Выбрать главу

Intentó golpear la cabeza contra la pared para llamar la atención, pero la pared era de piedra y el sonido se ahogó en la habitación.

– Nadie te va a oír -tartamudeó ella-. Lo he degollado.

La vio al fondo de un túnel. Sintió que estaba a punto de perder el conocimiento, entonces estaría perdido.

– Casi conseguiste matarme -prosiguió ella-, pero antes de eso te devolveré algo que me diste.

Vio que ella se tambaleaba.

Se volvió hacia la mesa y él se pudo imaginar que cogía algo del plumero. Dio con gran esfuerzo los dos últimos pasos hasta la cama y resbaló, más que sentarse, frente a él.

Ahora todo el rostro de Peter se había petrificado en un calambre y le dolían las piernas y los brazos a causa del esfuerzo.

– Al fin, papá -masculló ella-. Ahora recibirás lo que me diste.

Alzó un abrecartas hacia él y Peter cerró los ojos.

La oyó gemir y abrió los ojos.

El abrecartas atravesaba la palma izquierda de la mano de ella y la sangre corría por la muñeca hasta la colcha.

Lo miró fijamente a los ojos. Con algo que pareció un gran esfuerzo alargó la mano y dejó que la sangre cayera sobre el rostro de él. El calambre en su cuerpo era total y no pudo cerrar la boca. Sintió el sabor a sangre en la lengua.

Ella bajó la mano y se extrajo con dificultad el abrecartas de la palma. Su rostro se contrajo de dolor. El abrecartas se alzó lentamente frente al rostro de él.

– Será mejor dejar una pequeña herida como recuerdo. Sería una pena no corresponder a tu regalo.

Pudo sentir la hoja roma contra su mejilla.

De repente la habitación explotó.

Una lluvia de trozos de cristales cayó sobre ellos y en el mismo instante se abrió la puerta.

Cuando levantó de nuevo la mirada ella se encontraba al otro lado de la habitación entre dos policías uniformados y un tercero entraba a través de la ventana rota.

Ella gritaba; un grito agudo que llenó la habitación y él perdió la visión durante un segundo.

– ¿Dónde le ha herido? -le gritaba uno de los policías, pero él no pudo responder.

La habitación se llenó de policías y al momento siguiente Olof estaba junto a él.

– Tranquilízate, así, así, ahora ya ha pasado, intenta respirar con calma.

Se dio la vuelta y gritó a los policías.

– ¡Sáquenla de aquí, joder!

– ¿Estás herido? ¡Intenta decirme dónde estás herido!

Peter flotaba arriba en el techo. Vio a los policías, a Olof y a sí mismo ahí abajo. Olof había conseguido bajarlo a la cama pero los pies y los brazos estaban agarrotados en una posición fetal. Dos personas vestidas de blanco irrumpieron en la habitación; una de ellas escuchó su corazón y la otra le tomó la tensión, hablaban excitados entre sí. Olof tenía la cara completamente pálida y lo acariciaba en la frente. Toda la cama estaba llena de sangre.

– Tenemos que detener el ataque -dijo uno de los vestidos de blanco-. Dale cero coma cinco de Atropin.

Le pusieron una máscara de oxígeno sobre la boca.

– Coge un tubo. ¡Hay que entubarle! Disculpe, ¿se puede apartar un poco?

Olof se levantó y se separó un paso de la cama para dejar espacio a los enfermeros.

Peter sintió cómo un tubo se introducía por su garganta y pudo ver cómo el pecho subía y bajaba.

Se dejó caer sobre la cama y fue uno con su cuerpo que yacía ahí y pudo sentir claramente cómo algo lo alzaba y lo sacaba de la habitación.

39

Estaba justo al borde. Un paso más y caería unos cuantos kilómetros. Nunca lo encontrarían. No se podía vislumbrar el fondo.

Respiró hondo. El aire tenía aquí un sabor diferente al de cualquier otro sitio en los que había estado antes. Aun cuando el sol brillaba el aire era frío y se abrochó la chaqueta.

A ella la habían encerrado.

De nuevo.

Cuando él comenzó a sentirse con fuerzas decidió intentar visitarla. El personal de Beckomberga le había dicho que, por fin, reaccionaba a la medicación pero que se necesitaban dosis tan altas que de momento estaba más o menos aturdida, y que la larga evolución de la sífilis había causado daños irreparables en la médula espinal y una variz cerebral que estaba tan mal situada que no se podía operar.

Nadie podía explicar cómo habían podido pasar por alto su enfermedad durante todos esos años y nadie podía determinar cuánto le quedaba de vida.

Se detuvo al otro lado de la puerta con ventana y la observó. Estaba sentada completamente inmóvil sobre una tarima a la pared; miraba fijamente al vacío. Los muebles de su habitación estaban asegurados a la pared y parecía más una celda que una habitación de hospital. No había ni un objeto suelto; el personal le explicó que lo habían intentado, pero que tenía frecuentes y terribles ataques de rabia y temían que se lesionase.

Ella no tenía ni idea de que él estaba ahí observándola, así que se tomó su tiempo.

Había adelgazado. Ahí sentada parecía un pajarillo perdido. Miserable y abandonada. El miedo que había temido sentir al verla se transformó en pena. Una rabia por la incomprensibilidad de la vida.

¡Qué vida había tenido! Él, que siempre había creído ser el mayor perdedor, era quien gozaba de una nueva oportunidad en la vida, mientras que ella se había llevado el billete sin premio y le habían arrebatado cualquier posibilidad de tener una vida digna antes de poder comenzar.

El personal le relató su espantosa vida. Su situación familiar durante la infancia fue horrible. El padre era alcohólico y la madre tuvo que buscar ayuda médica unas cuantas veces después de ser brutalmente maltratada. Pero nunca quiso denunciarlo a la policía, lo cual imposibilitó cualquier cambio en su situación. Todo estaba escrito en el grueso historial médico de Anja Frid.

La madre muere en 1958 y la paciente vive con su padre.

A los 11 años de edad aparecen los primeros síntomas de problemas psíquicos y la paciente es internada varias veces en diferentes sanatorios, siempre con buenos resultados. No se puede establecer un diagnóstico.

Al regresar a casa vuelven los ataques con más frecuencia. Se recomienda una familia de acogida.

Los médicos observan «una madurez sexual anormal» cuando la paciente, en dos ocasiones, hace aproximaciones sexuales a su padrastro en la casa de acogida. La estancia en la casa de acogida se interrumpe y la paciente es trasladada momentáneamente a un hospital psiquiátrico para someterla a unos análisis. La paciente es descrita como desequilibrada y con una evidente dificultad para establecer límites para su propia integridad y la de los demás.

Cuando la paciente tiene 13 años, los médicos aceptan la recomendación del padre para realizar una esterilización forzosa para evitar embarazos indeseados. La operación se realiza y la paciente regresa a casa.

A continuación hay solo anotados apuntes de visitas rutinarias, en estos la paciente es considerada como «retraída» y «socialmente inadaptada» y no se anota ninguna recaída antes de enero de 1988, cuando fallece el padre. Los tres años siguientes se trata a la paciente de una profunda depresión, la mayor parte del tiempo esté encerrada en una institución.

En 1991 la paciente consigue un piso propio y los médicos confían que pueda ocuparse de sí misma. Se le asigna una pensión de invalidez.

El último contacto con la sanidad tiene lugar en marzo de 1996, cuando ella misma acude al hospital psiquiátrico de Beckomberga después de sufrir repetidos ataques paranoicos. Se le receta a la paciente la medicación adecuada y se la cita para una siguiente visita. La última anotación tuvo lugar en octubre de 1996, en ella se hace constar que la paciente no ha acudido a su última cita y que se debe actuar.