdan nuestras predicciones sobre la salud de los pacientes.

Ella permaneció en silencio unos minutos.

– ¡Hola! ¿Estás despierto?

Ahora estaba completamente despierto, pero el cerebro no podía procesar toda la información

– Sí, pero espera un momento -dijo él-. ¿No hay ni una sola persona que tenga acceso a los nombres de esa lista? ¿Alguien que pudiera mirar si lo deseara?

– No -respondió Eva-. Esa es la intención. La clave no se puede romper antes del año dos mil once. Hasta entonces es totalmente indescifrable.

– Vaya. -Peter se negaba a creerlo-. Entonces, ¿quién la ha cifrado?

Recordó claramente la clave alfabética secreta que recibió al suscribirse a El Fantasma.

– El ordenador. Estuve en un curso en el que precisamente hablaron sobre eso. Seguramente era para dejar bien claro a todos los investigadores que no valía la pena intentar descifrar la clave antes de tiempo. La clave se cambia según el nombre y el número personal y habían calculado que una persona que trabajara durante ocho horas diarias necesitaría veintitrés años para descifrar la clave en una lista de trescientos cincuenta nombres. Entonces estaríamos en el año…