Él era Pelé y su padre era portero, y casi siempre Peter conseguía driblarle y meter un gol.
Escondía la pelota entre unos arbustos, cerca del campo de fútbol.
Cada año, en Navidad, un compañero de su padre iba a casa con una caja de bombones y un libro con el informe anual del Cuerpo de Bomberos, y cada año su madre tiraba el libro a la basura tan pronto como el compañero abandonaba el piso. Desde la primera Navidad Peter bajaba corriendo al cuarto de la basura a buscar el libro y lo había seguido haciendo año tras año. Se imaginaba que los libros eran un saludo secreto de su padre y los escondía cuidadosamente arriba en el desván, en su cuchitril, para que su madre no los descubriera.
Ella, por su parte, nunca había dejado de acusar en silencio al Cuerpo de Bomberos por arrebatarle su propia vida; odiaba al hombre que cada Navidad venía y se lo recordaba.
Peter se había hecho una cabaña en el desván con una vieja almohada; solía escabullirse hasta allí con una linterna, leía los libros e intentaba hacerse una idea de cómo era la vida que su padre había elegido vivir.
En el instituto los otros chicos comenzaron a interesarse por las chicas. Él estaba completamente satisfecho con sus peces de acuario, pero había una muchacha en la escuela que ni siquiera él podía evitar.
Era un año mayor que él y por lo menos diez centímetros más alta que sus compañeros de clase; por supuesto fue la elegida como santa Lucía del año. Después de verla avanzar lentamente a la cabeza de la procesión de santa Lucía con su cabello largo, rubio, caído sobre los hombros, se enamoró por primera vez en su vida y estuvo completamente embargado por esa sensación. Planeaba los recreos hasta el mínimo detalle y pronto aprendió dónde debía ir para, con la mayor probabilidad, poder verla fugazmente. Solía haber un enjambre de muchachos a su alrededor y su amor no correspondido hizo que hasta comenzara a descuidar su acuario. Por las noches se sentaba en su habitación y escribía su nombre página tras página; su hermana acabó encontrando un papel completamente garabateado.
Por lo que podía recordar nunca, ni antes ni después, había deseado tanto matar a alguien como en esa ocasión.
– ¡Es la hermana pequeña de Micke! ¡Le diré que la salude de tu parte!
Él se volvió completamente loco, se lanzó sobre ella y la golpeó y golpeó como un loco.
Lo peor no era la amenaza del saludo sino que desde ese momento, entre todo el mundo, era su hermana quien compartía su secreto.
Ni siquiera se lo había comentado a su padre.
Su madre oyó la pelea, entró y los separó. Eva sangraba por la nariz y se fue de la habitación con la mirada llena de odio; Peter comprendió que antes de que sonara el timbre al día siguiente por la mañana, toda la escuela Alfred Dahlin sabría que estaba enamorado.
Al día siguiente se puso enfermo. Y al otro, y al otro, y luego llegó el fin de semana. Eva no le habló en todo ese tiempo y él no pudo saber si había llevado a cabo su amenaza.
El sábado había baile en el gimnasio. Nada en el mundo le podría haber llevado hasta allí, pero entonces sonó el teléfono. Era Inger. Su Lucía. Le preguntó si iría al baile y él dijo que acudiría. Ella preguntó si podían verse allí y él dijo que sí podían.
Flotaba en una nube.
La calle estaba llena de gente. Algunos habían bebido demasiado y no los dejaban entrar, otros formaban grupos y hablaban. Se acercó a un par de chicos de su clase que estaban parados y bebían de una botella de litro de Coca-Cola. Le preguntaron si quería y dio un buen par de tragos. Aún ahora no sabía con qué la habían mezclado, pero Peter, que nunca antes había probado el alcohol, estuvo a punto de desplomarse.
Solo tardó unos minutos antes de sentir el alcohol en su cuerpo. Uno de los chicos ocultó la botella entre unos arbustos y Peter los siguió hacia dentro.
Hacía calor, había mucha gente y estaba mareado. Al principio no la vio, pero detrás de una columna destacó su cabeza rubia entre la multitud. No dudó ni un segundo. Se abrió camino entre el mar de gente y solo se detuvo cuando estuvo frente a ella. Era por lo menos quince centímetros más alta que él. El dijo hola y ella dijo hola pero lo miró interrogante.
– ¡Aquí estoy!
– Vale.
Ella miró a su alrededor turbada.
– Soy Peter. Me llamaste por teléfono.
El comenzó a sentirse inseguro.
– ¿Yo? -dijo ella sorprendida-. No, ha debido ser otra.
Volvió a estar sobrio al instante.
Lo comprendió todo. Era la endiablada de su hermana que se había vengado de la forma más cruel que él podía imaginar. ¡Cómo diablos había podido ser tan jodidamente tonto! Salió corriendo del local. Corrió todo el camino hasta casa y no se detuvo hasta que se metió entre las sábanas.
Se quedó en casa una semana sin ir a la escuela. Su madre estaba preocupada; los peces del acuario morían uno tras otro debido a la falta de cuidados. Finalmente el profesor encargado de su curso llamó para saber cómo se encontraba y si padecía una pulmonía.
Al noveno día llamaron a la puerta. Su madre no estaba en casa, de modo que él mismo abrió.
Era Inger.
Él se quedó mudo.
– Mi hermano me ha contado lo que ha pasado. Estuvo muy mal. Yo no tenía ni idea. Te busqué en la escuela toda la semana pasada y finalmente alguien me dijo que estabas muy enfermo. ¿Cómo estás?
– Bien.
– ¿Puedo pasar?
Lo que más tarde recordaría con mayor nitidez era que la habitación olía a cerrado y que había dos peces muertos flotando en el acuario. Su cama estaba sin hacer. Recordaba que no hablaron mucho pero no podía recordar cómo finalmente acabaron en su cama, ni cómo ella se las había ingeniado para desnudarlo. Se había quedado totalmente paralizado; fue solo cuando ella se levantó y se vistió que él comprendió que habían hecho el amor.
– Será nuestro secreto -dijo ella.
En el mismo instante que ella abandonó la habitación él supo que nunca más se volverían a encontrar.
Tendrían que pasar ocho años antes de que su amor se apagara.
Se había preguntado muchas veces durante estos años qué fue lo que la movió a hacer lo que hizo ese día. Él tuvo que despertar en ella una especie de instinto de protección y ella debió de comprender que esa era la única salvación posible para él.
Cuando su hermana regresó a casa esa tarde él esbozó una amplia sonrisa y le preguntó si había tenido un buen día.
Se había convertido en un hombre.
11
El reloj marcaba más de las dos cuando entró en la oficina de Lundberg. De camino se había procurado una buena comida. Pyttipanna con dos huevos fritos en el restaurante Lilla Budapest en Götgatsbacken.
Llevaba el cuadro bajo el brazo. Lundberg volvió la cabeza en señal de desagrado cuando Peter retiró el papel. Las rosas chillonas y el marco dorado desentonaban con el entorno.
– En realidad, no sé de qué pared colgarlo -dijo Lundberg y sonrió de medio lado-. Quizá se lo debería dar a Katerina como agradecimiento. Sin duda alegraría su piso.
Peter no respondió. En cambio, habló sobre los resultados de los análisis de su hermana.
Lundberg escuchó atento y suspiró aliviado al saber que la mujer no podía estar embarazada. Cuando Peter calló, Lundberg permaneció sentado en silencio como si intentara digerir toda la información.
– ¿Ha tenido sífilis, por casualidad? -preguntó Peter y alzó la vista al techo-. Me refiero a que quizá la hubiese contagiado.
Lundberg negó con la cabeza.
– No, que yo sepa. ¿No debería haberlo notado?
– No lo sé -contestó él sinceramente-. Supongo. Quizá podría hacerse unos análisis por si ella es alguno de sus… contactos esporádicos. Al parecer ha podido padecer esa enfermedad durante unos veinte años.