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Peter asintió.

Entraron en el recibidor. Peter estaba tenso y le resultaba difícil caminar con normalidad. El hombre señaló el alambre y susurró.

– ¡Cabrones! ¿Sabe que si en Suecia se encerrase a cincuenta personas, y la policía sabe perfectamente quiénes son esas cincuenta personas, los robos descenderían más de un sesenta por ciento en todo el país? Esas son las personas que cometen casi todos los robos. ¡Cabrones!

Peter entró en la habitación. Estaba vacía. Mientras tanto el hombre había entrado en la cocina, gritó que ahí no había nadie. Miró en los armarios, en el cuarto de baño y debajo de la cama pero el piso estaba vacío.

– Parece que todo está en orden -dijo el hombre-. Ahora tengo que marcharme. Aquí tiene el periódico.

– Gracias -dijo Peter, y se refería tanto al periódico como a la ayuda.

– De nada. No olvide llamar a la pasma. Vendrán aquí, presentará una denuncia que acabará en una pila de papeles donde nunca nadie la volverá a encontrar. Pero si tiene suerte quizá entre a formar parte de la estadística.

Peter intentó sonreír.

Cerró la puerta con cuidado y utilizó el alambre para asegurar el picaporte al radiador.

Encendió todas las lámparas del piso y se sentó a la mesa de la cocina. Eran las cinco y cinco. Intentó adivinar cuánto tiempo había estado parado en el rellano. Debió de ser por lo menos media hora. Cada célula de su cuerpo gritaba de agotamiento tras el esfuerzo pero no se atrevía a acostarse.

Pensaba en la diabla.

¿Qué deseaba, en realidad? ¿Era realmente ella quien había intentado entrar en su piso, su fortaleza? La simple posibilidad era suficiente.

Se preguntó cómo se las había ingeniado para lograr aterrorizar a dos adultos hasta el punto de que estuvieran completamente obsesionados con su existencia. Que él hubiera reaccionado como lo hizo no le sorprendía tanto. No era un tipo valiente; precisamente ahora casi podía palpar el miedo que sentía ante esa mujer y el peligro que representaba. Pero ¿Lundberg? Él no parecía ser de los que se dejan asustar fácilmente.

Descolgó el teléfono y marcó el número de la policía. Colgó antes de que pudieran responder. Cogió la guía telefónica y marcó otro número.

Pasaron unos minutos, luego escuchó la voz de Lundberg a la expectativa:

– ¿Sí?

– Soy yo, Peter. Si la invitación sigue en pie me gustaría pasar por ahí ahora mismo.

12

Lundberg estaba sentado esperándole cuando llegó. El taxi dio media vuelta frente a la puerta principal; Lundberg salió a recibirlo, abrió y cerró la puerta y conectó la alarma de nuevo.

– ¿Se ha ido muy tarde la visita o ha ocurrido algo?

Miró preocupado a Peter.

– Alguien ha intentado entrar en mi piso. Por suerte me desperté y salí corriendo tras él hasta Götgatan pero no vi a nadie.

Omitió la experiencia en el rellano. Lo último que deseaba en el mundo era perder el respeto de Lundberg.

– ¿Ni siquiera vio si era ella?

– No, lo único que vi fue una mano y un alambre a través de la ranura del buzón. Durante unos segundos también vi unos ojos pero no puedo determinar si eran los de ella. Todo sucedió demasiado rápido.

Probablemente no podría asegurar que eran sus ojos aunque los hubiera mirado durante una hora, pero no le dijo eso a Lundberg.

– ¡Joder! -exclamó Lundberg-. Siento muchísimo que también le haya afectado a usted. Si resulta que era ella.

Durante unos segundos creyó que Lundberg pensaba proponerle que abandonara el caso, pero no lo hizo. En cambio, fue a la cocina y preparó café. Siguiendo su costumbre no preguntó si Peter quería, sino que le alargó una taza humeante un par de minutos más tarde. A Peter le dolió el estómago a causa del café, pero en ese momento no le importaba.

Lo que más deseaba era acostarse.

Como si Lundberg hubiera adivinado sus pensamientos dijo:

– Puede dormir en el dormitorio frente al mío. Quizá esté algo desordenado pero la cama es confortable.

Fue delante y encendió la lámpara. Peter lo siguió. En la habitación había una gran mesa escritorio y unas cuantas estanterías repletas de archivadores y libros. Sobre el escritorio había montones de papeles y revistas en una especie de desorden organizado. Sobre la cama Lundberg había comenzado lo que parecía una clasificación; había hecho montones con papeles y fotografías prendidas con clips de colores.

– Como le he dicho está un poco revuelto. Hay un cuarto de invitados al otro lado de la casa si prefiere dormir allí. -Sin esperar una respuesta comenzó a retirar los montones de la cama.

– Aquí estará bien.

Peter había metido unos calzoncillos limpios, un jersey y el cepillo de dientes en una bolsa que una vez le habían ofrecido como regalo de bienvenida en un club de libros. La colocó sobre la cama que ahora estaba libre de papeles.

– Las sábanas están limpias. No ha dormido nadie. Por lo menos que yo sepa.

Peter no tenía fuerzas para sonreír por el chiste.

Lundberg se marchó después de indicarle dónde estaba el cuarto de baño. Peter se quitó los pantalones y el jersey y se metió en la cama.

Dejó la lámpara de la mesilla de noche encendida.

La habitación, como el resto de la casa, era de buen gusto y todos los libros y revistas le daban una atmósfera de intimidad. Las paredes encima de las estanterías eran gris claro y estaban completamente repletas de pequeños cuadros de todas las épocas, pero todos tenían un mismo y único motivo: barcos. Permaneció tumbado y los miró un rato; se asombró de la colección. Los contó; había cincuenta y siete cuadros.

Él también era coleccionista, si bien de una clase diferente.

Coleccionaba recuerdos. Objetos de recuerdo, papeles, notas, flores secas de importantes momentos de su vida. Incluso su primer pez de acuario, un xipho rojo; era como una piel seca que guardaba envuelta en papel de seda dentro de una vieja caja de cerillas. Cada entrada de cine que había comprado llevaba escrita la fecha y el título y estaba guardada en uno de sus cajones. En la parte de atrás escribía con quién había visto la película y lo que le había parecido. Había tres categorías. Buena, regular y mala. Nunca en su vida había tirado una postal o una carta. La mayoría de los tíquets de los bares estaban en una caja junto a viejas tarjetas de socio de clubes, billetes de tren y los recordatorios de la confirmación de sus compañeros de clase. Coleccionaba todo lo que pudiera relacionarse con una ocasión especial. Siempre había pensado que sería divertido tener todos esos recuerdos en el futuro. Pero ahora, cuando rozaba los cuarenta, empezaba a preguntarse cuándo llegaría, en realidad, ese momento. El momento en el que abriría la caja y vería recompensados sus esfuerzos por conservar el tiempo pasado. Hasta ahora la colección solo le había dado mala conciencia ya que las pocas veces que había perdido una entrada o un programa de teatro se había desanimado al pensar que su colección ya no sería completa. Que la cadena estaba rota y había perdido el control.

Apagó la lámpara de la mesilla e inmediatamente sintió miedo de la oscuridad.

Las cortinas no estaban corridas y durante un buen rato permaneció tumbado sopesando los pros y los contras de la cuestión, pero, finalmente, se decidió a correrlas. Encendió la luz de la mesilla de noche y se metió de nuevo en la cama.

Se preguntó cuánto tiempo hacía que no dormía fuera de casa. 1 lacia casi siete años que había estado en Goteborg en casa de Eva, y antes de eso debió de ser cuando aún salía con Susanne.

Recordó otra habitación de invitados en casa de su tía en Nässjö. Durmió allí cuando tenía siete años; las cinco noches posteriores al día en el que entró en su casa después de columpiarse en el jardín y encontró a su madre sentada en suelo de la cocina gritando que papá se había abrasado. Esa habitación tenía dos camas, pero la otra estaba vacía, ya que Eva durmió en la cama de su tía.