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– ¡Joder! -oyó exclamar a Lundberg.

Al segundo siguiente estaba en cuclillas a su lado y le pedía que tratara de respirar con calma. Aún conservaba en la mano el cuchillo con el que había abierto el cerrojo del cuarto de baño.

– Tenemos que llamar a la policía -prosiguió.

La respiración de Peter estaba ahora totalmente descontrolada y comenzaba a sentir punzadas en las manos y en los pies. Le temblaba todo el cuerpo pero intentó agitar la cabeza.

– No podemos -consiguió articular.

Intentó respirar hondo.

– Andersson fue muy firme cuando dijo que no podíamos venir aquí. Quizá me olvidé decírtelo.

Lundberg se puso de pie y estaba claro que intentaba pensar.

– Tenemos que irnos de aquí -dijo finalmente.

Se guardó el cuchillo de cocina en el bolsillo de la chaqueta e intentó ayudar a incorporarse a Peter. Lundberg lo cogió por los hombros y entreabrió cuidadosamente la puerta; se aseguró de que no hubiera moros en la costa. Más que caminar Peter se arrastraba al bajar la escalera. En el portal Lundberg lo apoyó contra la pared y sacó su móvil.

– ¡Joder! Me he quedado sin batería.

Peter señaló hacia el estanco y Lundberg, con cierto esfuerzo, consiguió abrir la puerta y cruzar llevando a Peter cogido por los hombros.

Ahmed les abrió la puerta y Lundberg sentó a Peter en la silla que aún estaba junto al escaparate.

– ¿Tiene teléfono? -preguntó.

Ahmed señaló hacia el tabuco tras el mostrador.

Lundberg desapareció y pudieron oírle llamar a un taxi.

Ahmed miró a Peter que apenas podía mantenerse erguido en la silla.

– Hoy no es su día, ¿verdad? -dijo-. Quizá le pueda invitar a una galleta de chocolate.

22

Después apenas recordaría el viaje a casa o cómo habían entrado en ella. Lundberg prácticamente lo cargó hasta la cama y a continuación buscó un Sobril que había guardado después de su crisis tras la muerte de Ingrid.

Peter se lo tragó obedientemente y se durmió casi al instante.

Durmió como un tronco toda la noche y al despertarse tenía un terrible dolor de cabeza. Eran las seis menos diez. Debía de haber dormido casi dieciséis horas.

El dolor de cabeza era tan intenso que prefirió permanecer tumbado en la cama. Recordó los hechos del día anterior y la agitación hizo que su pulso se acelerase.

Cada latido de su corazón explotaba en su cabeza. Necesitaba vomitar.

Se levantó trabajosamente y consiguió llegar al cuarto de baño. No salió nada de su estómago vacío y se inclinó sobre el lavabo para beber unos tragos de agua directamente del grifo.

Le dio un escalofrío al sentir la forma del lavabo bajo sus manos. El recuerdo era tan intenso en la yema de los dedos como en el cerebro. Ella llevaba puesto el abrigo marrón. El cabello negro estaba algo enmarañado y una mecha de cabello rubio se había deslizado sobre su mejilla. Los gafas de sol habían resbalado y colgaban de una oreja, y sus ojos completamente abiertos le habían mirado acusadamente. Sabía que el recuerdo no desaparecería en toda su vida.

Al salir del cuarto de baño se encontró a Lundberg.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó.

– Me duele mucho la cabeza. ¿Tienes una aspirina?

Lundberg lo bordeó y sacó dos aspirinas del armario del cuarto de baño.

– ¿No deberías comer algo antes? -preguntó-. Hace demasiado que no has probado bocado.

– Sí, quizá -dijo Peter-. Me siento tan mal…

– Acuéstate que yo te llevaré un sándwich.

Lundberg desapareció en dirección a la cocina. Un poco después regresó con un vaso de leche y una rebanada de pan con queso. Peter se había vuelto a meter en la cama y estaba tumbado, concentrado en mantener el malestar bajo control. Comió en silencio y después se tomó dos aspirinas.

Enseguida remitió algo el malestar.

Lundberg se había sentado en la silla del escritorio y jugaba distraído con el cable enrollado del teléfono. Al cabo de un rato descolgó el auricular y dejó que colgara del aire hasta que el cable se desenredó. Volvió a colgar.

Ninguno de los dos dijo nada.

Parecía como si se hubieran puesto de acuerdo en no abordar los sucesos del día anterior ni con palabras ni con hechos. Su problema, que en realidad estaba resuelto, parecía, si eso era posible, aún mayor que la mañana anterior. No sabía lo que Lundberg pensaba, pero Peter sentía como si él mismo hubiese tirado de la cuerda, o por lo menos ayudado a que ella misma lo hiciera. Se imaginaba que si le hubiera hecho caso a la inspectora Andersson y no hubieran ido allí, todo sería diferente. Tampoco le ayudaba saber que eso no era cierto.

De pronto se habían convertido en criminales. Exactamente igual que la diabla. Eran culpables de allanamiento de morada y, además, no habían denunciado el hallazgo del cuerpo, algo que la policía, si se enteraba de que habían estado en el piso, encontraría muy extraño. Que el terror hubiera acabado y el encargo hubiera finalizado no podía aliviar el malestar que sentía.

Si pudiera se quedaría en la cama y nunca más se levantaría.

– Deberíamos telefonear a Andersson -dijo Lundberg al cabo de un rato.

Peter cerró los ojos.

– Si no llamamos ayer parecería extraño que lo hiciéramos ahora. Ella irá allí esta mañana y entonces lo verá con sus propios ojos. Lo mejor es que esperemos a que llame.

No se atrevió a mirar a Lundberg.

La habitación quedó en silencio.

– Bueno, quizá tengas razón -suspiró-. Me pregunto qué he hecho yo para merecer esto.

Permanecieron un rato en silencio.

– Las cosas son así -dijo Peter con un hilo de voz-. Dímelo a mí. He pasado por la vida sin hacerle daño ni a una mosca y sin embargo todo se ha ido al carajo. A veces es realmente difícil comprender de qué va todo en realidad.

No era su intención dar lástima, sin embargo Lundberg reaccionó así ante sus palabras.

– ¡En efecto! -exclamó Lundberg con la voz notablemente más animada-. Hoy tenemos que ir al banco. Tú tienes a un empleado de banco esperando a que aparezcas, ¡y además hoy es el gran día!

Si alguien le hubiera dicho esto a Peter una semana atrás seguramente se hubiese puesto de pie y habría dado saltos de júbilo. Ahora estaba tumbado en la cama y tenía los ojos cerrados.

Se sentía totalmente vacío.

Comprendió que era realmente inaceptable que se mostrara tan indiferente cuando alguien le acababa de ofrecer 1.352.000 coronas, pero ni siquiera eso ayudó. No tenía fuerzas para avergonzarse de su ingratitud.

– Me duele tanto la cabeza -dijo.

Lundberg suspiró y se puso de pie. -¿Cuál es tu banco?

Una hora y media después sonó el teléfono. Peter aún estaba tumbado en la cama durmiendo a ratos. Se despertó por completo al oírlo. Se sentó erguido en la cama. Lo peor del dolor de cabeza había desaparecido.

Pudo oír la voz de Lundberg a través de la puerta cerrada pero no pudo distinguir lo que decía.

Se levantó y se puso los pantalones. No recordaba habérselos quitado la noche anterior y se sintió incómodo al pensar que debió de ser Olof quien lo hizo.

Abrió la puerta.

– Entonces estaremos ahí a la una -oyó decir a Lundberg.

Continuó hacia la cocina y solo alcanzó a verlo colgar su teléfono inalámbrico. La gran ventana panorámica que la empresa de limpieza intentaba limpiar tenía ribetes de luto a lo largo de los bordes. La ventana de la cocina aún estaba negra como el carbón.

El teléfono sonó de nuevo. Lundberg pulsó uno de los botones del auricular.

– Olof Lundberg.