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El dolor era indescriptible. Después de cada ataque se sorprendía de que no hubiese heridas visibles. Un cardenal por lo menos.

Había leído una serie de libros sobre medicina para intentar comprender qué le sucedía. Después de dar muchas vueltas por la biblioteca y de leer muchas páginas encontró en un libro un capítulo sobre los ataques de ansiedad. Había encontrado lo que buscaba. La descripción era tan exacta que él mismo podía haber escrito el capítulo, pero las simples palabras «ataque de ansiedad» le hicieron cerrar el libro; la vergüenza sobre su total falta de control sobre sí mismo excluía por completo la búsqueda de ayuda.

No le parecía una buena alternativa llamar a urgencias psiquiátricas. No podía ni siquiera imaginar cómo empezaría esa conversación. Deseó que el médico del ambulatorio hubiese comprendido cuál era su dolencia pero él mismo se dio cuenta de que había dado muy pocas pistas.

Así que cada día que pasaba se volvía más asustado e inseguro, y a raíz de la notificación de la desaparición del dinero del IVA tuvo una crisis aguda.

Se quedó completamente paralizado.

El teléfono sonó. Dudó. Últimamente le costaba contestar. Había pensado comprar un identificador de llamadas pero, como todo lo demás, la idea se había quedado en el aire. Miró el reloj. Eran casi las seis y media, de modo que no podía ser el banco. Respiró hondo y cogió el auricular.

– Sí, dígame.

– ¿Es Peter Dahlin?

Reconoció inmediatamente la voz de Lundberg. Sonaba agitada.

– Sí, más o menos -respondió él y sintió que no tenía fuerzas para corregirle acerca del apellido. Comenzaba a tener una cierta práctica en someterse a otros.

– Tiene que venir. Estoy en casa. Yo le pago el taxi. ¡Ha estado aquí! ¡Dentro de casa!

5

Un cuarto de hora después Peter estaba sentado en un taxi camino de la dirección de Saltsjö-Duvnäs que había garabateado apresuradamente.

El taxi giró en una calle con grandes chalets a ambos lados. Ahí no vivía un Svensson cualquiera, eso estaba perfectamente claro. La calle estaba bordeada de bolsas que esperaban la siguiente recogida de papel para reciclar; el taxista pasó esquivando habilidosamente los montones cubiertos de nieve.

Al final de la calle había un pequeño camino entre la maleza. Una señal de tráfico indicaba que era una zona privada y que las personas ajenas a la propiedad no podían pasar. El camino era preocupantemente empinado en esa época del año, pero habían limpiado la nieve y esparcido arena.

El vehículo se detuvo junto a una casa en lo alto de la pequeña colina. La puerta de la calle se abrió y Lundberg salió a la escalera. Miró a su alrededor, luego se acercó y pagó al taxista como había prometido.

La casa tenía un estilo completamente distinto a los chalets situados en la calle de abajo. Era baja y alargada, como un pequeño establo, pero en el centro del cuerpo de la casa habían levantado dos plantas. Parecía premeditadamente modesta; no había ninguna duda de que el arquitecto había planeado minuciosamente cada detalle de modo que el visitante pensara precisamente eso.

– Gracias por venir tan rápidamente -dijo Lundberg y miró a su alrededor como si se avergonzase de su dependencia.

Peter asintió.

Entraron en la casa sin decir nada más. Si la casa parecía modesta por fuera el interior era de lo más lujoso. El vestíbulo se abría hacia un enorme salón de techo alto; una enorme ventana panorámica mostraba la mayor parte de la bahía de Duvnäs y seguramente muchas más cosas que no se podían ver en la oscuridad. A la derecha la habitación continuaba hacia una cocina de la que la separaba una barra de bar.

Lundberg se dirigió hacia lo que Peter pensó que debía de ser un antiguo armario chino que resultó ocultar cualquier bebida alcohólica que uno pudiera desear. Sirvió sin preguntar dos grandes vasos de whisky sin hielo y le entregó uno a Peter. A Peter nunca le había gustado mucho la bebida pero no solía decir que no a un buen whisky.

Lundberg se sentó en el sofá. Él se dirigió hacia la ventana y admiró la vista. No se podía ver la casa que probablemente debía de haber entre el jardín de Lundberg y el agua, lo que daba al espectador la impresión de encontrarse completamente solo junto al mar. Se sorprendió de que Lundberg no hubiese puesto cortinas para poder correrlas cuando fuera necesario, ya que lo que se podía ver desde dentro también se veía desde fuera. No era difícil establecer un paralelismo con la exposición de un pez en un acuario.

De nuevo notó la tranquilidad que le transmitía la presencia de Lundberg. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan relajado en una habitación junto a otra persona. Quizá el claro desequilibrio que sufría Lundberg debido a la agobiante situación y su terror casi palpable hacían que Peter se llenara de esa fuerza que ambos necesitaban. Había un acuerdo implícito entre ellos; él tenía que hacerse cargo de la situación cuando Lundberg flaquease. Peter dio la bienvenida a esa inesperada fuerza y a la motivación que significaba.

Esbozó una mueca de desagrado al probar el whisky.

– Es un whisky de malta de treinta años -dijo Lundberg que había visto la mueca-. Si uno se lo puede permitir… Sabe a viejo embarcadero pero uno se acaba acostumbrando.

Peter comprendió que era un intento de reírse de sí mismo; estaba bastante seguro de que Lundberg últimamente había conocido una serie de facetas de sí mismo que no sabía que existían.

– Llamé a la policía y han estado aquí buscando en la casa. Una ventana que no tiene alarma estaba entornada.

Cabeceó hacia el pasillo que conducía a la parte izquierda del edificio.

– No estaba forzada, de modo que no pudo entrar por ahí, pero sacaron la conclusión de que sí había salido.

– Ahora por lo menos tomarán la denuncia en serio. ¿No hay algo que se llama allanamiento de morada? -preguntó Peter.

Lundberg sonrió.

– Por lo que sé no han robado nada. ¿Qué prioridad piensa usted que la policía le da a una ventana entornada cuando la mitad de los habitantes menores de veinte años de esta jodida ciudad tienen como misión intentar matarse entre sí cada viernes por la noche?

Peter sonrió con la comisura de los labios.

– ¿Entonces cómo sabe que ella ha estado aquí?

Lundberg le dio un buen trago al whisky y resopló.

– Porque toda mi ropa interior estaba tirada en el dormitorio y todos los álbumes con las fotos desde mi nacimiento hasta el día de hoy estaban sobre la mesa junto a una nota:

QUIEN BIEN TE QUIERE TE HARÁ LLORAR.

6

Lundberg se había bebido su whisky. Peter apenas había probado el suyo. Después de esta experiencia estaba convencido de que se le podía dar mejor uso a los viejos embarcaderos.

No se habían dicho gran cosa durante ese tiempo. Él había ido a mirar el desorden del dormitorio. En realidad no era mayor que el de su propia casa pero le ahorró a Lundberg el comentario. De nuevo en el salón se sentó en una butaca, de modo que quedó enfrente de Lundberg y dando la espalda a la ventana panorámica.

Los cuadros que colgaban de las paredes eran de buen gusto y seguramente habían sido elegidos cuidadosamente. Se podía ver que la persona que los había colgado había escogido la colocación de cada cuadro para sacar el máximo partido a cada pintura. A Peter le interesaba el arte aunque no fuera un experto en la materia, pero le gustaban los lugares donde los cuadros podían vivir su propia vida en lugar de tener que combinar a cualquier precio con el tono del sofá. La habitación estaba sobriamente amueblada, pero parecía cualquier cosa menos pobre. Cada mueble y cada detalle denotaban gusto y exquisitez; parecía como si hubieran sido creados para estar justo donde estaban.