– ¿Es secreto o puede contarme algo más sin necesidad de tener que matarme después? -dijo el hombre y sonrió.
– Es mejor que sepa lo menos posible -respondió Peter e intentó parecer tan importante como pudo.
– Vale -dijo el hombre-. Me llamo Ahmed. ¿Quiere un poco de café?
– Sí, gracias, me vendrá bien -sonrió Peter.
Un cliente entró en la tienda y compró cigarrillos, cuando el hombre se fue Ahmed desapareció en un cuchitril tras el mostrador al fondo de la pequeña tienda.
Peter oyó que preparaba el café. Un par de minutos después regresó y le alargó una taza de café con la bandera sueca llena hasta el borde.
– Habla muy bien el sueco -dijo Peter.
– Bueno, llevo aquí veintidós años así que a estas alturas puedo pillarlo casi todo, y lo que no capto lo aprendo en casa con mis hijos de quince años.
Peter miró hacia la calle vacía. Pasaba algún que otro coche pero todo estaba tranquilo. Un par de palomas picoteaban sobre el asfalto algo más allá. Probó el café. Estaba tan fuerte que los ojos se le llenaron de lágrimas y solo con un gran esfuerzo pudo ocultar una mueca.
Solo habían pasado diez minutos cuando apareció ella caminando por St Eriksgatan. Automáticamente abandonó su papel de policía y se acurrucó asustado detrás del expositor de revistas que estaba colocado junto al escaparate. Dejó la taza de café sin beber sobre una estantería y apartó un poco el Hänt i Veckan y el Se och Hör para tener mejor visibilidad. Se dirigía con paso decidido hacia el portal número 11; no había ninguna duda de que era ella.
– ¿Es ella? -preguntó Ahmed que no había podido evitar notar su reacción.
No contestó. No fue por ser desagradable, sino porque simplemente no podía. Esa mujer ejercía una influencia sobre él que contradecía todas las leyes de la naturaleza y aun a través del escaparate y con una calle y un expositor de revistas entre ellos no podía controlar el miedo que sentía.
Ella llegó al portal y comenzó a marcar el código de entrada. Abrió la puerta pero cuando iba a entrar se detuvo y como un rayo se dio media vuelta y miró fijamente hacia el estanco. Él estuvo a punto de caerse de espaldas. Fue como si ella misma le hubiese empujado. Cuando volvió a mirar hacia fuera ella estaba cruzando la calle y se dirigía directamente hacia su escondite. Fue presa del pánico. Comenzó a arrastrarse hacia el lugar donde Ahmed había hecho el café y en el mismo instante en que pasaba por debajo del mostrador oyó cómo se abría la puerta. Se encogió rápidamente en el suelo entre el mostrador y los pies de Ahmed.
Ahmed bajó la vista hacia él sorprendido. Peter puso el índice sobre sus labios y rogó en silencio a Dios y a Alá que no lo delatase.
– ¿Qué desea? -preguntó Ahmed.
Peter creyó que pasaba mucho tiempo antes de que ella respondiese.
– No lo tengo muy claro -dijo la diabla.
No había ninguna duda que era ella. Su voz le hizo sentirse mal.
– ¿Tiene algo especial que ofrecerme? -prosiguió ella-. Me apetece algo distinto. Quizá tiene por ahí algo que pueda gustarme.
Ahmed no contestó; ahora Peter estaba seguro de que la diabla sabía que él estaba tumbado detrás del mostrador y no pudo pensar en algo peor que encontrársela de nuevo yaciendo a sus pies.
Ahmed no bajó la vista hacia él sino que dijo:
– No sé qué podría ser. ¿Qué suele gustarle a usted?
Permanecieron de nuevo en silencio, Peter sentía pasar los minutos. Oía cómo ella se movía por la tienda.
– Bueno -dudó ella-. Me gustan los hombrecitos de gominola. Siempre te sorprende lo mucho que duran. Una mastica y mastica, chupa y chupa y sin embargo, nunca se cansa de ellos. ¿Tiene de esos?
– No, lo siento -respondió Ahmed-. Pero tengo ratitas allí en la estantería. Las bolsas amarillas.
Peter oyó cómo ella caminó por el piso y cómo crujió al coger una de las bolsas. No estaba seguro de haber respirado desde que ella entró. Los latidos de su corazón debían de oírse en toda la tienda, retumbaban en su cabeza. Ahora no podía respirar, se oiría demasiado. Tenía que poder contener la respiración un poco más.
– Bueno -oyó la voz de ella-. Hombres o ratas son casi lo mismo. ¿Cuánto es?
– Ocho cincuenta.
La caja torácica estaba a punto de estallar. No podía contenerse más. Tenía que tomar aire. Comenzaron a aparecer unos puntos frente a sus ojos pero el miedo a ser descubierto le hizo aguantar el dolor un poco más.
Se oyó un ruido de monedas sobre el mostrador.
– Hasta luego -dijo ella.
Oyó sus pasos por el piso y cómo se abría la puerta.
Luego los puntos crecieron hasta formar una alfombra compacta y todo se oscureció.
21
Cuando se despertó aún yacía en el suelo detrás del mostrador. Ahmed estaba agachado sobre él y lo abanicaba con un Aftonbladet. A intervalos regulares le golpeaba con fuerza en la mejilla.
– ¡Hola! ¿Me oye?
La voz de Ahmed se acercaba más y más; finalmente Peter abrió los ojos.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Ahmed-. Casi me mata del susto. ¿Qué cree que hubiera pasado si hubiera tenido que llamar a la policía para que encontraran a uno de sus colegas muerto tras mi mostrador? ¡Uno no se puede tomar esas libertades siendo inmigrante!
Peter se sentó aturdido. Aún le dolían los pulmones.
– ¿Me ha visto ella? -preguntó.
– No, no lo creo -respondió Ahmed-. ¿Qué le ha pasado, se ha desmayado?
– He debido dormirme -dijo Peter-. Últimamente he trabajado mucho.
Se puso de pie y comenzó a sacudirse el polvo de los pantalones.
– Gracias por su ayuda. Ha sido realmente amable.
Se dirigió hacia la puerta y Ahmed le miró y agitó la cabeza. Se levantó el cuello del abrigo tanto como pudo y encogió la cabeza entre los hombros, abrió la puerta y salió de la tienda.
Sin ni siquiera mirar hacia la casa número 11 bajó trotando hacia St Eriksgatan. Desde el bordillo de la acera Peter llamó con la mano a un taxi que venía del norte y pidió que le condujera hasta Karlavägen 56.
Olof aún no había regresado de su reunión, pero Lotta le invitó a esperarlo en su despacho. Sin embargo él prefirió que le dejase entrar en la sala de reuniones teniendo en cuenta que Lundberg no tenía cortinas.
Tan pronto como Lotta salió y cerró la puerta cogió el teléfono y marcó el número de la comisaría de Bodil Andersson. Nadie respondió, así que lo intentó con el número del móvil.
– Inspectora Andersson.
El sueco finlandés de ella le produjo un escalofrío en su estado ofuscado.
– Soy Peter Brolin. El ayudante…
– Sé quien es. ¡Continúe!
Le hacía sentirse como un escolar reprendido. Tía de mierda.
– La he encontrado. Tengo su dirección.
Permanecieron en silencio unos segundos.
– ¿Y cómo lo ha hecho? ¿También esta vez ha cometido un allanamiento o algún otro acto criminal?
Sintió que enrojecía.
– No, en absoluto. He estudiado detenidamente la lista que le di. No fue especialmente difícil.
Esta vez el silencio duró aún más tiempo.
Empate a uno.
– ¿Y cuál de ellas es?
– Elisabet Gustavsson, Falugatan 11.
Oyó cómo ella hojeaba unos papeles.
– Nacida el cincuenta y cinco, cero seis, cero ocho. ¿Está seguro de que es ella?
– Sí. Completamente -respondió él con seguridad.
– Vale. Quiero que espere. Mañana por la mañana me pondré en contacto con ella. Hoy estoy hasta arriba con otros casos más apremiantes.
No podía creer lo que oía.
– Olvidé decirle que ella estuvo anoche en casa de Lundberg y que pintó de negro todas las ventanas. ¡Ha destrozado toda la casa! ¿Eso no es suficientemente grave? ¡Quién sabe lo que puede hacer esta noche! ¡Y creo que Olof apreciaría si se pusieran en marcha hoy mismo!