Ya no sentía miedo, pero el piso le era totalmente extraño. Por primera vez le sorprendió lo feo que era todo.
La necesidad de pintarlo y modernizarlo era del todo apremiante. Partes de los tapices gobelinos verde oliva estaban deshilachados y los que estaban completos guardaban oscuros recuerdos de los cuadros y decoraciones de los anteriores inquilinos. Verde oliva. El color de su vida. No le sorprendería que se disolviese y desapareciese si se apoyaba contra la pared. Tragado como un gobelino.
La mayor parte de los muebles ya habían vivido sus mejores días, y desde el desgastado sofá vio por primera vez que el relleno salía en algunos lugares. La luz que entraba de la calle llegaba filtrada por los cristales de las ventanas sin limpiar, un sucio color gris que arrebataba a los rayos de sol la mayor parte de su brillo; por todas partes había una continua capa de polvo y montones de ropa sucia esparcida por doquier.
Este era su hogar.
Esto era lo que, hacía solo unos días, había estado dispuesto a defender a cualquier precio. El refugio donde atrincherarse del mundo.
Si fuera realmente sincero, lo que veía a su alrededor era todo su mundo. Se vio a sí mismo sentado entre la fealdad y comprendió plenamente la clase de persona que en realidad era, un fracasado. ¿Por qué él, que no sacaba ningún provecho de ella, había seguido con vida cuando su padre, que realizaba una función tan importante para la comunidad, había perdido la suya? Hacía cuatro años que era mayor que su padre.
¿Y qué había hecho?
Debería haber justicia. Alguien debería poner algo de orden en el sistema. Tal y como estaban ahora las cosas no importaba nada cómo la gente decidía vivir su vida. Los asesinos en serie y los santos podían esperar el mismo fin. Hacía mucho tiempo que había abandonado la creencia de que habría un juicio final. Eso, sin embargo, no estaba del todo claro. No, todas las personas deberían ser conscientes durante su vida de que cuanta más bondad repartieran a su alrededor, mayor sería la recompensa al acabar su vida. Y los otros, los que elegían el otro camino, tendrían que atenerse a las consecuencias. Era un completo sinsentido castigar a alguien cuando el daño ya había sido causado y nada se podía cambiar. Vidas que justo después de la muerte eran evaluadas: recompensadas o castigadas. Entonces, por lo menos, todo tendría sentido. O mejor aún. Debería ser posible ganar tiempo mientras se está vivo. Más granos en el reloj de arena. Los actos justos serían inmediatamente recompensados con algunas horas más de vida, mientras los malvados cabrones verían acortar su vida al ritmo de sus actos, como se derriten los muñecos de nieve en marzo.
Entonces hasta podría ser soportable.
Cuando era pequeño buscó su propio orden. Decidió que todos los muertos resucitarían como palomas en el fin de los tiempos. Si uno había sido bueno podía esperar plumas blancas, y cuanto más malvado hubiera sido en vida, más negro sería el traje de plumas. De esa manera todos los que se lo habían merecido podrían pasearse y pavonearse en otra vida después de esta, y no habría ninguna duda de su autenticidad. Aun cuando solo fuera en el reino de las palomas. Eso había sido suficiente para él cuando era pequeño.
Pero ahora era mayor.
Lo que veía a su alrededor era toda su existencia, y hasta eso era repulsivo.
Por primera vez en su vida adulta reconoció que se sentía terriblemente solo. El cuerpo le dolía. Ahora que el trabajo estaba acabado y la deuda pagada, ya no había nadie que preguntase por él y si en este momento se tumbaba en el suelo y moría nadie le echaría de menos en meses. Como en uno de esos casos, sobre los que a veces pueden leerse tristes artículos en los periódicos, en los que alguien ha muerto en su vivienda y nadie ha preguntado por él hasta que el olor del cuerpo ha comenzado a molestar a los vecinos.
Él, que durante todos esos años se había mentalizado de que estaba a gusto viviendo solo, en apenas una semana se había acostumbrado a llegar cada día a casa y tener a una persona con quien hablar, alguien que, además, estaba interesado en lo que había hecho durante el día. Se había acostumbrado inquietantemente rápido y ahora no estaba seguro de ser capaz de desacostumbrarse a esa vida.
Había regresado.
El viejo y simple Peter Brolin estaba sentado a la mesa de la cocina, y aunque sin deudas, con una vida igual de aburrida y poco interesante que las noticias de hacía una semana. Y lo peor de todo era que el nuevo Peter Brolin que poco a poco había tomado cuerpo durante estos últimos días, no podía en absoluto pensar en vivir junto al viejo.
Sencillamente no sabía cómo podría proseguir de ahora en adelante y sobrevivir el resto de su vida.
24
Se había tumbado en la cama y había llorado. Como un niño. Echaba de menos a su madre y a su padre, y a una satisfacción que nunca antes había experimentado hasta que conoció a Olof Lundberg.
Sintió un profundo y auténtico deseo de ser cuidado.
Cuidado por alguien que pudiera ser capaz de ignorar su fracaso y tomarlo como era. Alguien que no necesitase que a cada segundo demostrara su eficacia. Alguien que sencillamente pensara que él valía tal como era.
Ahora comprendía lo que realmente se había perdido de la vida, y era patente que la herida era tan profunda y estaba tan inflamada que con toda seguridad nunca cicatrizaría. Su vida se había convertido en un acertijo que no tenía ni idea de cómo resolver. Alguien se había olvidado de darle una pista.
Alguien había omitido enseñarle cómo vivir.
Había algo incompleto en él que le había hecho vivir como un inválido toda su vida. Le había impedido dejar su pasado tras de sí y seguir adelante.
Añoraba a alguien que conociera su historia y con quien pudiera compartir sus recuerdos, alguien a quien poder telefonear y que pudiera comprender.
Ansiaba no ser insignificante, ser importante para alguien, tanto que si él desaparecía su vida se hundiera.
No había nadie.
Sentía el vacío tan claramente que casi no podía respirar. Estaba solo con su pasado, en el presente y en el futuro. Lo mejor de la vida había pasado. Lo único que quedaba y restaba era tiempo.
25
Cuando se despertó el reloj marcaba casi las ocho. El piso estaba a oscuras. Permaneció un rato tumbado en la cama mirando. La habitación parecía agradable cuando, a través de la ventana sucia, solo la iluminaba una de las farolas de Åsögatan.
Sonó el teléfono.
Reinaba tanto silencio en el piso que el repentino sonido le hizo dar un salto. Como si tuviera miedo de molestar a alguien dejándolo sonar alargó rápidamente la mano y cogió el auricular.
Era Eva.
– ¿Dónde has estado?
Sonaba casi enfadada.
– ¡Te he llamado mil veces desde que hablamos la última vez! ¿No te das cuenta de que estaba preocupada?
Ese pensamiento ni se le había pasado por la cabeza.
– Hola. Bueno, te he llamado un par de veces pero cada vez que lo he intentado estabas comunicando.
Encendió la lámpara. Se sentía casi indecente por hablar con ella estando tumbado en la cama a oscuras.
– ¿Cómo te ha ido? -prosiguió ella-. Tengo tanta curiosidad que estoy a punto de explotar. No he pensado en otra cosa desde que hablamos la última vez. ¿La has encontrado? ¿Te fueron de alguna ayuda los resultados del laboratorio?
– Sí, realmente lo fueron -respondió él-. La encontré. Desafortunadamente fue demasiado tarde. Se había suicidado.
El auricular quedó en silencio.
– Vaya -dijo ella luego-. Aunque no puedo decir que eso me sorprenda. Una sífilis avanzada no es ninguna broma. ¡Puede causar daños cerebrales realmente graves! Además he estado pensando que es extraño que nadie haya detectado la enfermedad, ya que al parecer ella estuvo en contacto con la sanidad.