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¿Y qué mujer en su sano juicio querría a un hombre, un médico, al que acababan de sancionar con un expediente disciplinario que iba a acabar con él?

Trabajar en una clínica de medicina natural, por el amor de Dios. Durante tres meses. Increíble.

No se le podía ocurrir un destino peor.

Cuando su horóscopo decía que los astros no estaban alineados a su favor, Faith McDowell debía haberlo creído y haberse quedado en la cama.

Pero hacer tal cosa nunca había sido su estilo.

Abrió el grifo de la ducha, encendió la radio y prendió una vela con aroma a jazmín, que según garantizaban, estimulaba y levantaba el ánimo.

Mientras se enjabonaba, cantó a todo volumen, porque cantar era una estupenda manera de liberar energía. Funcionaba durante sesenta segundos, que era el tiempo que tardaba el cerebro en rechazar la música y los aromas, y enfrentarse a la realidad. Su realidad no era fácil de afrontar.

Esa misma semana tenía que recortarse el salario que cobraba como directora de Healing Waters Clinic. Eso significaba que comería muchos macarrones con queso en el futuro próximo.

Pero al menos tenía una clínica en un bonito edificio en el South Village. La había abierto el año anterior, en North Union Street, después de trabajar durante cuatro años como enfermera.

En el área de urgencias de San Diego había visto toda clase de sufrimiento y siempre había tenido la impresión de que la medicina moderna no estaba haciendo todo lo que se podía hacer. Pero nadie había querido escuchar sus ideas acerca de la medicina natural, de los tratamientos homeopáticos, ni de todos los métodos tradicionales que funcionaban de verdad, y menos cuando cada día había múltiples heridas de bala, accidentes de automóvil y otras urgencias con las que enfrentarse.

En su clínica podría concentrarse en esas ideas que se consideraban fuera de la práctica de la medicina convencional y en tratar el sufrimiento con métodos menos invasivos. Sorprendentemente, los responsables de los hospitales locales habían colaborado con ella derivándole pacientes, e incluso financiando parte de su proyecto, y ella nunca había estado más contenta.

Hasta que uno de los médicos locales, un tal doctor Luke Walker, había criticado públicamente el trabajo que ella hacía allí. Faith ya se había enfrentado a algo parecido antes. Una vez que el público había leído la opinión del doctor y había comprendido que ella no tenía su apoyo, le tocó pasar parte del día contestando preguntas y discutiendo acerca de las diferentes técnicas médicas, lo que supuso dedicarle más tiempo a cada paciente y, por tanto, provocar largas esperas. Como resultado, los pacientes no regresaban a la consulta.

Por suerte, el hospital había intervenido y se había ofrecido a que el doctor Walker trabajara como voluntario los fines de semana durante tres meses. «Eso es», pensó ella, con su primera sonrisa del día. Una gran ayuda. Así que el horóscopo debía estar equivocado.

Estaba tan convencida de ello, que cuando se le terminó el agua caliente con el pelo todavía enjabonado, se quedó de piedra. Después, la báscula del baño decidió no ser su amiga y, además, no encontraba calcetines limpios.

No eran ni las siete en punto y ya estaba harta de ese día. Se dirigió al piso de abajo. Había algo negativo en vivir en encima de la clínica, en la calle principal de una ciudad grande llena de gente que se levantaba temprano. La calle ya estaba llena de ciclistas, corredores y trabajadores, la mayor parte jóvenes urbanos más arreglados de lo que ella estaría nunca a las siete de la mañana.

Recogió el periódico que estaba sobre la hierba en lugar de en la entrada del edificio. Lo agarró con los dedos y vio cómo se deshacía el papel empapado. Con un suspiro, miró la cara del doberman del vecino.

– ¿Otra vez, Tootsie?

Tootsie alzó el mentón y se marchó corriendo.

– Eso es lo que te pasa por vivir en tu lugar de trabajo -era la voz de Shelby Anderson, una médico naturópata que trabajaba en Healing Waters y que además era su mejor amiga. Se acercó a la acera y siguió a Faith hasta la puerta trasera de la clínica. Parecía más una actriz que una médico.

Faith sabía que Shelby no podía evitar que su cabello rubio estuviera siempre perfecto, que no tuviera que ponerse maquillaje para estar preciosa, ni que fuera la única mujer a la que los pantalones del uniforme le quedaban estupendamente, pero, aun así, le resultaba irritante, sobre todo a primera hora de la mañana.

– Vivo encima de mi trabajo, no en mi trabajo -la corrigió Faith.

– Encima del trabajo, o en el trabajo, da lo mismo -dijo Shelby-. Las dos cosas son horribles.

Faith miró el periódico destrozado.

– De acuerdo, a veces sí.

Shelby dejó el bolso, se apoyó en el mostrador y bebió un poco de la infusión de hierbas que había llevado consigo.

– ¿Quieres un poco? Ya pareces cansada.

– Vaya, y yo que pensaba que me había maquillado bien.

Shelby sonrió.

– No te pones maquillaje, así que calla. Pero, recuerda, cada vez que te abandonas pillas la gripe.

Terminando con agotamiento, temblores y un fuerte dolor de cabeza. Llevaba años afectada por un virus del trópico, y más desde que abrió la clínica, pero no estaba dispuesta a que le sucediera otra vez.

Había pillado el virus hacía años, cuando era una niña y vivía en Bora Bora con sus padres, quienes estaban allí de misioneros y, desde entonces, había sido susceptible a enfermar. Tenía que extremar el cuidado, cuidar la alimentación y descansar suficiente, algo que no le costaba demasiado. Excepto por su adicción al chocolate.

Aunque lo había dejado porque quería cumplir con lo que predicaba. Quería vivir una vida saludable. A pesar de que su cuerpo no siempre estaba de acuerdo con ella.

– Estoy bien -le dijo a Shelby.

– ¿Por qué no haces un tratamiento de hierbas hoy? O mejor aún, ¿me dejas que te lo prescriba yo?

– Puede -primero tenía que poner la clínica en funcionamiento.

No debería suponerle mucho esfuerzo, ya que la clínica era un éxito. La gente estaba encantada con los servicios que ofrecían. El problema era que la mayoría de los seguros médicos no cubrían esos servicios y ella se veía obligada a cobrar menos de lo que debía. Como resultado, tenía poco personal y no tenía posibilidad de contratar más gente.

Las buenas noticias… los servicios del doctor Walker serían gratuitos. Durante tres meses.

– ¿De veras crees que el doctor Walker va a ayudarnos?

– Sí, y antes de que lo preguntes… llega tarde. Lo sé.

Shelby miró el reloj.

– Veinte dólares a que no aparece.

Más le valía aparecer. El hospital le había prometido que iría a trabajar allí con una sonrisa y haría todo lo posible por rectificar el daño que les había causado.

Faith contaba con ello. El doctor Luke Walker era muy respetado en la comunidad. La gente lo escuchaba. Con un poco de suerte, sería más amable con la clínica cuando los viera en acción y trabajase en ella.

– Aparecerá.

– De acuerdo, pero sólo faltan unos minutos para que lleguen los pacientes, y si él no está aquí…

– Lo sé, lo sé -se imaginaba a los pacientes enfadados, quejándose y marchándose, algo que no podía permitir que sucediera.

Aun así, esperaron al doctor treinta minutos y, cuando vieron que los pacientes se acumulaban, Shelby y Faith se encontraron en el pasillo con cara de preocupación.

– Habitualmente, hoy sería su día libre -dijo Faith-. Quizá se haya quedado dormido sin querer.

– Entonces, estamos acabadas.

– No. No lo estamos -agarró sus llaves-. Dame su dirección.

– Está en tu escritorio -sonrió Shelby-. ¿Vas a sacarlo de la cama?