– Sí, tienes razón.
Permanecieron un largo rato en silencio. El viejo silencio de siempre se apoderó de ellos y como de costumbre él no hizo ningún intento por romperlo.
– Peter, he pensado una cosa. Dentro de un mes hará seis años de la muerte de mamá y había pensado que podríamos encargar una esquela de esas en el Jönköpings Posten. ¿Te apetece participar?
Algo se anudó en su corazón. Al otro lado de la línea estaba su hermana que compartía sus recuerdos y su historia y con la que él, durante todos estos años, no había tenido fuerzas de intentar mantener una conversación de verdad. Ella era esa persona a la que durante todo este tiempo debería de haber prestado atención e intentado acercarse y, en cambio, la había desechado como un mueble viejo de su juventud. ¿Qué clase de hombre era, con treinta y nueve años escondido debajo de su manta y llorando por su eterna soledad, cuando tenía un desconocido miembro de su familia, de su misma sangre y carne, que también había perdido a su padre y a su madre pero, sin embargo, había hecho algo en la vida? Ella a su manera también estaba sola, pero no había dejado que eso ocupara el lugar más importante de su vida sino que había seguido adelante e insistentemente le había llamado e intentado convencerle de que fuera a visitarla.
Él ni siquiera la había invitado.
Se avergonzó.
Intentó verla, pero la imagen que veía era de hacía veinte años.
Una pequeña, pequeñísima esperanza se encendió en su interior al descubrir que había algo que realmente deseaba hacer.
Tenía muchas ganas de verla.
Ella en lugar de aceptar sus fracasos siempre había luchado y se había negado a dejarse destruir.
Tenía mucho que enseñarle.
– Me gustaría mucho aparecer en la esquela -dijo él.
– Bien -dijo ella.
Parecía contenta.
– Entonces me encargaré de todo -prosiguió ella-. ¿Has recibido mi carta?
Peter miró hacia la mesa de la cocina.
– Acabo de llegar a casa y todavía no me ha dado tiempo a mirar el correo.
Notó que se sonrojaba al mentir y se preguntó si eso era un síntoma de mejoría.
– Podemos volver a llamarnos pronto -dijo ella-. Sería divertido volver a verte.
Sonaba como si lo dijera de corazón.
– Sí, es cierto -respondió él.
Pensó que sonó como si estuviese contento.
26
Cuando volvió a despertarse ya era jueves. Fuera aún era de noche y se sentó a la mesa de la cocina. Se sentía algo mejor de ánimos. Después de su conversación con Eva bajó al 7-Eleven y compró algo de comida para su nevera vacía. Sacó la mantequilla y el pan e hirvió agua para una taza de té.
La carta de Eva aún estaba sin abrir sobre la mesa. La cogió y la rasgó por uno de los lados. Era una sola hoja escrita a mano en la que le pedía que se pusiera en contacto con ella tan pronto como le fuera posible y en la que decía que estaba preocupada.
Dejó la carta a un lado.
A las ocho sonó el teléfono.
– Soy Bodil Andersson. Le estaba buscando.
El corazón le dio un vuelco.
– Como seguramente habrá oído, la encontramos ayer Tengo que hacerle algunas preguntas. Hemos encontrado una serie de huellas dactilares que no pertenecen a la víctima y solo deseaba asegurarme de que siguió mis instrucciones y no fue al piso. Hay huellas dactilares de dos personas desconocidas y espero realmente que no correspondan a las suyas y a las de Olof Lundberg. Como comprenderá, en ese caso sería muy extraño, ya que ha resultado que Elisabet Gustavsson no se colgó ella misma sino que alguien la ayudó. Solo deseo estar segura de que por una vez fue lo suficientemente inteligente como para escuchar, de otro modo tendré que pedirle que venga a la comisaría para un interrogatorio.
No pudo articular ni una palabra. Ni siquiera pudo mentir.
– ¡Hola! ¿Está ahí? -continuó ella.
Su pregunta le dio la idea de colgar el teléfono, y eso fue lo que hizo. A continuación desconectó el cable. Se vistió rápidamente y tomó el metro hasta Karlaplan. Desde ahí caminó hasta Karlavägen 56.
Dudó unos segundos antes de decidirse a coger el ascensor.
Olof estaba solo en la oficina.
– Hola -dijo y sonrió-. ¿Cómo estás?
Parecía cansado.
– Gracias, mejor -respondió Peter, pero no sabía realmente lo que quería decir con eso, todo era relativo, ¿o no?
– Bodil Andersson me acaba de llamar -continuó-. Lo cierto es que me ha asustado. No sabía qué responder. Dijo algo sobre que Elisabet Gustavsson no se había ahorcado sola y preguntó si habíamos estado en el piso.
– ¿Y qué respondiste? -preguntó Olof.
Peter se acercó a la ventana y miró fuera.
– Nada -dijo-. Yo, estúpido de mí, no dije nada. No sabía qué decir. Pensé que quizá había hablado contigo y que sería conveniente que dijéramos lo mismo.
Olof miró a Peter.
– No me ha llamado. Ni aquí ni a casa -dijo.
Peter suspiró.
– Bueno, entonces mi actuación no fue particularmente brillante -dijo cansado-. Eso tuvo que hacerla recelar.
Sonó el teléfono. Olof no respondió. Permanecieron en silencio algunos minutos pero luego volvieron a llamar.
Lundberg lo cogió.
– Hola -contestó. Sonó irritado.
Peter lo observó.
– Vaya. No. Bueno. Sí. No. No. No, no estuve en el piso. Sí. No, él no estuvo, estuvo conmigo toda la tarde. No, también estuvimos juntos toda la noche. No, no tenemos otra coartada pero si no es demasiado sensible puedo contarle con todo detalle lo que hicimos durante toda la noche. No. No. No lo creo. Sí. Desde ayer no. Adiós.
Colgó y Peter lo miró impaciente.
– ¿Qué ha dicho?
Olof pareció como si primero memorizara la conversación y luego contó.
– Primero me ha dicho que hay sospechas de asesinato en relación con la muerte de Elisabet Gustavsson; luego me ha preguntado si estuve allí; luego si tú estuviste allí; luego si estuvimos allí; luego si teníamos algún testigo de que no habíamos estado allí y cuando le he dicho que habíamos estado juntos toda la noche ha utilizado un tono muy desdeñoso para preguntar si tú no podías haberte escabullido pero le he dicho que no lo creía, entonces me ha preguntado cuándo habíamos hablado por última vez y le he dicho que ayer.
Se encogió de hombros.
– Creo que ahora podemos pasar de esto -continuó-. Nosotros no hemos matado a esa persona, así que no tenemos por qué preocuparnos.
– Pero nuestras huellas dactilares -dijo Peter preocupado-. El piso debe de estar lleno de ellas. Sobre todo de las mías en el cuarto de baño.
– Bueno, mis huellas dactilares no están en los archivos de la policía, de modo que no pueden cotejarlas.
Peter cerró los ojos pero sintió que Olof lo miraba.
– ¿Está la cosa tan mal? -preguntó finalmente.
Peter volvió a mirar por la ventana.
– Cuando registré mi empresa y quise tener la aprobación de la policía y la aseguradora, era obligatorio entregar las huellas dactilares a la policía, para que si había algún robo rápidamente pudieran eliminar las mías de las rejas y las alarmas. No sé a qué registro han ido a parar. Nunca pensé que debiera preocuparme por eso.
No miró a Olof. Se sentía incómodo. Si no fuera por él a estas alturas Lundberg podría olvidarse tranquilamente de esta historia, si no fuera porque él colgaba como una pesada piedra de molino alrededor de su cuello. Andersson apenas molestaría a Lundberg con tan pocas pruebas, pero a él estaría encantada de inculparlo en todo lo que pudiera. Si ella encontraba sus huellas en los archivos y las comparaba con las del cuarto de baño de la diabla, ella tendría el día resuelto; con eso Olof también se vería metido en el caso. Además, comprendió lo difícil que sería explicar los hechos de una manera verosímil.