¿Qué quiso decir al llamarle hermano? ¿Era simplemente parte de su complicado juego? ¿Para desconcertarlo aún más?
Comprendió que sería un peligro enseñarle los sentimientos que había despertado. Entonces ella habría conseguido su objetivo; no se atrevía siquiera a imaginar qué pensaba hacer con él más tarde.
Le pareció que comenzaban a llegar efluvios de mal olor del armario, pero aún eran tan débiles que podían ser imaginaciones suyas. Seguramente había otras cosas en el piso que olían mal.
Él incluido.
Había trabajado concienzudamente la argolla de la pared. Aún no se había movido y ahora empezaban a dolerle los dedos. Si se soltaba, ¿qué haría? No podía abrir la puerta de la calle sin la llave. Había dos teléfonos en el suelo junto a la ventana pero ya había visto que los cables estaban cortados. Quizá pudiera pedir auxilio por la rendija del buzón, pero para tener tanto tiempo primero tenía que dejarla fuera de combate y sabía que eso, probablemente, no lo conseguiría.
Tenía que pensar en algo que, en el menor tiempo posible, pudiera llamar la atención lo suficiente para que nadie pudiera pasarlo por alto.
Intentó concentrarse en mantener la ansiedad a raya. Tenía que actuar ahora que todavía podía.
Comenzaba a amanecer en el piso cuando ella se despertó. Miró a su alrededor y Peter vio que las rayas de la pana del sillón habían dejado largas marcas en su mejilla derecha. Clavó los ojos en él enfadada y desapareció en la cocina. Oyó que abría el grifo del agua.
Se oía una débil música que venía de algún piso cercano.
Cada vez que algo le recordaba que el mundo seguía su curso sentía como un consuelo, pero al mismo tiempo le embargaba una ligera preocupación.
¿Había alguien buscándole? ¿Alguien le había echado do menos?
La tarde pasó. Ella no había aparecido y eso estaba bien. Tuvo tiempo de sobra para tranquilizarse. La carta aún estaba tirada en el suelo, le daban palpitaciones cada vez que la veía.
Cuando la habitación se quedó a oscuras envolvió la argolla con un poco de colcha para proteger sus doloridos dedos. De esa manera podía golpear con el puño derecho. La argolla aún no mostraba ningún síntoma de moverse de su agarre.
Dormía a ratos, pero no tan profundamente como para no despertarse al más mínimo ruido. No pensaba dejarse sorprender.
Comprendió que ahora debía de ser de noche. No se oía ningún ruido en la casa y hacía tiempo que no oía nada en la escalera.
Se preguntó qué haría ella. Seguramente pasar la resaca.
Se encendió la lámpara del techo.
Cerró los ojos y fingió dormir. La oyó pasearse por la habitación. Miró con los ojos entrecerrados y la vio deambular sin parar de un lado a otro de la habitación con los brazos en cruz.
Fingió que lo había despertado y abrió los ojos. Bajo la colcha seguía moviendo la argolla con tirones continuos.
Ella lo miró de hito en hito. Parecía irritada. ¿Quizá no era tan divertido como ella había pensado? ¿Quizá la caza y el acorralamiento de la presa había sido más divertido que la victoria en sí?
– Te gusta el Lundberg ese, ¿verdad?
Él no respondió.
– Os vi por el telescopio abrazándoos en la oficina. Lo que hacéis por la noche es fácil de adivinar. Joder, me dan ganas de vomitar.
Hablaba entrecortadamente, como si sintiese dolor en alguna parte.
Él se sonrojó.
– Me parece que tendré que hacer algo con él, para que te animes un poco. No te puedo tener aquí en casa tumbado tranquilamente y comiendo.
Se sentó en el sillón.
– ¿Y si le corto el cuello? -sonrió.
Él se quedó helado.
– O simplemente incendiar su casa mientras esté durmiendo, y esperar a que salga corriendo a la calle. ¿Qué te parece, eh, Peter? ¿Qué te desesperaría más?
Él tragó saliva.
¡Dios mío, ayúdame a controlarme!
Estornudó. Sintió que le salía un moco y le colgaba del labio superior.
– Me da igual -dijo él con una sonrisa-. ¡No hay nadie en el mundo que me importe menos que Olof Lundberg!
Cruzó inconscientemente los dedos de su mano izquierda.
Ella se dio cuenta de que utilizaba sus propias palabras y sus ojos se empequeñecieron.
– Te crees alguien, ¿verdad? ¡Pero mírate! Estás ahí tumbado como un fardo y no puedes hacer ni una mierda. Puedo hacer lo que quiera contigo. ¡De mí depende si vas a sobrevivir esta noche o no!
La mitad izquierda de su rostro comenzó a temblar. Finalmente se agitaba toda la cabeza. Parecía como si la incomodase, pues intentaba ocultar el rostro con sus manos. Le dio la espalda.
Tenía el pie izquierdo sobre la carta.
Como si hubiera sentido su mirada se agachó y la cogió. Los temblores se desvanecieron. De nuevo se volvió hacia él. Su sonrisa le asustó. Alzó la mano con la carta.
– ¡Ahora, pequeño Peter, vamos a ver si hay alguien que te importe en el mundo!
Su corazón dio un vuelco.
Ella fue a la cocina y oyó el sonido de una cerilla al encenderse. Peter cogió la argolla e intentó con todas sus fuerzas que cediese. En ese mismo instante apareció ella en el vano de la puerta con un candelabro rojo con un vela encendida. Pulsó el interruptor y la lámpara del techo se apagó.
– Ahora vamos a ver lo bien que arde la carta de despedida de la vieja -susurró ella.
Desfiló como una santa hacia la mesa con el candelabro extendido frente a sí. Lo colocó sobre la mesa. El corazón de Peter latía desbocado. Podía hacer lo que quisiera con él, pero que no quemase la carta.
Y eso era precisamente lo que ella sabía.
Había ganado.
Acercó lentamente la carta a la llama.
Algo se rompió su interior.
Gritó. Completamente enloquecido. Todos sus sentidos se concentraron en su garganta y el sonido que produjo fue inhumano. Su miedo había madurado en secreto hasta convertirse en un tigre rugiente y ahora se defendía de la colosal amenaza a que era sometido. A través de su cuerpo fluyó una descarga de adrenalina que hizo que sus músculos se tensaran como muelles de acero; no le extrañó notar que la argolla se desasía de la pared.
Se sentó y se volvió hacia ella. Estaba como petrificada, con la mano aún alargada hacia la vela. Sin pensarlo cogió su almohada y la lanzó hacia la llama de forma que la vela cayó y se apagó.
El cerebro estaba desconectado, el cuerpo reaccionaba por su cuenta. Sujetó la cuerda de sus pies y comenzó a patear los pies de la cama. Con el rabillo de ojo vio que ella se había recuperado de la sorpresa inicial y corría hacia la cocina.
En medio del revuelo las voces de alarma sonaron con fuerza y le indicaron que no tenía mucho tiempo. Continuó pateando. Con un estruendo cedió el bastidor de la cama y la cuerda se aflojó.
Era libre.
La vio en el vano de la puerta y todo su cuerpo se preparó para la lucha. En este momento era invencible.
Ella encendió la lámpara del techo. La visión de Peter debió de asustarla pues se detuvo y dudó. El no apartaba la vista de ella.
Miró dubitativa a su alrededor.
Él dio un paso repentino hacia ella.
Ella se sobresaltó. La jeringa estaba entre sus dedos índice y corazón; cuando se amedrentó salió un chorro de líquido por la aguja que cayó al suelo.
– Dame las llaves de la puerta -siseó ronco.
Se le había roto algo en la garganta.
La expresión del rostro de ella cambió al comprender que aún tenía algo de ventaja.
– Ven y cógelas -sonrió ella.
Él dio un paso. Ella no se movió de su sitio. Su cerebro bombeaba adrenalina. Sentía el pulso en cada parte de su cuerpo.
– No las tengo -dijo ella-. Las he tirado al retrete. De cualquier manera, no saldrás nunca más de este piso. ¿No te has enterado todavía? Tú y yo vamos a vivir aquí, como la familia feliz que somos. ¿No es así, hermanito?